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LIBRO SEGUNDO
DE LA VIRTUD
CAPÍTULO PRIMERO
IDEA GENERAL DE LA VIRTUD
Después de las teorías que preceden, es preciso, lo repito, tomar
otro punto de partida para tratar lo que va a seguir. Los bienes del
hombre, cualesquiera que ellos sean, están, o fuera del alma o en ella,
siendo éstos los más preciosos; división que hemos sentado hasta en
nuestras obras exotéricas, porque la sabiduría, la virtud y el placer
están en el alma, y son las tres únicas cosas que a juicio de todo
parecen ser, ya separadamente, ya juntas, el fin último de la vida.
Ahora bien, entre los elementos del alma, hay unos que son simples
facultades o potencias, y otros que son actos y movimientos.
Admitamos, desde luego, estos principios, Y, en cuanto a la virtud,
reconozcamos que es la mejor disposición, facultad o poder de las
cosas en todas las ocasiones en que hay que hacer un uso o una obra
cualquiera de estas mismas cosas. Este hecho se puede comprobar por
la inducción, y esta regla se extiende a todos los casos posibles. Por
ejemplo, se puede hablar de la virtud de un vestido, porque es una obra
y porque podemos hacer de él cierto uso, y la mejor disposición que
puede observarse en este vestido es lo que puede llamarse su virtud
propia. Otro tanto se puede decir de un navío, de una casa o de
cualquier otro objeto útil. Por consiguiente, lo mismo se puede aplicar
esto al alma, porque también tiene su obra especial. Observemos que la
obra es tanto mejor cuanto mejor es la facultad, y que la relación de
unas facultades con otras es igualmente la relación de las obras que
aquéllas producen y salen de ellas. El fin de cada una de ellas es la
obra que tiene que producir. Se sigue de aquí, evidentemente, que la
obra producida vale más que la facultad que la produce, porque el fin
es lo mejor que existe, en tanto que fin, y nosotros hemos admitido que
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el fin es el mejor y último objeto, en vista del cual se hace todo lo
demás. Es claro, por tanto, que la obra está por encima de la facultad y
de la simple aptitud. Pero la palabra obra tiene dos sentidos, que es
preciso distinguir bien. Hay cosas en que la obra producida se separa y
difiere del uso que se hace de la facultad que produce esta obra. Así,
con respecto a la arquitectura, la casa, que es la obra, es distinta de la
construcción, que es el uso y el empleo del arte; en la medicina, la
salud no se confunde con el tratamiento y medicación que la procuran.
Por lo contrario; en otras cosas, el uso de la facultad es la obra misma;
por ejemplo, la visión para la vista o la pura teoría para la ciencia
matemática. De aquí que, necesariamente, en las cosas en que el uso es
la obra, el uso vale más que la simple facultad. Sentados estos
principios, como acaba de verse, diremos que puede haber obra de la
cosa misma o de la virtud de esta cosa. Pero esta obra no se hace en
ambos casos de la misma manera; por ejemplo, el zapato puede ser
obra de la zapatería en general y del zapatero en particular. Si se reúne,
a la vez, la virtud del arte de la zapatería y la virtud del buen zapato, la
obra que resulte será un buen zapato. La misma observación puede
hacerse respecto de cualquiera otra cosa que pudiera citarse.
Supongamos que la obra propia del alma sea el hacer vivir, y que el
empleo de la vida sea la vigilia con toda su actividad, puesto que el
sueño es una especie de inacción y de reposo; tendremos que, como es
imprescindible que la obra del alma y la de la virtud del alma sean una
sola y misma obra, debe decirse que una vida honesta y buena es la
obra especial de la virtud. Éste es pues, el bien final y completo que
buscábamos y al que dábamos el nombre de felicidad. Esto se infiere
de los principios que hemos dejado sentados. La felicidad, hemos
dicho, es el bien supremo; pero los fines que el hombre se propone
están siempre en su alma, como están los más preciosos de sus bienes,
y el alma misma no es más que la facultad o el acto. Mas como el acto
está por encima de la simple disposición para hacerlo, y el mejor acto
pertenece a la mejor facultad, y la virtud es la mejor de todas las
maneras de ser, síguese de aquí que el acto de la virtud es lo mejor que
hay para el alma. Por otra parte, como la felicidad a nuestros ojos es el
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bien supremo, podemos deducir de aquí que la felicidad es el acto de
una vida virtuosa. Pero, además, la felicidad es algo acabado y
completo, y como la vida puede ser completa o incompleta, lo mismo
que la virtud es entera o parcial, y como el acto de las cosas
incompletas es incompleto, es claro que debe definirse la felicidad
diciendo que es el acto de una vida completa conforme a la completa
virtud.
Son una garantía de que hemos analizado bien la naturaleza de la
felicidad y de que hemos dado de ella la verdadera definición, las
opiniones que cada uno de nosotros se forma de ella. ¿No se confunden
sin cesar el lograr una cosa, el obrar bien y el vivir bien con ser
dichoso? ¿Y cada una de estas expresiones no indica un uso y un acto
de nuestras facultades, la vida y la práctica de la vida? ¿La práctica no
implica siempre el uso de las cosas? El herrero, por ejemplo, hace el
bocado para el caballo, y el caballero es el que se sirve de él. Lo que
prueba también la exactitud de nuestra definición es que no se cree que
baste para ser dichoso el de serlo durante un día, ni que un niño pueda
serlo, ni que lo sea uno durante toda su vida. Solón tenía razón al decir
que no debe llamarse dichoso a un hombre mientras viva, sino que es
preciso esperar el fin de su existencia para formar juicio de su
felicidad, porque lo que es incompleto no es dichoso, puesto que no es
entero. Observad también las alabanzas que se dirigen a la virtud por
los actos por ella inspirados, y los elogios unánimes de que únicamente
son objeto los actos completos. Para los vencedores son las coronas; no
para los que han podido vencer, pero que no han vencido. Añadid, por
último, que para juzgar del carácter de un hombre se atiende a sus
actos.
Pero se dirá: ¿por qué no se tributan alabanzas y estimación a la
felicidad? Porque todas las demás cosas se hacen únicamente en vista
de ella, sea que estas cosas se relacionen con ella directamente, sea que
formen parte de la misma. Por esto, encontrar que un hombre es
dichoso y alabarle o hacer su elogio estimándole, son cosas muy
diferentes. El elogio, hablando propiamente, recae sobre cada una de
las acciones particulares de la persona; la alabanza con la estimación se
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aplica a su carácter general; más, para declarar a un hombre dichoso,
sólo debe uno fijarse en el término y fin de toda su vida. Estas
consideraciones aclaran una cuestión bastante singular, que algunas
veces se suscita. ¿Por qué, se dice, los buenos no son durante la mitad
de su existencia mejores que los malos, puesto que todos los hombres
se parecen durante el sueño? Porque el sueño, puede responderse, es la
inacción del alma y no el acto del alma. He aquí también por qué si se
considera alguna otra parte del alma, por ejemplo, la parte nutritiva, la
virtud de esta parte no es una parte de la virtud entera del alma, así
como tampoco está contenida en ella la virtud del cuerpo. La parte
nutritiva es la que obra durante el sueño con mas energía, mientras que
la sensibilidad y el instinto son imperfectos y casi nulos. Pero si
entonces hay aún algún movimiento, los ensueños mismos de los
buenos valen más que los de los malos, fuera de los casos de
enfermedad o de sufrimiento.
Todo esto nos conduce a estudiar el alma, porque la virtud
pertenece al alma esencialmente, y no por un simple accidente.
Pero como la virtud que queremos conocer es la accesible al hombre,
sentemos desde luego que hay en el alma dos partes dotadas de razón
aunque no de la misma manera, pues que están destinadas la una para
mandar y la otra para obedecer a aquella a la que naturalmente
escucha. En cuanto a esa otra parte del alma que puede pasar por
irracional en otro concepto, la dejaremos aparte por el momento.
Tampoco nos importa mucho saber si el alma es divisible o indivisible,
teniendo como tiene diversos poderes y las facultades que se acaban de
enumerar, al modo que en un objeto curvo lo convexo y lo cóncavo son
absolutamente inseparables, como lo son en una superficie lo recto y lo
blanco. Sin embargo, lo recto no se confunde con lo blanco, o, por lo
menos, sólo es lo blanco por accidente, y no es la substancia de una
misma cosa. Tampoco nos ocuparemos de ninguna otra parte del alma,
si es que la hay; por ejemplo, de la parte puramente vegetativa. Las
partes que hemos enumerado son exclusivamente propias del alma
humana, y, por consiguiente, las virtudes de la parte nutritiva y de la
parte concupiscible no pertenecen verdaderamente al hombre, porque
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desde el momento en que un ser es hombre es preciso que haya en él
razón, manda al apetito y a las pasiones y es por tanto indispensable
que el alma del hombre tenga estas diversas partes. Y así como la
buena disposición del cuerpo y su salud consisten en las virtudes
especiales de cada una de sus partes diferentes.
Hay dos clases de virtudes, la una moral y la otra intelectual;
porque no alabamos sólo a los hombres porque son justos, sino
también porque son inteligentes y sabios. Antes dijimos que la virtud o
las obras que ella inspira son dignas de alabanza, y si la sabiduría y la
inteligencia no obran por sí mismas, provocan, por lo menos, los actos
que proceden de ellas. Las virtudes intelectuales van siempre
acompañadas por la razón, y, por consiguiente pertenecen a la parte
racional del alma, la cual debe mandar al resto de las facultades, en
tanto que está dotada de razón. Por lo contrario, las virtudes morales
corresponden a esta otra parte del alma que, sin poseer la razón, está
hecha, por naturaleza, para obedecer a la parte que posee la razón;
porque, hablando del carácter moral de alguno, no decimos que es
sabio o hábil, sino que decimos, por ejemplo, que es dulce o ardiente.
Se ve, pues, que lo que tenemos que hacer en primer lugar es estudiar
la virtud moral, ver lo que es y cuáles son sus partes, porque éste es el
punto a que nos dirigimos; y aprender también por qué medios se
adquiere. Nuestro método será el mismo que se sigue siempre cuando
se tiene ya precisado el asunto de investigación, es decir, que partiendo
de datos verdaderos, pero poco claros, procuraremos llegar a las cosas
que sean verdaderas y claras a la vez.
Nos hallamos en el mismo caso que uno que dijese que la salud es
el mejor estado del cuerpo, y añadiese que Corisco es el más negro de
todos los hombres que están en este momento en la plaza pública.
Ciertamente, en una o en otra de estas aserciones podría haber algo que
se nos escapara; mas, sin embargo, para saber precisamente lo que son
estas dos ideas, la una con relación a la otra, es bueno tener,
previamente, esta vaga noción de ellas. Supondremos, en primer lugar,
que el mejor estado es producido por los mejores medios, y que lo
mejor que puede hacerse para cada cosa procede siempre de la virtud
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de esta cosa. En este caso por ejemplo, los trabajos y los alimentos
mejores son los que producen el estado más perfecto del cuerpo, y, a su
vez, el estado perfecto del cuerpo permite que se entregue uno más
activamente a los trabajos de todos géneros. Podría añadirse que el
estado de una cosa, cualquiera que ella sea, se produce y se pierde a
causa de los mismos objetos tomados de tal o de cual manera; y que así
la salud se produce y se pierde según la alimentación que se toma,
según el ejercicio que se hace y según los momentos que se escogen al
efecto. Si hubiera necesidad, la inducción probaría todo esto con la
mayor evidencia. De todas estas consideraciones puede concluirse,
desde luego, que la virtud es en el orden moral esta disposición
particular del alma producida por los mejores movimientos, y que, por
otra parte, inspira los mejores actos y los mejores sentimientos del
alma humana. Y así las mismas causas, obrando en un sentido o en
otro, hacen que la virtud se produzca o se pierda. En cuanto a su uso,
se aplica a las mismas cosas mediante las cuales ella se acrece o se
destruye, y con relación a las que da también al hombre la mejor
disposición que pueda tener. La prueba es que así la virtud como el
vicio se refieren a los placeres y a los dolores, porque los castigos
morales, que son como remedios suministrados en este caso por los
contrarios, lo mismo que todos los demás remedios, proceden de estos
dos contrarios que se llaman el placer y el dolor.
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CAPÍTULO II
DE LA VIRTUD MORAL
Evidentemente, la virtud moral se refiere a todo lo que pude
causar placer o dolor. Lo moral, como lo indica su nombre, viene de
las costumbres, es decir de los hábitos; y el hábito se forma poco a
poco, como resultado de un movimiento que no es natural e innato,
sino que se repite frecuentemente; sucediendo lo mismo con los actos
que con el carácter. Es un fenómeno que no encontramos en los seres
inanimados; aunque arrojáramos mil veces una piedra al aire, nunca
subirá sin la fuerza que la impulsa. Y así la moralidad, el carácter
moral del alma, relativamente a la razón, que debe mandar siempre,
será la cualidad especial de esta parte que sólo es capaz de obedecer a
la razón. Digamos, pues, sin vacilar, a qué parte del alma se refiere lo
que se llaman costumbres o hábitos. Las costumbres se referirán a esas
facultades de las pasiones, en cuya virtud se dice de los hombres que
son capaces de tales o cuales pasiones, y a estos estados de pasiones
que hacen que se designe a los hombres con el nombre de estas mismas
pasiones, según que las sienten o se manifiestan impasibles ante ellas.
Podría llevarse esta división más lejos aún, y aplicarla en cada caso
especial a las pasiones, a los poderes que ellas suponen y a las maneras
de ser que ellas determinan. Llamo pasiones a los sentimientos, tales
como la cólera, el miedo, el pudor, el deseo y todas esas afecciones que
tienen en general por consecuencia un sentimiento de placer o de pena.
No se muestra en ellas cualidad alguna del alma, hablando
propiamente, sino que el alma es completamente pasiva. La cualidad
que caracteriza al sujeto se encuentra sólo en las potencias o facultades
que posee. Entiendo por potencias las que hacen que se distingan los
individuos según que obran experimentando tales o cuales pasiones, lo
cual obliga a que se los llame, por ejemplo, coléricos, insensibles,
enamorados, modestos, imprudentes. En fin, entiendo por modos
morales de ser todas las causas que hacen que estas pasiones o
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sentimientos sean conformes a la razón o contrarios a ella, como el
valor, la prudencia, la cobardía, la relajación, etcétera.
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CAPÍTULO III
ENUMERACIÓN DE ALGUNAS VIRTUDES Y DE
LOS DOS VICIOS EXTREMOS
Sentado esto, es preciso recordar que en todo objetó continuo y
divisible se pueden distinguir tres cosas: un exceso, un defecto y un
medio. Estas distinciones pueden considerarse, ya con relación a las
cosas mismas, ya con relación a nosotros; por ejemplo, se puede
estudiar en la gimnástica, en la medicina, en la arquitectura, en la
marina o en cualquier otro desenvolvimiento de nuestra actividad, sea
o no científico, sea conforme con las reglas del arte o contrario a ellas.
El movimiento, en efecto, es una continuidad, y la acción no es más
que un movimiento. En todas las cosas, el medio, con relación a
nosotros, es lo mejor y lo que nos prescriben la ciencia y la razón.
Siempre y en todas las cosas, el medio tiene la ventaja de producir el
mejor modo de ser, lo cual puede demostrarse, a la vez, por la
inducción y por el razonamiento. Y así, los contrarios se destruyen
recíprocamente, y los extremos son, a la vez, opuestos entre sí y
opuestos al medio, porque este medio es uno y otro extremo
relativamente a cada uno de ellos; por ejemplo, lo igual es más grande
que lo más pequeño, y más pequeño que lo más grande. De aquí que,
como consecuencia necesaria, la virtud moral debe consistir en ciertos
medios y en una posición media. Resta, pues, que indaguemos qué
término medio es la virtud y a qué medios se refiere. Para tener
ejemplos a la vista, tomémoslos del siguiente cuadro, en el cual
podremos estudiarlos:
Irascibilidad, impasibilidad, dulzura;
Temeridad, cobardía, valor;
Impudencia, embarazo, modestia;
Embriaguez, insensibilidad, templanza;
Aborrecimiento ..., indignación virtuosa;
Ganancia, pérdida, justicia;
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Prodigalidad, avaricia, liberalidad;
Fanfarronería, disimulación, amistad;
Complacencia, egoísmo, dignidad;
Molicie, grosería, paciencia;
Vanidad, bajeza, magnanimidad;
Fastuosidad, mezquindad, magnificencia;
Picardía, tontería, prudencia.
Todas estas pasiones u otras análogas se encuentran en el alma, y
todos los nombres que se les da se toman del exceso o del defecto que
cada una representa. Y así, el hombre irascible es el que se deja llevar
de la cólera más o más pronto de lo que debe, o en más casos de los
debidos. El hombre impasible es el que no sabe irritarse contra quien,
cuando y como debe irritarse. El temerario es el que no teme lo que
debe temer como y cuando es preciso temer; el cobarde es el que teme
por lo que no debe temer como y cuando no debe temerse. Y lo mismo
pasa con el hombre de costumbres relajadas y con aquel cuyos deseos
traspasan toda medida, siempre que puede abandonarse sin freno a sus
extravíos, mientras que el insensible carece de los deseos que es bueno
tener y que autoriza la naturaleza, y no es más sensible que una piedra.
El hombre codicioso es el que sólo quiere ganar sin reparar en los
medios y el hombre que podía llamarse hombre abandonado, que
pierde, es el que no sabe ganarlo, o, por lo menos, que hace ganancias
miserables. El fanfarrón es el que se alaba de tener más que tiene; y el
disimulado es el que finge, por lo contrario, tener menos que posee. El
adulador es el que alaba a otros más de lo que merecen; el hombre
hostil es el que les alaba menos de lo que conviene. La complacencia
busca con excesivo cuidado el placer para otro; y el egoísmo consiste
en no hacer esto, sino raras veces y con dificultad. El que no sabe
soportar el dolor, ni cuando convendría soportarlo, es un hombre flojo.
El que soporta todos los sufrimientos sin distinción no tiene
precisamente nombre especial, pero por metáfora se le puede llamar un
hombre duro, grosero, hecho para sufrir la miseria y el mal. El
vanidoso es el que aspira a más que merece; el hombre de corazón bajo
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es el que se atribuye menos que lo que le corresponde. El pródigo es el
que es exagerado en toda especie de gastos; el ruin, extraño a la
liberalidad, es el que, incurriendo en el defecto opuesto, no hace
ninguno. Esta observación se aplica también a los avaros y fastuosos.
Éste va mucho más allá de lo conveniente; y aquél, por lo contrario,
queda muy atrás. El bribón es el que intenta siempre ganar más de lo
que debe ganar; el tonto es el que no sabe ganar cuando debe ganar
legítimamente. El envidioso es el que se aflige con la prosperidad de
los otros con más frecuencia de la debida, porque, por muy digno que
uno sea de la felicidad que disfruta, esta felicidad misma excita el dolor
del envidioso. El carácter contrario a éste no ha recibido nombre
particular, pero consiste en incurrir en el exceso de no afligirse al ver la
prosperidad de los que son indignos de ella y de manifestarse fácil en
esto, a la manera que lo son los glotones en materia de alimentos. El
otro carácter extremo es implacable a causa del odio que le devora.
Por lo demás, inútil sería definir cada uno de los caracteres y
demostrar que estos rasgos no son en ellos accidentales, porque,
ninguna ciencia teórica ni práctica dice ni hace cosa análoga para
completar sus definiciones; pues nunca se toman tales precauciones,
como no sea contra el charlatanismo lógico de las discusiones. Nos
limitaremos, pues.. a lo que acabamos de decir, y daremos
explicaciones más detalladas y precisas cuando hablemos de las
maneras de ser morales que son opuestas entre sí. En cuanto a las
especies diversas de estas pasiones, reciben sus nombres de las
diferencias que presentan estas pasiones mismas, por el exceso de
duración, de intensidad o de cualquier otro de los elementos que las
constituyen. Me explicaré. Se llama irascible al que experimenta el
sentimiento de la cólera más pronto de lo que conviene; se llama duro
y cruel al que lo lleva demasiado lejos; rencoroso al que gusta
conservar la ira; violento e injurioso el que llega hasta la sevicia a que
conduce la cólera. Se llamarán tragones, borrachos o glotones a
aquellos que en todos los goces a que provocan los alimentos se dejan
arrastrar hasta las cosas más groseras, que reprueba la razón.
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No debe olvidarse, además, que ciertas denominaciones de los
vicios no nacen de tomarse las cosas de tal o de cual manera, ni de que
se las tome con más furor del que conviene. Y así no es uno adúltero,
porque trate más de lo justo con mujeres casadas, ni se entiende en este
sentido el adulterio; sino que el adulterio mismo es una perversidad, y
basta un sólo acto para dar este nombre a la pasión que conduce a este
crimen y al carácter del que se entrega a él. Observación análoga puede
hacerse respecto de la insolencia, que conduce hasta el ultraje. Pero en
tales circunstancias nunca faltan motivos de disculpa, y se dice que se
ha cohabitado con la mujer, en vez de decir que se ha cometido un
adulterio; se dice que no se sabía quién era la mujer que se amaba, o
que se ha visto uno forzado a hacer lo que ha hecho. Lo mismo se
alega respecto a la insolencia, diciendo que es posible golpear a alguno
sin ultraje; y siempre se encuentran excusas análogas para todas las
demás faltas que se pueden cometer.
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CAPÍTULO IV
DE LAS VIRTUDES INTELECTUALES Y
MORALES
Después de todas estas consideraciones, es preciso decir que
teniendo el alma dos partes diferentes, también las virtudes se dividen
en dos clases, según que pertenecen a una de estas dos partes distintas.
Las virtudes de la parte que posee la razón son las intelectuales, su
objeto es la verdad, y se ocupan ya de la naturaleza de las cosas, ya de
su producción. Las otras virtudes pertenecen a la parte del alma que es
irracional, y que no posee más que el instinto, porque por más que el
alma e esté dividida en partes, no todas ellas poseen el instinto. Es
sabido que el carácter moral es necesariamente bueno o malo, según
que se buscan o se evitan ciertos placeres o ciertas penas. Esto mismo
resulta evidentemente de las divisiones que hemos sentado entre las
pasiones, las facultades y los modos morales de ser. Las facultades y
los modos de ser se refieren a las pasiones, y las pasiones mismas están
definidas y determinadas por el placer y el dolor. Resulta de aquí y de
los principios anteriormente expuestos, que toda virtud moral hace
relación a las penas y a los placeres que el hombre experimenta, porque
el placer sólo puede dirigirse a las cosas que hacen naturalmente al
alma humana peor o mejor, y sólo en ella se encuentra. No se llama a
los hombres viciosos sino a causa de sus goces y de sus dolores,
porque buscan los primeros y evitan los segundos de una manera nada
conveniente, o bien buscan o evitan los que no debían buscar ni evitar.
Así, todos convienen fácilmente en que las virtudes consisten en cierta
apatía, en cierta calma respecto de los placeres y las penas, y que los
vicios consisten precisamente en lo contrario.
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CAPÍTULO V
DE LA VIRTUD MORAL
Después de haber reconocido que la virtud es esta manera de ser
moral que nos hace obrar lo mejor posible, y que nos dispone lo más
completamente que puede ser para hacer el bien; después de haber
reconocido que el bien supremo en la vida consiste en conformarse con
la recta razón, es decir, que es lo que ocupa el justo medio entre el
exceso y el defecto relativamente a nosotros, es imprescindible
reconocer también que la virtud moral es para cada individuo en
particular un cierto medio o un conjunto de medios, en lo que
concierne a sus placeres y a sus penas, a las cosas agradables y
dolorosas que pueda sentir. Unas veces el medio se hallará sólo en los
placeres, en que se encuentran igualmente el exceso y el defecto; otras
sólo se hallará en las penas, y algunas en los dos a la par. El hombre
que incurre en un exceso de alegría, por esto mismo siente un exceso
de placer, y el que tiene un exceso de pena peca en el sentido contrario.
Estos excesos, por otra parte, pueden ser absolutos o relativos a un
cierto límite, que no deberían traspasar; como, por ejemplo, cuando se
experimentan estos sentimientos de distinta manera que los demás,
mientras que el hombre bien organizado siente las cosas como deben
sentirse. De otro lado, como hay cierto estado moral que hace que los
que se encuentran en él pueden incurrir, respecto de una sola y misma
cosa, en el exceso o en el defecto, siendo estos excesos contrarios entre
sí y con relación al medio que los separa, necesariamente, estos estados
han de ser igualmente contrarios entre sí y contrarios a la virtud.
Sucede, sin embargo, que unas veces las oposiciones extremas son
ambas muy evidentes, y otras que la oposición por exceso lo es más, y
algunas veces también la oposición por defecto. La causa de estas
diferencias consiste en que no siempre nos dirigimos a los mismos
grados de desigualdad o de semejanza con relación al medio, sino que
a veces se pasa más fácilmente del exceso, y a veces también del
defecto al estado medio, y entonces el vicio parece tanto más contrario
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al medio cuanto está más distante de él. Así, por ejemplo, con respecto
al cuerpo, el exceso de fatiga vale más para la salud que la falta de
ejercicio, y está más próximo al medio, mientras que, por el contrario,
respecto de la alimentación es el defecto, más que el exceso, el que se
aproxima al medio. Por consiguiente, los hábitos que se escogen por
gusto, por ejemplo, los ejercicios gimnásticos, contribuyen más a la
salud en uno y otro sentido, ya se fatigue uno con algo de exceso, ya se
trabaje algo menos de lo que sería conveniente. Obrarán de un modo
contrario al justo medio bajo esta relación y resistirán a la razón, de un
lado, el hombre que nada se fatiga y no hace ejercicio de ninguna de
las maneras que acabo de indicar, y de otro, el que prefiere todas las
debilidades de la molicie y no espera jamás al hambre. Estas
diversidades nacen de que la naturaleza no está en todas las cosas
igualmente distante del medio, y de que tan pronto amamos más el
trabajo como amamos más el placer. Lo mismo sucede respecto al
alma. Miramos como contrario al justo medio o la disposición que, en
general, nos arrastra a cometer más faltas, y que es la más ordinaria; en
cuanto a la otra, la ignoramos como si no existiese; y pasa para
nosotros inadvertida a causa de su misma debilidad, que nos impide
sentirla. Y así, la cólera nos parece la cosa verdaderamente contraria a
la dulzura, y el hombre colérico lo contrario del hombre suave. Y, sin
embargo, puede caerse en el exceso de ser demasiado accesible a la
compasión, de reconciliarse con demasiada facilidad, y de no irritarse
ni aun cuando abofetean a uno. Es cierto que estos caracteres son muy
raros, y que, en general, se peca más bien por el exceso opuesto, no
estando la cólera dispuesta a ser aduladora de nadie.
En resumen, hemos formado el catálogo de los modos de ser
morales según cada pasión, con sus excesos y sus defectos, y de los
modos de ser contrarios que colocan al hombre en el camino de la recta
razón, a reserva de ver más adelante lo que es precisamente la recta
razón, y cuál es el límite que debe tenerse en cuenta para discernir el
verdadero medio, de lo cual es una consecuencia evidente que todas las
virtudes morales y todos los vicios se refieren ya al exceso, ya al
defecto de los placeres y de las penas, y que los placeres y las penas
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sólo proceden de los modos de ser y de las pasiones que hemos
indicado. Por tanto, la mejor manera de ser moral es la que subsiste en
el medio en cada caso, y, por consiguiente, es igualmente claro que
todas las virtudes, o por lo menos algunas de ellas, no son más que
medios reconocidos por la razón.
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CAPÍTULO VI
DEL HOMBRE CONSIDERADO COMO CAUSA
Tomemos ahora, para el estudio que vamos a hacer, otro
principio, que es el siguiente: todas las substancias, según su
naturaleza, son principios de cierta especie, y esto es lo que hace que
cada una de ellas pueda engendrar otras muchas substancias
semejantes; así, por ejemplo, el hombre engendra hombres, el animal
engendra generalmente animales, y la planta, plantas. Pero, además de
esta ventaja, el hombre tiene entre los animales el privilegio especial
de ser el principio y la causa de ciertos actos, porque de ningún otro
animal puede decirse, como del hombre, que realmente obra. Entre los
principios, lo son en grado eminente los que son el origen primordial
de los movimientos, y con razón se da el nombre de principios a
aquellos cuyos efectos no pueden ser otros que los que son. Sólo Dios,
quizá, es un principio de este último género. Cuando se trata de causas
y de principios inmóviles, como los principios matemáticos, no
encontramos en ellos causas propiamente dichas; pero se las llama
también causas y principios por una especie de asimilación, porque, en
este caso, a poco que se trastorne el principio, todas las demostraciones
de que es origen, por sólidas que sean, resultan trastornadas con él,
mientras que las demostraciones mismas no pueden mudar,
destruyéndose las unas a las otras, a no ser que se destruya la hipótesis
primitiva y que nos hubiésemos valido para la demostración de esta
hipótesis primera.
El hombre, por lo contrario, es el principio de cierto movimiento,
puesto que la acción, que le es permitida, es un movimiento de cierto
orden. Pero como aquí, lo mismo que en todos los demás casos, el
principio es causa de lo que existe o se produce por él y como
consecuencia de él, podemos decir que en el movimiento del hombre
sucede lo mismo que en las demostraciones. Si, por ejemplo, teniendo
el triángulo sus ángulos iguales a dos rectos se sigue de aquí
necesariamente que el cuadrilátero tiene los suyos iguales a cuatro
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rectos, es evidente que la causa de esta conclusión es que los triángulos
tienen sus ángulos iguales a dos ángulos rectos. Si la propiedad del
triángulo muda, es preciso que el cuadrilátero mude también y si el
triángulo, cosa imposible, tuviese sus ángulos iguales a tres rectos, el
cuadrilátero tendría los suyos iguales a seis; y si el triángulo tuviese
cuatro, el cuadrilátero tendría ocho. Pero si la propiedad del triángulo
no muda y subsiste tal como es, la propiedad del cuadrilátero debe
igualmente subsistir en la forma que se acaba de decir. Se ha
demostrado con plena evidencia en los Analíticos que este resultado,
que no hacemos más que indicar, es absolutamente necesario. Mas
aquí, no podíamos ni pasarlo completamente en silencio, ni dar más
detalles; que los que damos, porque si no hay medio de ascender hasta
otra causa que haga que el triángulo tenga esta propiedad, es porque
hemos llegado al principio mismo y a la causa de todas las
consecuencias que de ella se desprenden.
Pero como hay cosas que pueden ser lo contrario que ellas son, es
preciso que los principios de estas cosas sean igualmente variables,
porque todo lo que resulta de cosas necesarias es necesario corno ellas;
mientras que las cosas que proceden de esta otra causa designada por
nosotros pueden ser de otra manera de como son. En este caso se
encuentra muchas veces lo que depende del hombre y que sólo precede
de él, y he aquí cómo resulta que el hombre es causa y principio de una
multitud de cosas de este orden. Una consecuencia de esto es que en
todas las acciones respecto de las que el hombre es causa y soberano
dueño, es claro que ellas pueden ser o no ser, como que sólo de él
depende que estas cosas sucedan o no sucedan, puesto que es dueño de
que existan o no existan. Luego, el hombre es causa responsable de
todas las cosas que depende de él hacerlas o no hacerlas, y sólo de él
dependen todas las cosas de que es causa. Por otra parte, la virtud y el
vicio, lo mismo que los actos que de ellos se derivan son dignos unos
de alabanza y otros de reprensión. Ahora bien, no se alaban ni
vituperan las cosas que son resultado de la necesidad de la naturaleza o
del azar; sólo se alaban y vituperan aquellas de que somos nosotros
causa, porque siempre que es otro el causante, sobre él han de recaer la
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alabanza y el vituperio. Es, pues, muy evidente que la virtud y el vicio
sólo se refieren a cosas de que es uno causa principio. Tendremos, por
tanto, que indagar de qué actos es el hombre realmente causa
responsable y principio. Estamos todos conformes en que en las cosas
que son voluntarias y que resultan del libre albedrío, cada cual es causa
de ellas y responsables, y que en las cosas involuntarias no es uno la
verdadera causa de lo que sucede. Evidentemente, son voluntarias
todas aquellas que se han hecho después de una deliberación y elección
previas, y, por consiguiente, también es evidente que deben clasificarse
entre los actos voluntarios del hombre la virtud y el vicio.
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CAPÍTULO VII
DE LO VOLUNTARIO Y DE LO INVOLUNTARIO
Es preciso estudiar qué son lo voluntario y lo involuntario, y qué
es la preferencia reflexiva o libre arbitrio, puesto que la virtud y el
vicio resultan determinados por estas condiciones. Ocupémonos, en
primer lugar, de lo voluntario y de lo involuntario. Un acto, al parecer,
sólo puede tener uno de estos tres caracteres; o procede del apetito, o
de la reflexión, o de la razón. Es voluntario cuando es conforme a una
de estas tres cosas; es involuntario cuando es contrario a una de ellas.
Pero el apetito se divide en tres ramas: la voluntad, el corazón y el
deseo. Por consiguiente, es preciso admitir una división análoga en el
acto voluntario, y considerarle, en primer lugar, con relación al deseo.
Ocurre, a primera vista, que todo lo que se hace por deseo es
voluntario, porque lo involuntario parece ser siempre una coacción. La
coacción, resultado de la fuerza, siempre es penosa, como lo es todo lo
que se hace o se padece por necesidad; y como dice muy bien Eveno:
Todo acto necesario es un acto penoso.
Y así, puede decirse que si una cosa es penosa, es porque es forzada, y
que si es forzada, es penosa. Pero todo lo que se hace contra el deseo es
penoso, puesto que el deseo sólo se aplica a un objeto agradable; por
consiguiente, es un acto forzado e involuntario. Recíprocamente, lo
que se hace según el deseo es voluntario, porque estas afirmaciones
son siempre contrarias entre sí; debiendo añadirse a esto que toda
acción viciosa hace al hombre peor. Y así, la intemperancia es
ciertamente un vicio; y el intemperante es aquel que, con tal de
satisfacer su deseo, es capaz de obrar contra su propia razón, y hace un
acto de intemperancia cuando obra según el deseo que le domina. Pero
no es uno culpable sino porque quiere, de donde se sigue que el
intemperante se hace culpable porque obra según lo pide su pasión.
Obra, pues, con plena voluntad, y lo que es conforme a la pasión es
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siempre voluntario. Sería un absurdo creer que al hacerse
intemperantes los hombres se hacen menos culpables.
Resulta de estas consideraciones que, al parecer, lo que es con.
forme al deseo es voluntario. Pero he aquí otras que parecen probar lo
contrario. Todo lo que se hace libremente, se hace queriéndolo; y todo
lo que se hace queriéndolo, se hace libremente. Nadie quiere lo que
cree que es malo; y así, el intemperante, que se deja dominar por su
pasión, no hace lo que quiere, porque hacer, para contentar el deseo, lo
contrario de lo que se cree mejor, es dejarse arrastrar por la pasión.
Resulta, por consiguiente, de estos argumentos contrarios que el mismo
hombre obrará voluntaria e involuntariamente; lo cual es
manifiestamente imposible. De otro lado, el templado obrará bien, y
hasta puede decirse que obrará mejor que el intemperante, porque la
templanza es una virtud, y la virtud hace a los hombres mejores.
Ejecuta un acto de templanza cuando obra según su razón y contra su
deseo. De aquí una nueva contradicción, porque si conducirse bien es
voluntario, como lo es conducirse mal, y si no se puede negar que estas
dos cosas son perfectamente voluntarias, o, por lo menos, que siendo la
una voluntaria lo tiene que ser la otra necesariamente, se sigue de aquí
que lo que se hace contra el deseo es voluntario, y entonces el mismo
hombre hará una misma cosa a la vez voluntaria e involuntariamente.
El mismo razonamiento puede hacerse respecto del corazón y de
la cólera, porque también hay templanza e intemperancia de corazón,
como la hay respecto al deseo. Lo que es contrario al sentimiento del
corazón es siempre penoso, y dominarlo es siempre violento. Por
consiguiente, si todo actos forzoso es involuntario, resulta de aquí que
todo lo que se hace por impulso del corazón es voluntario. Heráclito, al
parecer, consideraba irresistible este poder del corazón, cuando dice
que subyugarle es cosa muy penosa:
"Es difícil resistir a la ira, que halaga al corazón, el cual goza con
ella.”
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Pero si es imposible obrar voluntaria e involuntariamente en el
mismo momento y respecto de la cosa misma, puede decirse que lo que
conforma con la voluntad es más libre que lo que conforma con la
pasión o el corazón. La prueba es que hacemos voluntariamente una
multitud de cosas sin el auxilio de la cólera ni de la pasión.
Resta, pues que examinemos si son una misma cosa la voluntad y
la libertad. Estimamos imposible confundirlas, porque hemos supuesto,
y así nos lo parece siempre, que el vicio hace a los hombres peores, y
que la intemperancia es un vicio de cierta especie. Pero aquí resultaría
todo lo contrario, porque nadie quiere aquello que cree ser malo, y sólo
lo hace cuando, arrastrado por la intemperancia, no es dueño de sí
mismo. Luego, si hacer el mal es un acto libre, y el acto libre es el que
se hace según la voluntad, no se hace tampoco mal cuando uno se hace
intemperante, porque se pierde todo dominio sobre sí mismo, y
entonces es uno hasta más virtuoso que antes de dejarse llevar por la
intemperancia, que nos ciega. Pero, ¿quién no ve que todo esto es
absurdo? Yo concluyo de aquí que obrar libremente no es obrar según
el apetito, y que no es obrar sin libertad el obrar contra él; y añado que
el acto voluntario no es tampoco el que se hace precediéndole la
reflexión, y he aquí cómo lo pruebo. Antes se ha demostrado que lo
que es conforme a la voluntad no es forzado, y con más razón que todo
lo que se quiere, es perfectamente libre. Pero realmente lo único que
hemos demostrado es que se pueden hacer libremente cosas que no se
quieren. Ahora bien, hay una infinidad de cosas que hacemos sobre la
marcha por el solo hecho de que las queremos, mientras que jamás se
puede obrar inmediatamente, si ha de mediar la reflexión.
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CAPÍTULO VIII
DE LA COACCIÓN
Si es imprescindible, como ya hemos visto, que el acto libre y
voluntario se refiera a una de estas tres cosas, al apetito, a la reflexión,
a la razón, y si no se refiere a ninguna de las dos primeras, sólo queda
que el acto voluntario consista en hacer alguna cosa después de haber
aplicado a ella de cierta manera el pensamiento y la razón. Llevemos
un poco más adelante estas consideraciones, antes de llegar a la
definición que queremos dar de lo voluntario y de lo involuntario.
Paréceme que lo que caracteriza propiamente estas dos ideas es que en
un caso se obra por fuerza o coacción, y que en el otro no se obra de
este modo. En el lenguaje ordinario todo lo que es forzoso es
involuntario, y lo involuntario siempre es forzoso. Es preciso, por
tanto, examinar en primer lugar qué es la fuerza o la coacción, cuál es
su naturaleza y cuáles sus relaciones con lo voluntario y lo
involuntario.
Lo forzoso y lo necesario parecen, lo mismo que la fuerza y la
necesidad, opuestos a lo voluntario y a la persuasión, en lo que se
refiere a las acciones que el hombre puede ejecutar. En general, la
fuerza y la necesidad pueden aplicarse igualmente a las cosas
inanimadas; y así se dice, por ejemplo, que la fuerza y la necesidad
hacen que la piedra suba y que baje el fuego. Por lo contrario, cuando
las cosas conforman con su naturaleza y siguen su dirección propia, no
se dice que son violentadas por la fuerza; aunque es cierto que tampoco
se dice que en este caso sean conducidas voluntariamente; oposición
que no ha recibido nombre particular Pero cuando son arrastradas
contra esta tendencia natural, decimos que se mueven por fuerza. Lo
mismo sucede con los animales y con los seres vivos, que hacen y
padecen muchas cosas por la fuerza, cuando una causa exterior llega a
moverlos en sentido contrario a su tendencia natural. En los seres
inanimados el principio que los mueve es simple; pero en los seres
animados puede ser múltiple, porque el instinto y la razón no están
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siempre perfectamente de acuerdo. La fuerza obra de un modo absoluto
en los animales, con excepción del hombre, precisamente como obra
de las cosas inanimadas, porque en ellos la razón y el instinto no se
combaten, y estos seres sólo viven conforme al instinto que los
domina. En el hombre, por lo contrario, se encuentran los dos móviles,
y funcionan en él en aquella edad en que suponemos que tiene la
facultad de obrar. Y así no decimos que el niño obra, hablando
propiamente, como no obra el animal; y el hombre no obra
verdaderamente sino cuando obra con su razón. Todo lo que es forzado
siempre es penoso, como ya hemos dicho, y nadie obra por fuerza con
placer. Esto es lo que da lugar a tanta obscuridad en la cuestión relativa
al templado y al intemperante. Ambos obran sintiendo cada cual en si
tendencias contrarias; el templado obra por fuerza, según se pretende,
librándose de las pasiones que lo solicitan, y ciertamente padece al
resistir al deseo que le arrastra en un sentido opuesto. Por su parte, el
intemperante obra también por la fuerza al luchar contra la razón, que
querría ilustrarle. Sin embargo, el intemperante, debe padecer menos a
lo que parece, porque el deseo siempre tiende al placer y se le presta
siempre obediencia con cierta alegría. Por consiguiente, el
intemperante obra más voluntariamente, y con menos razón puede
decirse de él que obra por fuerza, puesto que no obra con pena y
sufrimiento. En cuanto a la persuasión es por completo lo opuesto a la
fuerza y, a la necesidad; el hombre templado sólo ejecuta las cosas
respecto de las que tiene convicción, y obra, no por fuerza, sino muy
voluntariamente; mientras que el deseo arrastra sin haber persuadido
antes, porque no participa ni aun en pequeña parte de la razón.
Se ve, pues, que en este sentido es en el que puede decirse que
sólo los intemperantes obran por fuerza e involuntariamente, y se
comprende bien el porqué; es que en ellos se verifica una cosa que se
parece a la coacción y a la fuerza que observamos en los objetos
inanimados. Pero si se relaciona esto con lo que se ha dicho antes en la
definición propuesta, tendremos precisamente la solución que se busca.
Y así, cuando una cosa exterior impulsa o detiene un cuerpo cualquiera
en sentido opuesto a su tendencia, decimos que es movido por la
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168
fuerza, y en el caso contrario decimos que no es movida por la fuerza.
Ahora bien, al hombre templado y al intemperante la tendencia que
cada uno tiene en sí es la que los arrastra; tienen en sí mismos los dos
principios, y, por consiguiente, ni uno ni otro obran por fuerza, porque
ambos obran libremente a virtud de estos dos móviles, sin necesidad de
que se los fuerce. Llamamos, en efecto, necesidad al principio exterior
que impulsa o que detiene un cuerpo contra su tendencia natural, como
si alguno cogiese vuestra mano para pegar a otro a pesar de vuestra
resistencia y contra vuestra voluntad y deseo. Pero desde el momento
que el principio es interior, ya no hay violencia, puesto que entonces el
placer y la pena pueden producirse en los dos casos. En efecto, el que
se domina y permanece templado experimenta cierto dolor al obrar
contra su deseo; pero goza, al mismo tiempo, con el placer que le
produce la esperanza de sacar ulteriormente ventaja de su
comportamiento, o la seguridad de conservar actualmente su salud. Por
su parte, el intemperante goza gustando, a causa de su intemperancia,
del objeto de su deseo; pero siente dolor por las consecuencias que
prevé, porque sabe muy bien que ha cometido una falta. En resumen,
se puede afirmar con alguna razón que uno y otro, el templado y el
intemperante, obran por fuerza, y que ambos obran en cierto modo a
pesar suyo bajo la coacción del apetito y de la razón, porque, como
estos dos móviles son opuestos, se rechazan recíprocamente uno a otro;
y esto hace que por extensión se atribuya este fenómeno al alma entera,
porque se ve que una de sus partes tiene algo de análogo. Esto, sin
duda, es exacto si se aplica a sus partes, pero el alma entera del hombre
templado y del intemperante obra voluntariamente, sin que ni uno ni
otro obren por coacción, siendo sólo uno de los elementos que residen
en ellos mismos el que obra por fuerza, puesto que tenemos
naturalmente en nosotros los dos móviles a la vez. La naturaleza quiere
que sea la razón la que mande, puesto que la razón debe existir en
nosotros cuando nuestra organización nativa está abandonada a su
propio desenvolvimiento y no ha sufrido alteración, lo cual no impide
que la pasión y el deseo tengan también en ella su asiento, puesto que
las hemos también recibido a la par que la vida. En efecto, por estos
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dos caracteres determinamos casi exclusivamente la verdadera
naturaleza de los seres: de un lado, por las cosas que pertenecen a
todos los seres de la misma especie desde que han nacido; y de otro,
por las cosas que pasan más tarde en ellos cuando se deja su
organización primitiva desenvolverse regularmente, como la blancura
de los cabellos, la ancianidad y todos los demás fenómenos análogos.
En resumen, puede decirse que ni el templado ni el intemperante obran
conforme a la naturaleza; pero, absolutamente hablando, el hombre
templado y el intemperante obran según su propia naturaleza, sólo que
esta naturaleza no es la misma en uno que en otro.
He aquí las cuestiones suscitadas con respecto al hombre
templado y al intemperante. ¿Son ambos violentados y forzados?
¿Obra sólo uno de ellos como resultado de una coacción? El templado
y el intemperante ¿obran sin quererlo? ¿Obran ambos, a la vez, por
fuerza y voluntariamente? Y si el acto impuesto por la violencia es
siempre involuntario, ¿puede decirse que obran, a la vez con plena
voluntad y por fuerza? Con las explicaciones que hemos dado se
puede, a nuestro parecer, responder a todas estas dificultades.
En otro sentido se dice también que se obra por fuerza y por
necesidad, sin que el paetito y la razón estén en desacuerdo, cuando se
hace una cosa penosa y mala, pero que, de no hacerla, estaría uno
expuesto a ser maltratado, reducido a prisión o condenado a muerte. En
todos estos casos se dice que se ha obedecido a una necesidad; ¿acaso
esta hipótesis es inexacta? ¿En todo esto no se obra siempre con libre
voluntad? ¿Y no puede uno negarse siempre a lo que se exige de
nosotros, soportando todos los sufrimientos con que se nos amenaza?
Hay aquí ciertos puntos que pueden admitirse, y otros que es preciso
realizar. Siempre que se trata de cosas que depende de nosotros el
hacerlas o no hacerlas, desde el momento que se hacen, aunque sea no
queriéndolas, se hacen libremente y no por fuerza. Respecto a las cosas
que, por lo contrario, no dependen de nosotros, puede decirse que hay
una coacción, si bien no una coacción absoluta, puesto que el ser
mismo no escoge lo que hace precisamente, sino que sólo escoge el fin
en cuya vista obra como obra. Esta diferencia merece que se la tenga
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en cuenta. Por ejemplo, si para evitar uno que otro toque a su cuerpo,
llega hasta matarle, sería una excusa ridícula el decir que cometió la
muerte a pesar suyo y por necesidad. Era necesario que hubiera estado
expuesto a un mal más grande y más intolerable, si no hubiese obrado
como obró. Entonces es cuando se obedece a la necesidad y se obra por
fuerza; o, por lo menos, no se obra naturalmente cuando se causa mal
en defensa propia, o en vista de un cierto bien o de un mal mayor que
el que se quiere evitar, puesto que estas circunstancias no dependen de
nosotros. He aquí porqué con frecuencia se considera el amor como
involuntario, lo mismo que otros arrebatos del corazón y ciertas
emociones físicas que son, como suele decirse, más fuertes que
nosotros. En todos estos casos se excusan estas faltas, considerándolas
provocadas por causas que triunfan generalmente de la naturaleza
humana. Podría creerse que hay fuerza y coacción más bien cuando
hacemos algo por no experimentar un dolor demasiado fuerte que
cuando sólo obramos por evitar uno ligero; como también cuando
obramos por evitar un mal cualquiera más bien que cuando lo hacemos
para proporcionarnos un placer; porque, en general, se estima que
depende de uno lo que su naturaleza es capaz de soportar y se dice que
una cosa no depende de uno cuando su naturaleza no puede sufrirla, ni
aquélla es naturalmente conforme con su instinto y con su razón. He
aquí por qué al hablar de los entusiastas y de los adivinos que predicen
el porvenir, se afirma, no obstante ser sus juicios un acto de
pensamiento, que no depende de ellos decir lo que dicen, ni hacer lo
que hacen. Tampoco es uno dueño de sí mismo bajo el influjo de la
pasión, y puede asegurarse que hay pensamientos y sentimientos que
no dependen de nosotros, como tampoco los actos que son resultado de
estos pensamientos y de estos razonamientos. Esto es lo que obligó a
Filolao a decir con razón que hay ciertas ideas que son más fuertes que
nosotros.
En resumen, si debíamos, para analizar bien lo voluntario y lo,
involuntario, relacionarlos con la idea de fuerza y de coacción, nuestro
estudio está terminado, y es preciso pararnos aquí, porque los mismos
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que más vivamente niegan la libertad y que pretenden que sólo obran
forzados y cohibidos, no son menos libres al defender su opinión.
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CAPÍTULO IX
DEFINICIÓN DE LO VOLUNTARIO Y DE LO
INVOLUNTARIO
Conseguido nuestro objeto, que era probar que la libertad no se
define bien, ni por el apetito, ni por la reflexión, nos resta especificar la
parte que tienen en este fenómeno el pensamiento y la razón. Un
primer punto incontestable es que lo voluntario parece lo opuesto a lo
involuntario, y que obrar, sabiendo a lo que uno se dirige, cómo y por
qué se obra, es todo lo contrario de obrar ignorando a qué se dirige
uno, como y por qué se obra de la manera que se obra; hablo de una
ignorancia real y no indirecta. Y así podéis saber, en un caso dado, que
se trata de vuestro padre, y obráis como lo hacéis, no para matarle, sino
para salvarle; por ejemplo, las hijas de Pelias se engañaron de esta
manera. O bien cabe engañarse como lo hacen los que dan un brebaje,
creyendo que es un filtro o vino, cuando es un veneno. Lo que se hace
ignorando las personas, las cosas y los medios que se emplean, es
involuntario, y lo contrario es voluntario. Por tanto, todas las cosas que
el individuo hace, aunque dependa de él el no hacerlas, y todas las que
hace sin ignorarlas, y obrando por sí mismo, deben necesariamente
pasar por cosas voluntarias; y en esto consisten la libertad y lo
voluntario. Por lo contrario, todo lo que se hace ignorando lo que se
hace, y por lo mismo que se ignora, debe considerarse como
involuntario. Pero como el saber o el conocer puede entenderse en dos
sentidos: en el de poseer la ciencia o en el de servirse actualmente de
ella, el que posea la ciencia, pero que no la utiliza, puede, en un sentido
llamársele con razón ignorante, y en otro sentido no puede serlo
fundadamente; por ejemplo, si por una negligencia culpable no se sirve
de aquello que sabe. Recíprocamente, también uno que no posee la
ciencia, que no sabe, puede ser, a veces, reprendido con completa
justicia, si por pereza, por abandonarse al placer o por temor a la pena
ha descuidado adquirir una ciencia que le hubiera sido fácil y hasta
necesario poseer.
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Una vez que hemos añadido estas consideraciones a todas las que
preceden, demos por terminado lo que teníamos que decir acerca de lo
voluntario y de lo involuntario.
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CAPÍTULO X
DE LA INTENCIÓN
En seguida de lo dicho, analicemos la intención, después de haber
expuesto previamente las cuestiones teóricas que suscita esta materia.
La primera duda que se presenta al espíritu consiste en saber en qué
género se coloca naturalmente la intención, y a qué clase es preciso
referirla. ¿El acto voluntario y el acto hecho con intención son
diferentes el uno del otro, o son una sola y misma cosa? Algunos
sostienen, y si paramos la atención quizás es aceptable su dictamen,
que la intención es una de estas dos cosas: o la opinión o el apetito,
porque estos dos fenómenos acompañan siempre, al parecer, a la
intención. Es evidente, en primer lugar, que la intención no se
confunde con el apetito, porque sería entonces voluntad, deseo o
cólera, puesto que el apetito supone siempre que se ha experimentado
una u otra de estas impresiones. La cólera y el deseo pertenecen
igualmente a los animales, mientras que la intención nunca les
pertenece. Además, los seres, que reúnen estas dos facultades, hacen
con intención una multitud de actos en los que no entran para nada la
cólera ni el deseo, y cuando son arrastrados por deseo o por la pasión
ya no obran con intención. sino que son puramente pasivos. Añádase,
por último, que el deseo y la cólera van siempre acompañados de
alguna pena, mientras que hay muchas cosas en las que interviene
nuestra intención, sin que experimentemos el menor dolor.
Tampoco puede decirse que la voluntad y la intención sean una
misma cosa. A veces se quieren cosas imposibles sabiendo que lo son;
como, por ejemplo, reinar sobre todos los hombres o ser inmortal. Pero
nadie ha tenido nunca la intención de hacer una cosa imposible, si no
ignora que lo es, ni tampoco, en general, hacer lo que es posible,
cuando cree, por otra parte, que no está en situación de hacer o no
hacer la cosa. He aquí, pues, un punto evidente: que siempre el objeto
de la intención debe de ser, necesariamente, una cosa que sólo dependa
de nosotros. No es menos claro que la intención tampoco se confunde
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con la opinión o con el juicio, ni absolutamente con un simple objeto
del pensamiento.
La intención, como acabamos de decir, sólo puede aplicarse a
cosas que deben depender de nosotros. Pero pensamos en una multitud
de cosas que no dependen absolutamente de nosotros; por ejemplo, que
el diámetro es conmensurable. Además, la intención no es ni verdadera
ni falsa, como no lo es tampoco nuestro juicio en las cosas prácticas,
que sólo dependen de nosotros, cuando nos induce a creer que
debemos hacer o no hacer alguna cosa. Pero he aquí un punto común a
la voluntad y a la intención; y es que la intención nunca se aplica
directamente a un fin, y sí sólo a los medios que conducen a este fin.
Por ejemplo, nadie tiene la intención de mantenerse sano, sino que tan
sólo se tiene la intención de pasearse o de permanecer sentado con la
mira de la salud que se desea. Tampoco se tiene la intención de ser
dichoso, y sí la de adquirir fortuna o arrostrar un peligro para alcanzar
la felicidad. En una palabra, cuando se decide una cosa y se manifiesta
una intención, puede decirse siempre lo que se tiene intención de hacer
y aquello en vista de lo que se tiene esta intención. Hay aquí dos cosas
muy distintas; una, teniendo en cuenta la cual se tiene intención de
hacer la otra; y la segunda, que se tiene intención de hacer con la mira
de la primera. Ahora bien, lo que es eminentemente también el objeto
de la voluntad es el fin que se desea; y lo que es igualmente el objeto
de la opinión es, por ejemplo, que es preciso mantenerse sano y que es
preciso ser dichoso. Resulta, pues, completamente evidente, en vista de
estas diferencias que la intención no se confunde ni con el juicio u
opinión, ni con la voluntad. La voluntad y el juicio se aplican
esencialmente a un fin último, y la intención no.
Por tanto, es claro que, absolutamente hablando, la intención no
es la voluntad, ni el juicio, ni la concepción. ¿Pero en qué difiere de
todo esto? ¿Cuál es la relación precisa que tiene con la libertad y con lo
voluntario? Resolver estas cuestiones equivaldría a demostrar
claramente lo que es la intención.
Entre las cosas que pueden ser o no ser, hay algunas que son de
tal naturaleza que se puede deliberar sobre ellas; y otras en las que la
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deliberación no es posible. Las posibles, en efecto, pueden ser o no ser;
pero la producción de ellas no depende de nosotros, puesto que las
unas son producidas por la naturaleza y las otras por diversas causas.
Por tanto, no podría deliberarse sobre estas cosas, a no ignorar
absolutamente lo que son. Mas las cosas que no sólo pueden ser o no
ser, sino que es posible, además, que sean objeto de las deliberaciones
humanas, son precisamente las que depende de nosotros hacer o no
hacer. Y así, no deliberamos sobre lo que pasa en las Indias, ni sobre
los medios de convertir el círculo en cuadrado; porque lo que pasa en
las Indias no depende de nosotros, y la cuadratura del círculo no es
cosa factible. Es cierto que tampoco se delibera sobre todas las cosas
realizables, que no dependen más que de nosotros, lo cual es una nueva
prueba de que, absolutamente hablando, la intención y que pueden
hacerse son, necesariamente, de las que dependen de nosotros.
También, teniendo esto en cuenta, se podría preguntar: ¿En qué
consiste que los médicos deliberan sobre las cosas cuya ciencia poseen,
mientras que los gramáticos nunca deliberan? Porque, pudiendo
incurrirse en error de dos maneras, puesto que cabe engañarse por
efecto del razonamiento o de la simple sensación, cabe este doble
motivo de error en medicina; mientras e si en gramática se quisiera
discutir la sensación y el uso, sería cosa de nunca acabar.
No siendo la intención el juicio, ni la voluntad, tomados
separadamente, ni tampoco tomándolos juntos, porque la intención no
se produce nunca instantáneamente, mientras que se puede juzgar
sobre la marcha que es preciso obrar y querer en el instante mismo,
queda sólo que se componga de estos dos elementos unidos en cierta
medida, y encontrándose ambos en todo acto de intención. Pero es
preciso examinar de cerca cómo la intención puede componerse del
juicio y de la voluntad. Ya la palabra misma nos lo indica en parte,
porque la intención que entre dos cosas prefiere una es una tendencia a
escoger, no una elección absoluta, pero sí la elección de una cosa que
se coloca antes que otra. Ahora bien, esta elección no es posible sin
una deliberación y examen previos. Y así, la intención, la preferencia
reflexiva, nace de un juicio que va acompañado de voluntad y de
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deliberación. Pero, hablando propiamente, nunca se delibera sobre el
fin que uno se propone, porque el fin es el mismo para todo el mundo;
se delibera sólo sobre los medios que pueden conducir a este fin. Se
delibera, en primer lugar, para saber si tal o cual cosa es la que puede
conducirnos al fin, y, una vez que se ha juzgado que tal cosa conduce a
él, se delibera para saber cómo se adquirirá esta cosa. En una palabra,
deliberamos sobre el objeto que nos ocupa hasta que hemos sometido a
nosotros mismos y a nuestra iniciativa el principio que debe producir
todo lo demás. Luego, si no se puede aplicar la intención y la
preferencia, sin haber previamente examinado y pesado lo mejor y lo
peor, y si sólo se puede deliberar sobre lo que depende de nosotros
relativamente al fin que se busca en las cosas que pueden ser o no ser,
se sigue de aquí evidentemente que la intención o preferencia es un
apetito, un instinto capaz de deliberar sobre cosas que dependen de
nosotros; porque queremos siempre lo que hemos resuelto hacer,
mientras que no resolvemos siempre hacer lo que queremos. Llamo
capaz de deliberar a aquella facultad respecto de la que la deliberación
es el principio y la causa, y que hace que se desee una cosa porque se
ha deliberado sobre ella. Esto nos explica por qué la intención,
acompañada de la preferencia, no se encuentra en los demás animales,
y por qué el hombre mismo no la tiene en todas las edades ni en todas
circunstancias. Esto nace de que la facultad de deliberación, lo mismo
que la concepción de la causa, no se encuentran en ellos tampoco, y
aunque los más de los hombres tengan la facultad de juzgar si es
preciso hacer o no hacer tal o cual cosa, está muy distante de que
puedan todos decidirse en vista del razonamiento, mediante a que la
parte del alma que delibera es la que es capaz, de considerar y
comprender una causa. El porqué, la causa final, es una de las especies
de causa; toda vez que el porqué es causa; y el fin, en cuya vista otra
cosa existe o se produce, se llama causa. Así, por ejemplo, la necesidad
de recoger las rentas que se poseen es causa de que se haga un viaje, si
es cosa que se ha puesto uno en camino con la mira de realizar aquellos
recursos. He aquí cómo los que no se proponen ningún fin son
incapaces de deliberar.
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Podemos, pues, afirmar que el hombre, en punto a cosas que
depende de él hacer o no hacer, cuando las hace o las evita con
completa voluntad, las hace o se abstiene con conocimiento y no por
ignorancia; y, en efecto, hacemos muchas cosas de esta clase sin haber
pensado ni reflexionando previamente en ellas. De aquí, como
consecuencia necesaria, que lo intencional es siempre voluntario,
mientras que lo voluntario no es siempre intencional; o, en otros
términos, todas las acciones intencionales son voluntarias, mientras
que no todas las acciones voluntarias son intencionales. Esto nos
prueba al mismo tiempo que los legisladores han tenido razón para
dividir los actos y las pasiones del hombre en tres clases, voluntarios,
involuntarios y premeditados; y por más que no hayan en esto llegado
a una perfecta exactitud, no por eso han dejado de alcanzar en parte la
verdad. Pero éstas son cuestiones que trataremos al estudiar la justicia
y el derecho.
En cuanto a la intención o preferencia es evidente que no es
absolutamente ni la voluntad, ni el juicio, y que es el juicio y el apetito
reunidos cuando se resuelve y se decide un acto después de una
deliberación previa. Además, como cuando se delibera se hace siempre
en vista de algún fin que se quiere realizar, y hay siempre un objeto en
el cual tiene fijas sus miradas el que delibera para discernir lo que le
puede ser útil, resulta de aquí, lo repito, que nadie delibera,
propiamente hablando, sobre el fin; pero este fin es el principio y la
hipótesis inicial de todo lo demás, como lo son las hipótesis
fundamentales en las ciencias de pura teoría. Ya hemos expuesto algo
sobre este punto al principio de esta discusión, y lo hemos tratado con
el mayor detenimiento en los Analíticos. Por otra parte, el examen de
los medios que pueden conducir al fin que se desea puede hacerse con
la habilidad que inspira el arte o sin habilidad; por ejemplo, si se
delibera sobre si se deberá hacer o no la guerra, puede uno mostrarse
más o menos hábil en esta deliberación.
El punto que desde luego ha de merecer más atención es el de
saber en vista de qué debe obrarse, es decir, el porqué. ¿Es la riqueza lo
que se quiere? ¿O es el placer o cualquiera otra cosa el verdadero fin
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en vista del cual se obra? El hombre que delibera no lo hace sino
porque después de haber considerado el fin que quiere conseguir, cree
que el medio empleado puede hacer que este fin venga a él, o porque
este medio puede conducirle a él a ese mismo fin. El fin, por
naturaleza, siempre es bueno, lo mismo que el medio particular sobre
el cual se delibera especialmente. Por ejemplo, un médico delibera para
saber si administrará tal o cual remedio, y un general delibera para
saber el punto donde habrán de acampar las tropas, y en todos estos
casos el fin que se propone es bueno y es en absoluto lo mejor. Es un
hecho contrario a la naturaleza y que trastorna el orden de las cosas que
el fin no sea el bien verdadero, sino sólo la apariencia del bien. Esto
nace de que hay entre las cosas algunas que sólo pueden servir para el
uso especial a que la naturaleza las ha destinado. Esto sucede con la
vista, por ejemplo; no hay medio de ver las cosas a las que no se dirige
la vista, ni de oír las cosas sin la mediación del oído. Pero, por medio
de la ciencia pueden hacerse cosas cuya ciencia no se tiene; y así,
aunque la misma ciencia trata de la salud y de la enfermedad, no trata
de ellas de la misma manera, puesto que la una es conforme a la
naturaleza y la otra contraria a ella. Absolutamente en igual forma, en
el orden de la naturaleza la voluntad se aplica siempre al bien, y
cuando es contraria a la naturaleza es cuando se puede aplicar
igualmente al mal. Por naturaleza quiere el bien, y sólo quiere el mal
contra naturaleza y por perversidad. Pero la destrucción y la perversión
de una cosa no dan lugar a que adquiera al azar otro nuevo estado
cualquiera. Las cosas entonces pasan a ser sus contrarios y a los grados
intermedios, porque no es posible salir de estos límites, y el error
mismo no se produce indiferentemente en cosas tomadas al azar. El
error sólo se produce en los contrarios en todos los casos en que hay
contrarios; y, aun entre los contrarios, el error sólo tiene lugar en los
contrarios que lo son según el conocimiento que de ellos se tiene.
Hay, pues, una especie de necesidad de que el error y la intención
o preferencia reflexiva pasen del medio a los diversos contrarios, y el
más y el menos son los contrarios del medio o del término medio. La
causa del error es el placer o la pena que sentimos, porque estamos
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hechos de tal manera que el alma mira como un bien lo que le es
agradable, y lo que le es más agradable le parece mejor, así como lo
que es penoso le parece malo y lo que es mas penoso le parece también
peor. Esto mismo nos debe hacer ver claramente que el vicio y la
virtud sólo se refieren a los placeres y a las penas. En efecto, la virtud y
el vicio se aplican exclusivamente a actos en que podemos señalar
nuestra intención y nuestra preferencia. Pero la preferencia se aplica al
bien y al mal, o, por lo menos, a lo que nos parece tal, y en el sentido
ordinario de la naturaleza el placer y el dolor son el bien y el mal.
Además, hemos mostrado que toda virtud moral es siempre una especie
de medio en el placer y en la pena, y que el vicio consiste en el exceso
o en el defecto relativamente a las mismas cosas a que se refiere la
virtud. La consecuencia necesaria de estos principios es que la virtud
es este modo de ser moral que nos induce a preferir el medio en lo que
toca a nosotros mismos, así en las cosas agradables como en las
penosas; en una palabra, en todas las cosas que constituyen
verdaderamente el carácter moral del hombre, sea en la pena, sea en el
placer, porque jamás se dice de un hombre que tiene tal o cual carácter
por el simple hecho de que guste de las cosas dulces o de las amargas.
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CAPÍTULO XI
EL ACTO Y LA INTENCIÓN
Después de haber fijado todos estos puntos, veamos si la virtud
hace infalible la referencia y bueno el fin a que aspira, de tal manera
que la preferencia sólo escoja con intención lo que debe de hacerse, o
bien si como por algunos se pretende, es la razón la que ilustra a la
virtud. A decir verdad, esta virtud es el dominio de sí mismo, la
templanza, la cual no destruye, al parecer, la razón. Pero la virtud y el
dominio de sí mismo son dos cosas diferentes, como se probará más
tarde, y si se admite que es la virtud la que nos da una razón recta y
sana, es porque se supone que el dominio de sí es la virtud misma, y
que, por tanto, es verdaderamente digna de las alabanzas que se le
tributan.
Pero antes de hablar de esto, examinemos algunas cuestiones
preliminares. En muchos casos es muy posible que el fin que uno se
propone sea excelente, y, sin embargo, que se engañe en los medios
que conducen a él. Puede suceder, por lo contrario, que el fin sea malo,
y que los medios que se emplean sean muy buenos. En fin, puede
suceder que unos y otros sean igualmente erróneos. ¿Es la virtud la que
forma el fin? ¿Hace solamente las cosas que conducen a él? Creemos
que es ella la que constituye el fin, puesto que el que nos proponemos
no es consecuencia ni de un silogismo ni de un razonamiento.
Supongamos, pues, que el fin es, en cierta manera, el principio y el
origen de la acción. Por ejemplo, el médico, al parecer, no examina si
es preciso o no curar al enfermo, y sí sólo si el enfermo debe andar o
no. El gimnasta no examina si es preciso o no tener vigor, sino tan sólo
si es preciso o no que tal discípulo luche. Lo mismo sucede con todas
las demás ciencias; no hay ninguna que se ocupe del fin mismo a que
aspira, y así como las hipótesis iniciales sirven de principios en las
ciencias de pura teoría, así el fin que se busca es el principio y como la
hipótesis de todo lo demás en las ciencias que tienen que producir
alguna cosa. Para curar tal enfermedad se necesita precisamente tal
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remedio, a fin de conseguir la curación: en la misma forma que en el
triángulo, si sus tres ángulos son iguales a dos rectos, necesariamente
ha de salir tal consecuencia de este principio, una vez admitido. Y así,
el fin que nos proponemos es el principio del pensamiento, y la
conclusión misma del pensamiento es el principio de la acción. Luego,
si la razón o la virtud son las verdaderas causas de toda rectitud, sea en
los pensamientos, sea en los actos, desde el momento que no es la
razón será preciso que sea la virtud la que hace que el fin sea bueno.
Pero carecerá de influencia sobre los medios que se empleen para
llegar al fin. El fin es aquello porque se obra, puesto que toda
intención, toda preferencia, se dirige a una cierta acción y tiene
siempre en vista una cierta cosa. El fin que se quiere realizar con el
auxilio del medio es producido por la virtud, que consiste en escoger
este fin con preferencia a cualquier otro; pero la intención o preferencia
no se aplica, sin embargo, a este fin mismo, sino que se aplica tan sólo
a los medios que pueden conducir a él. Y así, otra es la facultad a la
que pertenece revelarnos todo lo que es preciso hacer para alcanzar el
fin a que aspiramos. La virtud es la que hace que el fin que se propone
nuestra intención sea bueno, y ella es la única causa de esto.
Ahora se debe comprender cómo por la intención se puede juzgar
del carácter de alguno, es decir, cómo debe mirarse al porqué de su
acción más bien que a su acción misma. Por una especie de analogía
debe decirse que el vicio no hace su elección, ni dirige su intención
sino en vista de los contrarios. Basta, pues, que uno, que es libre de
hacer buenas acciones y de no hacerlas malas, haga todo lo contrario,
para que sea evidente que este hombre no es virtuoso. De aquí resulta
como consecuencia necesaria que el vicio es voluntario, lo mismo que
la virtud, porque nunca hay necesidad de querer el mal. Por esta razón,
el vicio es reprensible y la virtud es digna de alabanza. Las cosas
involuntarias, por malas y vergonzosas que puedan ser, no son
reprensibles, ni las buenas son laudables, porque sólo lo son las
voluntarias. Atendemos más a la intención que el acto para alabar o
reprender a los hombres, por más que el acto sea preferible a la virtud,
porque se puede hacer el mal como resultado de una necesidad, y no
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hay necesidad que pueda violentar nunca a la intención. Pero como no
es fácil ver directamente la intención, nos vemos forzosamente
obligados a juzgar del carácter de los hombres por sus actos. El acto
vale ciertamente más que la intención, pero la intención es más
laudable. Eso es lo que resulta de los principios que hemos sentado; y
además, esta consecuencia está perfectamente conforme con los hechos
que se pueden observar.
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LIBRO TERCERO
ANÁLISIS DE ALGUNAS VIRTUDES
PARTICULARES
CAPÍTULO PRIMERO
DEL VALOR
Hemos demostrado hasta aquí, de una manera general, que los
medios son los que constituyen las virtudes y que éstas sólo dependen
de nuestra intención. Hemos demostrado, igualmente, que los
contrarios de estos medios son los vicios, y hemos indicado lo que son.
Hagamos ahora un análisis de cada virtud en particular, comenzando
por el valor.
Están todos de acuerdo, por punto general, en que el hombre
valiente es el que sabe resistir a toda clase de temores, y que el valor
debe ocupar un lugar entre las virtudes. En las divisiones que hemos
hecho hemos colocado la audacia y el miedo entre los contrarios, y es
preciso confesar que son, en cierta manera, opuestos entre sí. Es claro,
igualmente, que los caracteres que se denominen conforme a estas
diversas maneras de ser no serán menos opuestos entre sí. Por ejemplo,
el cobarde y el temerario serán recíprocamente contrarios, porque al
cobarde se le da este nombre porque tiene más miedo y menos valor de
lo debido, mientras que el otro es de tal condición que tiene menos
miedo que el que debía tener y más confianza que la que conviene; lo
cual es origen de que se le dé un nombre derivado, y así al temerario se
le denomina tal por derivación de temeridad. Por consiguiente, siendo
el valor un hábito y la mejor disposición del alma en lo que concierne
al temor y a la confianza, no conviene ser ni como los temerarios, que
participan del exceso en cierta manera y del defecto en otra, ni como
los cobardes, que son igualmente incompletos, si bien no lo son de la
misma manera y sí en sentido contrario, porque pecan por falta de
seguridad y por exceso de temor. Luego, el valor evidentemente, es la
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disposición media que ocupa el lugar intermedio entre la temeridad y la
cobardía, y es sin contradicción la mejor. El hombre valeroso parece la
mayoría de las veces que no experimenta ningún temor, y el cobarde,
por lo contrario, está siempre en angustias. Éste teme sin cesar lo poco
y lo mucho, las cosas pequeñas como las grandes, y se aterra mucho y
pronto. El otro, por lo contrario, no teme nada o teme muy poco, teme
con dificultad y sólo en los grandes peligros. El uno sabe soportar las
cosas más temibles; el otro no sabe resistir las que apenas merecen ser
temidas.
Pero, ante todo, ¿cuáles son, precisamente, las cosas que arrostra
el hombre de valor? ¿Es el peligro que él cree digno de ser temido, o el
que lo es en opinión de los demás? Si sólo desprecia los peligros que a
otro parecen tales, podría suceder que esto no tuviera nada de
maravilloso; y si son los peligros que a su juicio son reales y
verdaderos, puede suceder que este peligro sólo sea grande para él. Las
cosas temibles no inspiran a cada cual temor, sino en la medida que a
los ojos de cada uno son temibles. Si le parecen excesivamente
temibles, el temor es excesivo; si le parecen poco temibles, el temor es
débil. Por consiguiente, puede suceder muy bien que el hombre
valiente experimente temores tan violentos como numerosos. Pero
acabamos de decir, por lo contrario, que el valor pone al hombre al
abrigo de toda especie de temor, y que consiste, ya en no temer nada,
ya en temer pocas cosas, y ya en temer débilmente y con gran
dificultad, y quizá la palabra temible, lo mismo que las de agradable y
bueno, tiene dos sentidos muy diferentes. Así, hay cosas que son
absolutamente agradables y buenas, mientras que otras lo son sólo para
tal persona, y, lejos de serlo absolutamente, son, por lo contrario, malas
y desagradables, como, por ejemplo, todas las que son útiles a los seres
malos y perversos, o que sólo pueden ser agradables a los niños, en
tanto que son niños. Lo mismo sucede con las cosas que pueden causar
temor; unas son absolutamente temibles y otras sólo lo son para ciertas
personas. Las cosas que el cobarde terne como cobarde no son temibles
para ningún otro, o lo son muy poco. Pero lo que es temible para la
mayor parte de los hombres y lo que es verdaderamente temible a la
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naturaleza humana, es lo que nosotros miramos como absolutamente
temible. Enfrente de estas cosas el hombre de valor permanece sin
miedo, arrostra los peligros que son en parte temibles para él y en parte
no: temibles en tanto que es hombre; no temibles, o por lo menos muy
poco temibles o lo menos temibles que es posible, en cuanto es
valiente. Sin embargo, estas cosas son las que realmente deben
temerse, puesto que las temen la mayor parte de los hombres. Esta
manera de ser es digna de alabanzas, y debe mirarse al hombre valiente
tan completo en su línea como lo son en la suya el hombre fuerte y el
hombre sano. No quiere decir que estos hombres, tales como son,
puedan ser superiores a todo, éste resistiendo a la fatiga, aquél
soportando todos los excesos, cualquiera que sea su clase; pero se dice
que son sanos y fuertes porque no padecen absolutamente o, por lo
menos, padecen muy poco, con lo que hace padecer a muchos hombres
o, por mejor decir, a la mayor parte. Los valetudinarios, los débiles y
los cobardes pasan por duras pruebas y experimentan impresiones con
más frecuencia, o más pronto, o más vivamente que el resto de los
hombres; y, de otro lado, con las cosas con que la mayoría de los
hombres padecen realmente, ellos no padecen nada o, cuando más,
muy poco.
Se puede suscitar la cuestión de saber si verdaderamente no hay
nada que sea temible para el hombre de valor, y si es imposible que
alguna vez se aterre. Pero ¿qué impide que también él sienta miedo en
la medida que hemos indicado? El verdadero valor es una sumisión a
las órdenes de la razón; y la razón ordena escoger siempre el partido
del bien. El hombre que, guiado por la razón, no sabe soportar estos
nobles peligros, ha perdido el sentido o es un temerario. No es
verdaderamente valiente sino el que se hace superior a todo temor para
realizar el bien y el deber. Así, el cobarde teme lo que no debe temer, y
el temerario muestra una ciega confianza cuando no debería tenerla.
Sólo el hombre valiente sabe hacer en ambos casos lo que debe, y por
esto ocupa el medio entre los dos excesos. Teme y desprecia lo que la
razón le ordena temer y despreciar; y la razón nunca manda soportar
los peligros grandes, los peligros de muerte, si no es cuestión de honor
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el hacerlo. En resumen, mientras que el temerario toma a juego el
despreciarlos, aun cuando la razón no lo ordene, y el cobarde no sabe
arrostrarlos, aunque la razón se lo mande, el verdadero valor es el que
sabe conformarse siempre con las órdenes de la razón.
Hay cinco especies de valor, que designamos todas con este
nombre por la semejanza que tienen entre sí. Se corren en estos
diversos casos los mismos peligros, pero no por los mismos motivos.
La primera especie de valor es el valor civil, y el respeto humano es el
que lo produce. La segunda es el valor militar, el cual nace de la
experiencia adquirida anteriormente y del conocimiento que se tiene,
no del peligro, como decía Sócrates, sino de los recursos con que se
espera contar en el momento del peligro. La tercera especie de valor
nace de la inexperiencia y de la ignorancia; es el que tienen los niños y
los locos; éstos, que arrostran y sufren las cosas más horribles, y
aquéllos, que agarran con la mano las serpientes. Otra especie de valor
es el que da la esperanza; él hace que arrostren los peligros saliendo
generalmente bien de sus empresas, se obcecan con el triunfo, a la
manera de aquellos que, en medio de los vapores del vino, conciben las
esperanzas mas risueñas. La última especie de valor es el que inspira
una pasión sin razón y sin freno, el temor o la cólera. El enamorado
generalmente es más temerario que cobarde y arrostra todos los
peligros, como el héroe que mató al tirano de Metaponte , o como
aquel cuyas empresas tuvieron lugar en Creta, según cuenta la
mitología. La cólera y los arrebatos del corazón nos arrastran a hacer
tales proezas, porque los arranques del corazón ponen a uno fuera de
sí. Por esto nos parece que las bestias feroces tienen el valor, si bien, a
decir verdad, no lo tienen. Cuando se ven extremadamente provocadas
se muestran valientes; pero cuando no se las exaspera son tan
desiguales como lo son los hombres temerarios. La especie de valor,
que nace de la cólera, es la más natural de todas, porque el corazón y la
cólera son, en cierta manera, invencibles, y por esto los niños se baten
tan bien. En cuanto al valor civil, tienen siempre su apoyo en las leyes.
Pero el verdadero valor no está en ninguna de las especies que
acabamos de enumerar, por más que estos diferentes motivos puedan
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ser muy últimamente invocados en los peligros para provocarlo y
sostenerlo.
Después de estas generalidades sobre las diversas especies de
peligros que se pueden temer, será bueno descender a algunos detalles
todavía más precisos. Ordinariamente se llaman cosas temibles
aquellas que producen temor en nosotros, y lo son todas las que, al
parecer deben causarnos un dolor capaz de destruirnos. Cuando se
espera un dolor de diferente género, puede muy bien experimentarse
otra emoción o cualquier otro sufrimiento, pero esto ya no es temor;
por ejemplo, puede uno padecer mucho, presintiendo que bien pronto
habrá de sufrir la pena que llevan consigo la envidia, los celos o la
vergüenza. El temor propiamente dicho sólo se produce con relación a
dolores capaces por su naturaleza de destruir nuestra vida. Esto explica
cómo personas muy flojas, por otra parte, muestran en ciertos casos
mucho valor; y cómo otras, que son tan firmes como pacientes,
muestran, a veces, una singular cobardía.
Además, el carácter propio del valor resalta, al parecer,
exclusivamente en la manera con que se mira a la muerte y en el modo
de soportar el dolor que ella causa. En efecto, podrá uno soportar el
exceso de calor y de frío y todas esas otras pruebas que ordena la
razón, pero que no encierran peligro; mas si se muestra debilidad y
temor delante de la muerte, sin otro motivo que el terror de la
destrucción misma que ella nos acarrea, pasara por un cobarde;
mientras que otro que no tenga fuerza para luchar con la intemperie de
las estaciones, pero que se muestra impasible enfrente de la muerte,
pasará por un hombre lleno de valor. Esto prueba que no hay verdadero
peligro en las cosas temibles, sino cuando, se siente de cerca lo que
debe causar nuestra destrucción. El peligro sólo se muestra en toda su
grandeza cuando la muerte está cerca. Así, pues, las cosas peligrosas,
con ocasión de las que, según nosotros, se manifiesta el valor, son
precisamente aquellas oue deben causar un dolor capaz de destruirnos.
Pero es necesario, además, que estas cosas estén a punto de afectarnos
de cerca y no se muestren sólo distantes, y que sean o parezcan ser de
una grandeza proporcionada a las fuerzas ordinarias del hombre. Hay
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cosas, en efecto, que necesariamente deben parecer temibles a todo
hombre, cualquiera que él sea, y hacerle temblar, porque así como
ciertos grados extremos de calor y de frío y otras influencias naturales
son superiores a todas nuestras fuerzas, y en general, a la de la
organización humana, es muy llano que debe de suceder lo mismo con
las emociones del alma. A los cobardes y a los hombres bravos los
engaña la disposición en que se encuentran. El cobarde teme cosas que
no son temibles, y le parecen graves las que lo son muy poco. El
temerario, por lo contrario, desprecia las cosas más temibles, y las que
en realidad lo son, apenas le parecen tales a sus ojos. En cuanto al
hombre valiente, reconoce el peligro allí donde realmente existe. No es
uno verdaderamente valiente cuando arrostra un peligro que ignora;
como, por ejemplo, si en un acceso de locura desprecia el rayo; así
como cuando, conociendo toda la extensión del peligro, se deja uno
arrastrar por una especie de rabia, como los celtas que empuñan las
armas para marchar contra las olas. En general, puede decirse que el
valor de los pueblos bárbaros siempre va acompañado de un ciego
arrebato.
A veces se arrostra el peligro por un placer de otra especie; y
hasta la cólera tiene también su placer, que procede de la esperanza de
la venganza. Sin embargo, si algún, arrastrado por un placer de este
género o por cualquier otro, se resuelve a soportar la muerte o la busca
para evitar mayores males, no puede, con justicia, dársele el dictado de
valiente. Si efectivamente fuese dulce el morir, habría muchos
intemperantes que, arrastrados por esta ciega pasión, se darían la
muerte; así como, en el actual modo de ser, siendo dulces las cosas que
provocan la muerte, ya que la muerte misma no lo sea, se ve una
multitud de hombres relajados que, sabiendo bien lo que hacen, se
precipitan en ella a causa de la intemperancia que los arrastra. Y, sin
embargo, ninguno de éstos puede pasar por valiente, por más que esté
dispuesto a morir para dar gusto a sus pasiones. Tampoco es valiente el
que muere por huir del dolor, como lo hacen aquellos de quienes habla
el poeta Agathon, cuando dice:
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"Los débiles mortales, disgustados de su suerte,
“Muchas veces han preferido al dolor la muerte.”
Es el mismo caso de Quirón, que, si hemos de creer la fábula,
pidió, siendo inmortal, quedar sujeto a la muerte, dominado por el
sufrimiento cruel que le causaba su herida. Otro tanto puede decirse de
los que soportan los peligros por la experiencia que de ellos tienen, que
es en lo que consiste el valor de la mayor parte de los soldados. Sin
embargo, esto es muy distinto de lo que creía Sócrates, el cual hacía
del valor una especie de ciencia. En efecto, los que están diestros en
subir a los aparejos de los navíos no arrostran el peligro porque sepan
exactamente la gravedad de lo que van a hacer, sino porque tienen
seguridad del resultado de la maniobra que se proponen ejecutar.
Tampoco se puede llamar valor a aquello que obliga a los soldadas a
combatir con más seguridad, porque, en este caso, la fuerza y la
riqueza serían el único valor, según la máxima de Theognis, que dice:
"El mortal encadenado por la ruda miseria
“Nada podría querer, ni nada hacer.”
Hay personas que, siendo notoriamente cobardes, saben, merced
únicamente a la experiencia que tienen del peligro, soportarlo muy
bien; se imaginan que no hay verdadero peligro porque conocen los
medios de evitarlo, y la prueba es que cuando se convencen de que los
medios no alcanzan y el peligro se acerca, no son ya capaces de
soportarlo.
Pero entre los que por todas estas causas arrostran el peligro,
aquellos a quienes debe con más razón reconocerse valor son los que
se exponen por honor y por respetos humanos. Éste es el retrato que
Homero nos hace de Héctor, cuando se trata del peligro que corre al
medir sus fuerzas con Aquiles:
"El pudor y el honor se apoderaron del alma de Héctor...
Polidamas a seguida me llenaría de injurias.”
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Esto es lo que puede llamarse valor social y político.
Pero el verdadero valor no es todavía éste, ni ninguno de los que
hemos analizado. Sólo se le parecen, como se parece al valor humano
el de los animales feroces, que se irritan con furor en el momento que
reciben un golpe. Cuando uno está expuesto a un peligro no debe
permanecer en su puesto ni por temor al deshonor, ni por la cólera, ni
por la certidumbre que se tiene de estar al abrigo de la muerte, ni por la
seguridad de los auxilios con que contamos, porque, en tal caso, se
creería siempre que no había nada que temer. Recordemos que toda
virtud es siempre un acto de intención y de preferencia; y ya liemos
dicho más arriba en qué sentido entendíamos esta teoría. La virtud,
decíamos, nos obliga constantemente a escoger el camino porque nos
decidimos en vista de cierto fin, y este fin es siempre, en el fondo, el
bien. Es claro, por consiguiente, que siendo el valor una virtud de
cierta especie, nos hará soportar las cosas temibles en vista de un fin
especial que tratamos de realizar. Por tanto, arrostraremos el peligro,
no por ignorancia, puesto que la virtud produce el efecto de juzgar bien
de las cosas, ni por placer, sino por el sentimiento del deber; por que si
no fuese un deber el arrostrarlo y sólo fuese un acto de locura, sería
entonces una vergüenza exponerse al peligro.
He aquí, poco más o menos, lo que teníamos que decir en el
presente tratado acerca del valor, de los extremos entre los cuales
ocupa un justo medio, de la naturaleza de estos extremos, de las
relaciones que el valor mantiene con ellos, y, en fin, sobre la influencia
que deben ejercer sobre el alma los peligros que sean temibles.
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CAPÍTULO II
DE LA INTEMPERANCIA
Después de la teoría del valor, es preciso tratar de la templanza
que sabe contenerse, y de la intemperancia que jamás sabe dominarse.
La palabra intemperante puede tomarse en muchos sentidos. Puede
entenderse, en primer lugar, si se quiere, que si nos atenemos al valor
de la palabra griega, que lo es aquel que no ha sido templado ni curado
por medio de remedios, así como se dice de un animal no castrado que
está sin castrar. Pero entre estos dos términos hay la diferencia de que
de un lado se supone cierta posibilidad y de otra no se la supone,
porque se llama igualmente no castrado al que no puede ser castrado y
al que, pudiendo serlo, no lo está. La misma distinción tiene lugar
respecto a la intemperancia, pues este término puede decirse, a la vez
del que es incapaz por naturaleza de templanza y de disciplina, y del
que es, naturalmente, capaz de ellas, pero que no las aplica a las faltas
que evita el hombre templado. Por ejemplo, en este caso se encuentran
los niños a quienes se llama muchas veces intemperantes, por más que
no lo sean absolutamente en este sentido. Pero hay también otra clase
de intemperantes, que son los que se curan con dificultad, o no se curan
ni poco ni mucho bajo la influencia de los cuidados que se emplean
para que sean templados. Pero cuales quiera que sean las acepciones
diversas de la palabra intemperancia, se ve que ésta se refiere siempre a
las penas y a los placeres, y la templanza y la intemperancia difieren
entre sí y de los demás vicios en cuanto se conducen de cierta manera
respecto a los placeres y a las penas. Hemos explicado un poco más
arriba la metáfora que hace que se dé a la intemperancia este nombre.
En efecto, se llama impasibles a los que no sienten nada en presencia
de los mismos placeres que conmueven profundamente a otros
hombres; y también se les da otros nombres análogos. Pero esta
disposición especial no es fácil observarla y es poco común, porque, en
general, los hombres pecan más bien por el exceso opuesto, siendo el
dejarse vencer por tales placeres y gustarlos con ardor, cosa muy
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natural en todos los hombres, casi sin excepción. Estos seres
insensibles son esa especie de zafios y salvajes que los autores cómicos
nos presentan en sus obras, y que no saben ni aun gozar de los placeres
moderados y necesarios.
Pero si el templado ejerce su templanza con relación a los
placeres, también tiene que luchar contra ciertos deseos y pasiones.
Indaguemos cuáles son estos deseos particulares. El hombre templado
no lo es contra toda especie de placeres, contra todos los objetos
agradables; lo es, al parecer contra dos especies de deseos, que
proceden de los objetos que afectan al tacto y al gusto; y, en el fondo,
sólo lo es contra uno que nace exclusivamente del tacto. Y así, el
templado no tiene que luchar con los placeres de la vista, que nos
hacen percibir lo bello, y en los cuales no entra ningún deseo amoroso
ni carnal. No hay que luchar contra la pena que causan las cosas feas.
Tampoco resiste a los placeres que el oído nos proporciona en la
armonía, o al dolor que nos causan los sonidos discordantes; ni tiene
nada que ver con los goces del olfato, que proceden de un olor bueno,
ni con las molestias que nacen de un olor malo. Por otra parte, para
merecer el nombre de intemperante, no basta sentir o no sentir las
cosas de esta clase de una manera general. Si alguno, contemplando
una bella estatua, un precioso caballo o un hombre hermoso, u oyendo
cantos armoniosos, llegase a dejar de sentir el deseo de comer y beber
y todas las necesidades sensuales, absorbido únicamente por el placer
de ver estas cosas bellas y oír estos admirables cantos, no pasaría
ciertamente por un hombre intemperante, como no lo serían los que se
dejasen encantar por los dulces acentos de las Sirenas. La
intemperancia sólo se dirige a estos dos géneros de sensaciones, porque
se dejan dominar igualmente todos los animales dotados del privilegio
de la sensibilidad, y en las que se encuentra placer o pena, es decir, las
del gusto y del tacto. En cuanto a las otras sensaciones agradables, los
animales son casi insensibles respecto de ellas; por ejemplo, no gozan
ni de la armonía de los sonidos, ni de la belleza de las formas. No hay
entre ellos uno que goce al contemplar las cosas bellas o al oír sonidos
armoniosos, fuera de algún caso prodigioso. Tampoco se advierte en
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ellos que gocen con los buenos o malos olores, a pesar de que los
animales en general tienen la sensibilidad más delicada que los
hombres. Además, debe observarse que no experimentan placer sino
con aquellos olores que atraen indirectamente y no por sí mismos; y
cuando digo po sí mismos me refiero a los olores de que gozamos por
otro motivo que por la esperanza o el recuerdo que engendran. Por
ejemplo, el olor de los alimentos que se pueden comer o beber no nos
afecta sino indirectamente. Gozamos, en efecto, con ellos, porque nos
causan placeres distintos de los suyos propios, esto es, los de comer y,
beber. Son, por lo contrario, olores que nos encantan por sí mismos, los
de las flores, por ejemplo. Stratónico tenía razón al decir que, entre los
olores, unos tienen un bello perfume y otros un perfume agradable. Por
lo demás, los animales, en materia de gusto, no gozan de un placer tan
completo como podría creerse. No gustan de las cosas que hacen
impresión solamente en la extremidad de la lengua; y gustan sobre todo
de las que obran sobre el gaznate; y la sensación que experimentan se
parece más bien a la de tacto que a un verdadero gusto. Así, los
glotones no desean tener una lengua muy desenvuelta, sino que
prefieren, más bien, un cuello largo como de cigüeña, corno sucedía a
Filoxenes de Erix. En resumen, puede decirse que, en general, la
intemperancia se refiere por entero al sentido del tacto.
Asimismo, puede decirse que el intemperante lo es en las cosas de
esta clase. La borrachera, la glotonería, la lujuria, la relajación y todos
los excesos de este género sólo se refieren a los sentidos que acabamos
de indicar y que comprenden todas las divisiones que se pueden
reconocer en la intemperancia. A nadie se le llama intemperante y
estragado a cansa de las sensaciones de la vista, ni de las del oído o del
olor, aunque se las procure en demasía. Todo lo que puede hacerse con
estos últimos excesos es censurarlos, sin despreciar por esto al que los
comete, como se censuran, en general, todas las acciones en que uno
no sabe dominarse. Pero porque uno no sepa moderarse no es por eso
estragado, si bien no será templado.
Es hombre insensible, o llámesele como se quiera, el que es
incapaz, por defecto, de experimentar impresiones de que
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ordinariamente participan todos los hombres, y que éstos sienten con
verdadero goce. El que, por lo contrario, se entrega a ellas con exceso
es un hombre estragado. Todos los hombres, por ley de su naturaleza,
tienen placer en estas cosas, tienen deseos apasionados, y no por esto
se les llama hombres corrompidos, porque no cometen exceso
incurriendo en una alegría exagerada cuando gustan de estos placeres,
ni en una aflicción sin límites cuando no los gustan. Pero tampoco
puede decirse que los hombres en general sean indiferentes a estas
sensaciones, porque por uno y otro sentido no dejan de regocijarse ni
de afligirse, y más bien caerán en el exceso bajo estas dos estas dos
relaciones. En estas diversas circunstancias cabe exceso, cabe defecto,
y, por consiguiente, hay posibilidad de un medio. Esta disposición
media es la mejor y la contraria a las otras dos. Y así, la templanza es
la mejor manera de ser en las cosas en que la relajación es posible; es
el medio entre los placeres que afectan a las sensaciones de que hemos
hablado, es decir, es un medio entre el estragamiento y la
insensibilidad. El exceso en este género es la relajación, y el defecto
opuesto, o no tiene nombre, o debe designársele con alguno de los
precedentemente indicados.
Después hablaremos con más precisión de la naturaleza de los
placeres, cuando nos ocupemos de lo que queda por decir sobre la
intemperancia y la templanza.
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CAPÍTULO III
DE LA DULZURA
Es conveniente seguir el mismo método para analizar la dulzura y
la dureza de carácter. Se ve si un hombre es dulce por el modo cómo
siente el dolor que nace de la coléra. En el cuadro que hemos trazado
más arriba, al hombre colérico, duro o grosero, que son todos grados de
una misma disposición, hemos opuesto el hombre servil y sin juicio.
Estos últimos nombres son los que ordinariamente se da a aquellos
cuyo corazón no sabe irritarse por cosas que valen la pena, y lejos de
esto toleran fácilmente los ultrajes, y se rebajan tanto más cuanto más
se los desprecia. En este dolor que llamamos cólera, la frialdad, que
con dificultad se conmueve, es lo opuesto al ardor, que se irrita en el
acto. La debilidad es lo opuesto a la violencia, y la poca duración a la
larga duración. En éste, como en los demás sentimientos que hemos
estudiado, puede haber exceso o defecto. El hombre irascible y duro es
el que se irrita mas violentamente, más pronto y por más tiempo de lo
justo en casos en que no hay necesidad, por cosas que no lo merecen y
por toda especie de las mismas sin discernimiento. El hombre débil y
servil es todo lo contrario. Es claro que entre estos dos extremos
desiguales hay un medio. Por consiguiente, si estas dos disposiciones
son viciosas y malas, es evidente que la disposición media es la buena.
Ella ni se anticipa, ni se retrasa; no se irrita por cosas que no deben
irritar, ni deja de sentir la cólera en los casos en que debe sentirse.
Luego, si en este orden de sentimientos la dulzura es la mejor
disposición, es claro que es una especie de medio, y que el hombre
dulce o suave está entre el hombre duro y el servil.
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CAPÍTULO IV
DE LA LIBERALIDAD
La grandeza del alma, la magnanimidad y la liberalidad son
también medios. La liberalidad particularmente se refiere a la
adquisición y a la pérdida de las riquezas. Cuando se regocija uno con
cualquier adquisición de fortuna más de lo justo, o cuando se aflige con
cualquier pérdida de dinero más de lo debido, es prueba de que es un
hombre iliberal. Cuando se sienten menos de lo que deben sentirse
estas dos circunstancias, es uno pródigo. Verdaderamente liberal es el
que en estos dos casos es como debe de ser. Cuando digo que es como
debe de ser, entiendo aquí, como en todas las demás situaciones, que se
obedece a la recta razón. Hay posibilidad de pecar en esto por exceso
o por defecto. Donde hay extremos, hay también un medio; y este
medio siempre es el mejor. Siendo lo mejor único en su especie para
cada cosa, se sigue de aquí, necesariamente, que la liberalidad es el
medio entre la prodigalidad y la liberalidad, en lo relativo a la
adquisición y pérdida de las riquezas. Es sabido que estas palabras,
riqueza y enriquecerse, pueden tomarse en dos sentidos. Hay, en
primer lugar, el empleo de la cosa o riqueza en sí, es decir, en tanto que
es lo que es; por ejemplo, el empleo del calzado o de un vestido, en
tanto que son calzado y vestido. Hay, además, el empleo accidental de
las cosas, sin que esto quiera decir que, por ejemplo, pueda uno
servirse de un zapato a manera de balanza, sino que hablamos del
empleo accidental de las cosas, sea para comprar, sea para vender
otras, y en este sentido puede uno muy bien servirse de su calzado. El
hombre codicioso de dinero es el que sólo se cuida de reunirlo,
convirtiéndose para él el dinero acumulado de esta manera en una
posesión permanente, en lugar de hacer de él el uso accidental que
podía. El liberal, el avaro, puede ser hasta pródigo por la manera
indirecta y accidental en que puede emplear la riqueza, porque sólo
busca el aumento de su fortuna amontonándola como lo quiere la
naturaleza. Pero el pródigo llega hasta carecer de las cosas necesarias,
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mientras que el hombre prudentemente liberal sólo da lo que le sobra.
Las especies en estos diversos géneros difieren entre sí por el más y
por el menos. Y así, entre los hombres iliberales se distinguen el
mezquino, el avaro y el sórdido; el avaro es el que teme dar cosa
alguna, sea lo que quiera; el sórdido es el que busca la ganancia,
aunque sea a costa del pudor; el mezquino es siempre el que pone todo
su cuidado en escatimar las cosas más pequeñas; en fin, hay también el
estafador y el bribón, los cuales llevan hasta el crimen su iliberalidad.
Lo mismo sucede respecto al pródigo; se pueden distinguir el
disipador, que gasta con un absoluto desorden, y el hombre insensato,
que no lleva cuenta de nada, porque no puede soportar el fastidio de
averiguar sus gastos.
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CAPÍTULO V
DE LA GRANDEZA DE ALMA
Para juzgar con acierto la grandeza de alma, es preciso indagar el
carácter propio de las cualidades que se atribuyen ordinariamente a los
que pasan por magnánimos. A manera como muchas cosas por su
proximidad y su semejanza llegan a confundirse cuando están a cierta
distancia, así la grandeza de alma puede dar lugar a muchos errores.
Sucede a veces que caracteres opuestos tienen Las mismas apariencias;
por ejemplo, el pródigo y el liberal, el tonto y el hombre serio, el
temerario y el valiente; lo cual sucede porque están en relación con los
mismos objetos y son, hasta cierto punto, limítrofes. El valiente y el
temerario soportan los peligros, pero éste los soporta de una manera y
aquél de otra, y esta diferencia es capital. Cuando decimos de un
hombre que tiene grandeza de alma, es porque encontramos en él,
como la misma palabra lo indica, cierta grandeza en su alma y en sus
acciones. Puede también añadirse que el magnánimo se parece mucho
al magnífico y al hombre grave, porque la grandeza de alma parece ser
la consecuencia natural de todas las demás virtudes. Porque saber
juzgar con seguro discernimiento cuáles son los bienes verdaderamente
grandes y cuáles los de poca importancia es una de las cualidades más
dignas de alabanza, y los bienes que realmente deben parecernos
grandes son aquellos a que aspira el hombre que está mejor constituido
para sentir todo su encanto. Pero la grandeza de alma es la más propia
para hacérnoslos apreciar, porque la virtud, en cada caso, sabe discernir
siempre con plena certidumbre lo más grande y lo más pequeño; y la
grandeza de alma juzga de las cosas como la sabiduría y la virtud
misma lo harían. Por consiguiente, todas las virtudes son una
consecuencia de la magnanimidad, o la magnanimidad es la
consecuencia de todas las virtudes.
Más aún, la tendencia a desdeñar las cosas es, al parecer, uno de
los rasgos de la grandeza de alma. Desde luego, no hay virtud que en
su clase no inspire al hombre el desprecio de ciertas cosas, hasta de las
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muy grandes, cuando son contrarias a la razón. Así, el valor desprecia
los mayores peligros, porque el hombre de corazón cree que sería una
vergüenza huir, v también que una multitud de enemigos no es siempre
temible. El hombre templado desprecia numerosos placeres, y hasta los
mayores, y el hombre liberal no desprecia menos las grandes riquezas.
Pero lo que hace que el magnánimo experimente más particularmente
estos sentimientos es que sólo quiere ocuparse de pocas cosas, y éstas
han de ser verdaderamente grandes a sus propios ojos y no a los ajenos.
Al hombre que tiene un alma grande más le preocupa la opinión
aislada de un solo individuo, que sea hombre de bien, que la de la
multitud y del vulgo. Esto es lo que Antifón decía, cuando fue
condenado, a Agathon, que le felicitaba por su defensa. En una palabra,
el desdén respecto de muchas cosas parece ser el signo propio y
principal de la grandeza de alma. Además, en todo lo relativo a los
honores a la vida y a la riqueza, de que tan ardientemente preocupados
se muestran en general los hombres, el magnánimo sólo se fija en el
honor y olvida todo lo demás. Lo único que puede afligirle es verse
insultado o a las órdenes de un jefe indigno; su goce más vivo consiste
en conservar su honor y obedecer a jefes dignos de mandarle.
Podrá encontrarse en esta conducta cierta contradicción, puesto
que de un lado se muestra tan celoso de su honor y de otro tan
desdeñoso con la multitud y la pública opinión, cosas que ciertamente
no se compadecen; pero es necesario precisar y esclarecer esta
cuestión. El honor puede ser pequeño o grande en dos diversos
sentidos; puede diferir según de donde procede, ya sea de la multitud
incapaz de juzgar, ya de personas que merezcan ser atendidas, y
también según el objeto a que se dirija. La grandeza del honor no
depende sólo del número, ni de la cualidad de los que os honran; sino
que depende, sobre todo, de que el honor que se recibe sea
verdaderamente de gran estima. En realidad, el poder y todos los
demás bienes sólo son preciosos y dignos de ser deseados, cuando son
verdaderamente grandes. Como no hay una sola virtud sin grandeza,
cada una de ellas hace, al parecer, magnánimos a los hombres en la
cosa especial a que se refiere, como ya lo hemos dicho. Pero esto no
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impide que, fuera de todas las virtudes, haya una cierta virtud distinta,
que es la grandeza de alma, en la misma forma que se aplica el nombre
especial de magnánimo al que posee esta virtud particular. Ahora bien,
como entre los bienes hay unos que son muy preciosos, y otros que
sólo lo son en la medida que dijimos antes, y, en realidad, de todos
estos bienes unos son grandes y otros pequeños; y como,
recíprocamente hay entre los hombres algunos que son dignos de estos
grandes bienes y así lo creen ellos mismos, necesariamente entre ellos
hemos de buscar al magnánimo.
Resultan, pues, cuatro matices diferentes, que es preciso
distinguir. En primer lugar, puede ser uno digno de grandes honores y
creerlo él mismo. En segundo lugar, puede uno ser digno solamente de
pequeños honores, y no aspirar a más. Por último, es posible que en
ambos casos aparezcan invertidas las condiciones; quiero decir, que
puede suceder que, no mereciendo uno más que un pequeño honor se
crea digno de los más grandes; o que, siendo digno de los más grandes,
se contente en su pensamiento con los más pequeños. Cuando es uno
digno de poco y se cree digno de todo es reprensible; porque es un
insensato, puesto que no es justo que acepte distinciones sin haberlas
merecido. Pero también es uno censurable cuando, mereciendo
plenamente los honores que se le dispensan, no se cree él mismo digno
de ellos. Mas queda aún el hombre dotado de un carácter contrario a
estos dos: el que, siendo digno de las mayores distinciones, se
considera acreedor a ellas, como lo es, en efecto, siendo de este modo
capaz de hacerse a sí mismo justicia. Éste es el único que merece
elogio, porque sabe ocupar un justo medio entre los otros dos.
La grandeza de alma es, pues, una disposición moral que nos hace
apreciar lo mejor posible cómo debe aspirarse y emplearse el honor y
todos los bienes honoríficos. Además, el magnánimo, como ya hemos
dicho, sólo se ocupa de las cosas útiles. Por consiguiente, el medio que
sabe guardar en todo esto es perfectamente laudable, y es claro que la
grandeza de alma es un medio como todas las demás virtudes. Dos
contrarios hemos presentado en nuestro cuadro. El primero es la
vanidad, que consiste en creerse uno digno de las mayores distinciones,
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cuando no lo es; y, realmente, se da casi siempre el nombre de
vanidosos a los que se creen dignos, sin serlo en realidad, de los
mayores honores. El otro contrario en lo que puede llamarse pequeñez
de alma, que consiste en no creerse uno digno de grandes honores, a
pesar de serlo; y, en efecto, es un signo de la pequeñez de alma el no
creerse digno de distinción alguna cuando se tienen condiciones
estimables. Resulta, pues, como consecuencia necesaria de todas estas
consideraciones, que la grandeza de alma es un medio entre la vanidad
y la pequeñez de alma.
El cuarto de los caracteres, que acabamos de indicar, no es
absolutamente digno de censura, pero tampoco es magnánimo, porque
no tiene grandeza de alma en ningún sentido; no es digno de grandes
honores, pero tampoco tiene pretensiones grandes, y, por consiguiente,
no puede decirse que sea un verdadero contrario de la magnanimidad.
Sin embargo, podría suceder que el creerse digno de grandes
distinciones, cuando se merecen en realidad, tiene por contrario el
creerse digno de pequeños honores, cuando de hecho no se merece
más. Pero, bien mirado, no hay aquí un verdadero contrario, porque el
hombre que se hace a sí mismo justicia no puede ser censurable, como
no lo es el magnánimo; se conduce como lo exige la razón, y en su
clase se parece perfectamente al mismo magnánimo. Ambos se juzgan
acreedores a los honores de que justamente son dignos. Podrá, pues,
llegar a ser magnánimo, porque sabrá siempre juzgarse digno de, lo
que merece. Pero en cuanto al otro que tiene pequeñez de alma y que,
dotado como está dé grandes condiciones, por las que es merecedor de
las mayores distinciones, se cree, sin embargo, indigno de ellas, ¿qué
podría decir si verdaderamente sólo fuera digno de los más pequeños
honores? Creía vanidoso el aspirar a grandes honores, y lo cree aun
cuando piensa en honores inferiores a su mérito. No puede acusarse de
pusilánime a aquel que, siendo un simple meteco, se creyese indigno
del poder y se sometiese a los ciudadanos. Pero este cargo se podría
muy bien dirigir a aquel que, siendo de nacimiento ilustre, estimara el
poder más de lo debido.
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CAPÍTULO VI
DE LA MAGNIFICENCIA
No es uno magnífico porque observe una conducta o tenga una
intención cualquiera; lo es únicamente en lo relativo al gasto y al
empleo del dinero, por lo menos cuando la palabra magnífico se toma
en su sentido propio, y no en otro figurado y metafórico. No hay
magnificencia posible sin gasto. El gasto que corresponde a la
magnificencia es el espléndido, y el verdadero esplendor no consiste en
los primeros gastos que ocurren; consiste exclusivamente en hacer
gastos necesarios que se extienden hasta el último límite. Aquel que, al
hacer un gran gasto, sabe fijar su extensión conveniente y desea
mantenerse dentro de estos justos límites, que son de su gusto, es el
hombre magnífico. El que traspasa estos límites y hace más de lo que
calcula, éste no tiene nombre particular. Sin embargo, alguna relación
de semejanza tiene con los que se llaman frecuentemente pródigos y
manirrotos. Citemos varios ejemplos. Si algún rico cree que para los
gastos de boda de su único hijo no debe traspasar el gasto que suelen
hacer las gentes modestas que reciben a sus huéspedes, dándoles lo que
encuentran, como suele decirse, es un hombre que no sabe respetarse a
sí propio y que se muestra mezquino y miserable. Por lo contrario, el
que recibe huéspedes de esta clase con todo el aparato propio de una
boda, sin que ni su reputación ni su dignidad lo exijan, puede, con
razón, parecer pródigo. Pero el que en estos casos hace las cosas como
conviene a su posición y como lo pide la razón, es un hombre
magnífico. La conveniencia se gradúa según la situación en cada caso,
y todo lo que se opone a esta relación cesa de ser conveniente. Ante
todo, es preciso que el gasto sea conveniente, para que haya
magnificencia, y para ello observar las exigencias que llevan consigo la
posición personal y la cosa que ha de ejecutarse. No es, al parecer, lo
conveniente en el matrimonio de un esclavo lo mismo que es en el de
una persona que se ama. Lo conveniente varía igualmente con la
persona, según que ella hace únicamente lo que debe hacer, sea en
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cantidad, sea en calidad, y hubo razón para decir que la función hecha
en Olimpia por Temístocles no cuadraba con la escasez de su fortuna y
que hubiera convenido mejor a la opulencia de Cimón. Por lo menos,
éste podía hacer todo lo que exigía su posición, y era el único que se
encontraba en un caso en que no se hallaban todos los demás.
Podría decir de la liberalidad lo que he dicho de la magnificencia;
es una especie de deber el ser liberal, cuando se ha nacido entre
hombres libres.
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CAPÍTULO VII
EXAMEN DE VARIOS CARACTERES
De todos los demás caracteres que son laudables o reprensibles
moralmente, puede decirse, casi sin excepción, que son excesos,
defectos o medios respecto de los sentimientos que se experimentan;
como, por ejemplo, el envidioso y el carácter odioso que se regocija
con el mal de otro. Según las maneras de ser de ambos y los nombres
que se les dan, la envidia consiste en disgustarse de la felicidad que
alcanzan los que la merecen; la pasión del hombre que se regocija con
el mal de otro no tiene nombre especial, pero el que siente esta pasión
se pone de manifiesto al regocijarse con las desgracias ajenas más
inmerecidas. El medio entre estos dos sentimientos es el carácter que
siente una justa indignación, llamada por los antiguos némesis, o
indignación virtuosa, que consiste en afligirse de los bienes y males de
otro cuando no son merecidos, y regocijarse con los que lo son. Y así,
no es extraño que de Némesis se haya hecho una diosa.
En cuanto al pudor o respeto humano, ocupa el medio entre la
impudencia, que todo desprecia, y la timidez, que por todo se encoge.
Cuando uno no se preocupa para nada de la opinión, cualquiera que
ella sea, es imprudente; cuando le asusta sin discernimiento toda
opinión, es tímido. Pero el hombre que conserva el respeto humano y
el verdadero pudor, sólo se preocupa con el juicio de los hombres que
le parecen respetables.
La amabilidad ocupa el medio entre la enemistad y la adulación.
El que se apresura a ceder ante todos los caprichos de las personas con
quienes trata es un adulador; y el que las contradice sin cesar y sin
venir a cuento, es una especie de enemigo. En cuanto al hombre
amable y benévolo, no transige ciegamente con todos los caprichos de
los demás, ni tampoco los combate, sino que procura en todas
ocasiones practicar lo que tiene por mejor.
La formalidad y la gravedad son un medio entre el egoísmo, que
sólo piensa en sí, y la lisonja, que quiere satisfacer a todo el mundo. El
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que no sabe ceder nada en sus relaciones con los demás y es siempre
desdeñoso es un egoísta. El que concede todo a los demás y se pone
siempre por bajo de ellos es un lisonjero. En fin, el hombre grave que
se respeta a sí mismo es el que concede ciertas cosas y otras no, y que
sabe conducirse teniendo en cuenta el mérito de los demás.
El hombre verídico y sencillo que, según la expresión vulgar, dice
las cosas como son, ocupa un medio entre el disimulado, que todo lo
oculta, y el fanfarrón, que charla sin cesar. El uno, que a sabiendas
rebaja y achica a todo lo que le concierne, es disimulado; el otro, que
todo lo exagera, es el fanfarrón. Pero el que sabe decir las cosas tales
como son es hombre verídico y sincero, y, usando las palabras de
Homero, es un hombre circunspecto. En general, el uno sólo ama la
verdad, mientras que los otros sólo aman la mentira.
También es un medio la cortesía. El hombre cortés ocupa el
medio entre el hombre rústico y grosero y el gracioso de mal género.
Así como en materia de alimentos el hombre enclenque y delicado
difiere del glotón, que todo lo devora, porque el uno come poco o nada
y aun con dificultad, y el otro traga sin discernimiento todo lo que
encuentra; en igual forma, el hombre rústico y grosero difiere del mal
educado y del bufón vulgar. El uno nunca encuentra nada que deba
hacerle desarrugar la frente, y recibe con aspereza todo lo que se le
dice; el otro, por lo contrario, acepta todo con igual facilidad y con
todo se divierte. El hombre no debe ser ni lo uno ni lo otro, sino que
tan pronto debe admitirse esto como desecharse aquello, y siempre
conformándose con la razón; el que tal hace es el hombre cortés. He
aquí la prueba y que es la misma de que nos hemos servido muchas
veces. La cortesía que merece verdaderamente este nombre, y no la que
se llama así metafóricamente, es, en esta clase de cosas, la manera de
ser más digna, siendo este medio merecedor de alabanza, como lo son
los extremos de censura. Ahora bien, la verdadera cortesía puede ser de
dos clases. Tan pronto consiste en saber aceptar las bromas, sobre todo
las que se dirigen a uno mismo, y en este caso soportarlas hasta el
sarcasmo, como consiste en poder, si llega el caso, embromar uno a los
demás. Estos dos géneros de cortesía son diferentes, y, sin embargo,
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ambos son medios; porque el que sabe llevar las cosas hasta el punto
de causar placer al hombre de gusto, podrá, cuando alguien se ría a su
costa, mantenerse en el justo medio entre el palurdo que insulta y el
hombre frío que no sabe nunca decir una gracia. Esta definición me
parece mejor que si se dijese que es preciso obrar de tal manera que la
palabra no sea jamás molesta para la persona que es objeto de la burla,
cualquiera que ella sea; porque lo que más bien debe intentarse es
complacer al hombre de gusto, que permanece siempre en una justa
imparcialidad, y que es, por lo mismo, un buen juez en estas cosas.
Por lo demás, todos estos medios, aunque laudables, no son, sin
embargo, virtudes, lo mismo que los contrarios no son vicios, porque
en todo esto no hay intención ni voluntad reflexiva. A decir verdad, no
son más que divisiones secundarias de sentimientos y de pasiones, y
todos estos matices de carácter, que acabamos de analizar, no son más
que sentimientos diversos. Como son todos naturales y espontáneos, se
les puede hacer entrar en la clase de virtudes naturales. Además, cada
virtud, como se verá en el curso de este tratado, es, a la vez, natural y
de otra cierta manera, es decir, que va acompañada de prudencia y de
reflexión. Y así, la envidia de que hemos hablado puede relacionarse
con la justicia, porque los actos que ella inspira van dirigidos contra
otro. La indignación virtuosa, que también hemos explicado, puede ser
referida a la justicia; y el pudor, que nace del respeto humano, a la
prudencia, que templa las pasiones, y he aquí por qué se clasifica
también la prudencia entre las virtudes naturales. Añado, para concluir,
que del hombre verdadero y del hombre falso puede decirse que el uno
tiene prudencia y el otro no la tiene.
A veces sucede que el medio es más contrario a los extremos que
lo son los extremos entre sí. La causa de esto es que el medio jamás se
encuentra con ninguno de ellos, mientras que los contrarios marchan
frecuentemente a la par, y muchas veces hay hombres que son, a la
vez, cobardes y temerarios, pródigos en una cosa y avaros en otra; en
una palabra, que están en oposición consigo mismos, cometiendo las
acciones más villanas. Cuando son de este modo irregulares y
desiguales para el bien, concluyen por encontrar el verdadero medio,
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porque los extremos están hasta cierto punto en el medio que los separa
y los une, pero la oposición de los extremos en las relaciones de éstos
con el medio no resulta siempre igual en ambos sentidos, y tan pronto
domina el exceso como el defecto. Las causas de estas diferencias son
las que hemos expresado más arriba; que son, en primer lugar, el corto
número de personas que tienen estos vicios extremos; por ejemplo, son
pocos los que son insensibles a los placeres; y en segundo lugar, esta
disposición de espíritu que nos hace creer que la falta que cometemos
con más frecuencia es también la que más contraria al medio. Puede
añadirse, en tercer lugar, que lo que se parece más al medio parece ser
lo menos contrario, como sucede con la relación que tienen la
temeridad con la prudente confianza y la prodigalidad con la
generosidad verdadera.
Hemos hablado hasta aquí de casi todas las virtudes que son
dignas de alabanza, y ya es tiempo de que tratemos de la justicia
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209
LIBRO CUARTO
TEORÍA DE LA JUSTICIA
Es el libro V de la Moral a Nicómaco, reproducido
textualmente.
LIBRO QUINTO
TEORÍA DE LAS VIRTUDES INTELECTUALES
Es el libro VI de la Moral a Nicómaco, reproducido tex-
tualmente.
LIBRO SEXTO
TEORÍA DE LA INTEMPERANCIA Y DEL PLACER
Es el libro VIII de la Moral a Nicómaco, reproducido tex-
tualmente
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210
LIBRO SÉPTIMO
TEORÍA DE LA AMISTAD
CAPÍTULO PRIMERO
DE LA AMISTAD
Es preciso que ahora nos consagremos al estudio de la amistad,
analizando su naturaleza y sus especies, y haciendo ver lo que es el
verdadero amigo. Después examinaremos si la palabra amistad puede
tener uno o muchos sentidos, y en caso de tener muchos, cuántos son.
Deberemos indagar también cómo debemos conducirnos en la amistad,
y qué justicia es la que debe reinar entre los amigos. Es éste un asunto
que merece que le estudiemos con interés, como que es una de las
virtudes más bellas y más deseables de que puede tratarse en moral. El
objeto principal de la política consiste, ciertamente, en crear el afecto y
la amistad entre los miembros de la sociedad, y desde este punto de
vista es cómo ha podido alabarse muchas veces la utilidad de la virtud,
porque es imposible permanecer por mucho tiempo amigos cuando se
dañan mutuamente los unos a los otros. Además, todo el mundo
conviene en que lo justo y lo injusto se muestran principalmente entre
amigos, y a nuestros ojos el ser hombre de bien y el amar son una sola
y misma cosa. La amistad no es sino cierta disposición moral, y si
pudiera conseguirse que los hombres se condujeran de tal manera que
no se dañaran los unos a los otros, no habría otra cosa que hacer que
procurarse amigos, puesto que los verdaderos amigos jamás se hacen
daño. Además, si los hombres fuesen justos, nunca harían mal, y, por
consiguiente, puede decirse que la justicia y la amistad son hasta cierto
punto idénticas o, por lo menos, muy próximas. También debe
observarse que un amigo nos parece el más precioso de los bienes de la
vida, y que la privación de amigos, el aislamiento, es la cosa más
terrible, porque ni la vida entera ni las relaciones voluntarias son
posibles sin los amigos. Toda nuestra existencia la pasamos, en efecto,
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constantemente con conocidos, sean parientes o camaradas, sean
nuestros hijos, nuestros padres o nuestra mujer. Pero las relaciones
especiales y los derechos mutuos, que nacen de la amistad, sólo
dependen de nosotros, mientras que las demás relaciones que nos unen
con otro han sido arregladas por las leyes generales de la ciudad y no
dependen de nosotros.
Se discute mucho acerca de la amistad, habiendo algunos que,
considerándola sólo desde un punto de vista exterior, le dan demasiada
extensión. Unos pretenden que lo semejante es amigo de lo semejante,
y de aquí los proverbios bien conocidos:
"Lo que se parece, un Dios la junta siempre."
"El grajo busca al grajo."
"El lobo conoce al lobo, el ladrón al ladrón.”
Los naturalistas, por su parte, procuran hasta explicar el sistema
entero de la naturaleza partiendo de este único principio: que lo
semejante tiende hacia lo semejante. Y he aquí por qué Empédocles,
hablando de una perra que iba a acostarse habitualmente sobre una
imagen de perra grabada en un ladrillo, pretendía que se sentía atraída
porque se parecía a ella la imagen.
Pero si unos explican de esta manera la amistad, nos encontramos
con que otros, mirándola desde un punto de vista completamente
opuesto, dicen que lo contrario es amigo de lo contrario. Todo lo que el
corazón adora y desea excita el afecto en todo el mundo. No es lo seco
y sí lo húmedo lo que desea y gusta de lo seco. De aquí este verso:
"La tierra gusta de la lluvia…"
y este otro:
"El cambio es siempre lo que más agrada.”
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Es porque el cambio tiene lugar pasando de lo contrario a lo
contrario. Por otra parte, se añade, lo semejante es siempre enemigo de
lo semejante, si hemos de creer al poeta.
"Constantemente el alfarero detesta al alfarero.”
Y los animales, cuando tienen que vivir de los mismos alimentos,
casi siempre se combaten.
Como se ve, todas estas explicaciones de la amistad están muy
distantes unas de otras. Unos sostienen que lo semejante es el amigo y
que lo contrario es el enemigo:
"Si, constantemente lo menos es enemigo de lo más;
Y cada día aumenta el odio de los vencidos."
Hasta los sitios en que se encuentran los contrarios están
separados, mientras que la amistad parece aproximar y reunir a los
seres. Otros, explicándolo de un modo opuesto, sostienen que sólo los
contrarios son amigos; y Heráclito reprendía al poeta por haber dicho:
"¡Ah!, cese la discordia entre los dioses y entre los hombres.”
Para defender esta opinión se añade que no podría haber armonía
en la música si no hubiera lo grave y lo agudo, lo mismo que no podría
haber animales sin el macho y la hembra, los cuales son contrarios.
Ya tenemos aquí dos sistemas sobre la amistad. Se advierte desde
luego, que son muy generales, y que están muy distantes uno de otro.
Pero hay otros que se aproximan más a los hechos y que los explican
perfectamente. Así se pretende por unos que los malos no pueden ser
amigos y que sólo los buenos pueden serlo; y por otros se sostiene lo
contrario, porque parece absurdo y monstruoso el suponer que las
madres puedan en caso alguno dejar de amar a sus hijos. La afección y
el amor se encuentra, al parecer, hasta en las bestias, y se ve muchas
veces que desprecian la muerte por defender a sus hijos.
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Hay otras teorías que pretenden fundar la amistad en el interés; y
prueba de ello es, dicen, que todos los hombres buscan su propia
utilidad, mientras que rechazan todas las cosas que son para ellos
inútiles. Así, el viejo Sócrates decía que, al escupir y al dejar cortarse
el pelo y las uñas, abandonamos todos los días estas partes de nuestro
cuerpo, hasta que, por último, abandonamos el cuerpo mismo. Cuando
llega la muerte, el cadáver no sirve para nada, y sólo se le guarda
cuando puede ser de alguna utilidad, como en Egipto. Estas últimas
opiniones parecen bastante opuestas a las precedentes. Lo semejante es
inútil a lo semejante, y nada está más distante de parecerse que los
contrarios. Lo contrario es lo más inútil a su contrario, puesto que lo
contrario destruye infaliblemente a su contrario. Además, sucede que,
tan pronto se considera la cosa más fácil del mundo el poseer un
amigo, como se pretende que nada hay más difícil que conocer a sus
amigos, y que sólo en la adversidad se los puede probar, porque en la
prosperidad todos quieren parecer buenos amigos. En fin, hay personas
que llegan hasta el extremo de creer que no debemos fiarnos ni aun de
los amigos que nos son fieles en la desgracia, porque, según dicen,
entonces también engañan y disimulan, y si permanecen fieles en el
infortunio es como un medio de utilizar la afección más tarde, cuando
vengan los días de felicidad.
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CAPÍTULO II
CONTINUACIÓN DE LA TEORÍA DE LA AMISTAD
Debemos adoptar en esta materia la teoría que, a la vez,
reproduzca del modo más completo nuestras opiniones y que resuelva
mejor todas las cuestiones conciliando las contradicciones aparentes.
Conseguiremos esto si demostramos que estas cosas contrarias son
realmente como son a los ojos de la razón, y esta teoría estará
ciertamente más de acuerdo que ninguna otra con los hechos mismos.
Las oposiciones de los contrarios no subsistirán menos si puede
demostrarse que lo que se ha dicho es en parte verdadero y en parte
falso.
En primer lugar se pregunta: si es el placer o el bien el objeto del
amor. En efecto, si amamos lo que deseamos, y si el amor no es otra
cosa, porque
"No es uno amante si no ama siempre,"
y si el deseo sólo se aplica a lo que agrada, se sigue que en este sentido
el objeto amado es el objeto que nos es agradable. Pero, por otra parte,
si el objeto amado es lo que queremos, si es objeto de la volutad,
entonces es el bien y no el placer, lo que buscamos, y ya se sabe que el
bien y el placer son cosas muy diferentes. Analicemos esta idea y otras
análogas, partiendo del principio de lo que se desea y lo que se quiere
es el bien, o, por lo menos, lo que parece ser el bien. En este sentido,
también lo agradable, el placer, puede llegar a ser objeto de nuestras
aspiraciones; puesto que parece que es un bien de cierto género, ya que
unos creen que el placer es un bien, y otros, sin tenerlo precisamente
por un bien, encuentran en él la apariencia del bien; variedad de
opiniones que nace de que la imaginación y el juicio no residen en la
misma parte del alma.
Sea de esto lo que quiera, se ve que el placer y el bien pueden ser
ambos objeto de amor. Sentado este primer punto, pasemos a otra
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consideración. Entre los bienes, unos son bienes absolutos y otros son
bienes en ciertos conceptos, sin ser absolutamente bienes. Por lo
demás, son las mismas cosas las que son a la vez absolutamente buenas
y absolutamente agradables. Y así decimos que todo lo que es bueno y
conveniente para un cuerpo sano es bueno absolutamente para el
cuerpo. Pero no diremos que lo que es bueno especialmente para un
cuerpo enfermo, es decir, remedios y las amputaciones, sea bueno
también para el cuerpo absolutamente. En igual forma, son cosas
absolutamente agradables las que lo son para el cuerpo sano que está
en el pleno goce de sus facultades; por ejemplo, es agradable ver en
medio de la luz y no en la obscuridad, por más que suceda todo lo
contrario, si se tienen enfermos los ojos. Del mismo modo, el vino más
agradable no es el que gusta a un paladar estragado por la embriaguez,
que sería incapaz de distinguirlo del vinagre, sino que es el que agrada
más a una sensibilidad que no está embotada ni pervertida.
En el mismo caso se encuentran absolutamente las cosas del
alma. Las cosas que le encantan verdaderamente no son las que
agradan a los niños y a las bestias y sí las que agradan a los mayores de
edad y bien organizados; y ateniéndonos a estos dos puntos es cómo
discernimos y escogemos las cosas moralmente agradables. Pero lo que
el niño y la bestia son, respecto al hombre desenvuelto y bien
organizado, lo son el malvado y el insensato respecto al prudente y al
hombre de bien. Estos dos últimos sólo se complacen con las cosas
conformes a sus facultades, que son las cosas buenas y bellas. Pero esta
palabra, bien, puede tomarse en distintos sentidos, y así decimos que
una cosa es buena porque lo es efectivamente; y que lo es otra, porque
es útil y provechosa. En igual forma distinguirnos lo agradable, que
puede ser absolutamente agradable y absolutamente bueno, de lo
agradable, que sólo puede serlo bajo ciertos conceptos o que es, en
cierto modo, un bien sólo aparente. Así como, tratándose de los seres
inanimados, podemos buscarlos y preferirlos por estos motivos, lo
mismo sucede respecto del hombre. Amamos a éste porque es lo que es
los a causa de su virtud; a aquél porque es útil y servicial; en fin,
amamos a otro por placer y únicamente porque es agradable. El
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hombre a, quien amamos se hace nuestro amigo cuando, amado por
nosotros, paga afecto con afecto y ambos saben que se aman
mutuamente.
Hay, por tanto, necesariamente, tres clases de amistad que sería
un error reunir y confundir en una sola, o considerarlas como especies
de un solo y mismo género, o designarlas con un nombre común.
Todas estas clases de amistad se comprenden, en efecto, bajo una
designación única y primera. Sucede lo que con la expresión médico o
medicinal, que se emplea de muy diversas maneras. Puede aplicarse
este término, a la vez, al talento que el médico debe tener para ejercer
su arte, al cuerpo que el médico debe curar, al instrumento que emplea
y a la operación que practica.
Pero, hablando propiamente, el término inicial es el término
exacto. Entiendo por término inicial y primero aquel cuya noción se
encuentra en todos los demás; por ejemplo, la expresión de instrumento
médico o medicinal sólo quiere decir el instrumento de que se sirve el
médico, mientras que en la noción de médico no hay la del
instrumento. Se piensa siempre en el término primitivo. Pero como lo
primitivo es también lo universal, se toma lo primitivo universalmente,
y de aquí nace el error. Por esto, en materia de amistad no pueden
explicarse tampoco todos los hechos por un término único; y desde el
momento que una sola y única noción no sirve para explicar ciertas
amistades, se declara que tales amistades no existen, y, sin embargo,
existen, aunque no de la misma manera. Y cuando esta primitiva y
verdadera amistad no puede aplicarse bien a tales o cuales amistades,
porque es universal en tanto que primitiva, se cree uno autorizado para
decir que las otras no son amistades. Esto nace de que hay muchas
especies de amistad, y tal amistad, que no se admite, entra, sin
embargo, entre las que se acaban de indicar. La amistad, repitámoslo,
puede dividirse en tres especies, que descansan en bases diferentes: una
sobre la virtud, otra sobre el interés, y la última sobre el placer.
La más común de todas es la amistad por interés. Ordinariamente
se aman los hombres porque son útiles los unos a los otros, y se aman
sin pasar este límite. Es, como dice el proverbio:
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"Glauco, él te sostendrá hasta que te hiera."
O también:
"Atenas detesta a Megara y es ingrata con ella.”
La amistad por placer es la que contraen los jóvenes, que tienen
un sentimiento tan vivo del placer; y por este motivo su amistad es tan
variable, porque el placer varía con la edad y con los gustos diversos
producidos por la edad misma. La amistad por virtud es la propia de
los hombres más distinguidos y mejores. Como se ve, la amistad de los
hombres virtuosos es la primera de todas, es una reciprocidad de
afectos, y nace de la libre elección que hacen unos de otros. El objeto
amado es amable para aquel que ama, y el amigo se hace amar por
aquel a quien él ama mostrándole su ternura. Pero la amistad concebida
de esta manera sólo puede existir en la especie humana, porque sólo el
hombre es capaz de saber lo que son la intención y la elección. Las
otras clases de amistad se encuentran igualmente en los animales, que
hasta cierto punto no son extraños a la idea del interés, como se nota en
los domésticos respecto al hombre, y en otros animales entre ellos
mismos. Así, la hembra del reyezuelo se une con el cocodrilo, si hemos
de creer la aserción de Herodoto, y los adivinos refieren asociaciones y
emparejamientos análogos entre los animales que ellos han observado.
Los hombres malos no pueden ser amigos unos de otros, sino por
interés y por placer. Y si se considera que desconocen la primera y
verdadera amistad, puede sostenerse que no son amigos.
El malo siempre está dispuesto a dañar al malo, y cuando se
dañan los unos a los otros es porque no se aman mutuamente. Sin
embargo, es cierto que los malos se aman, sólo que no se aman como
exige la suprema y primera amistad. Pero pueden todavía amarse según
las otras dos, y así se ve que, mediante el atractivo del placer que los
une, soportan los daños que se hacen recíprocamente, de lo cual dan
ejemplos tantas veces los hombres corrompidos. Es cierto que los que
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sólo se aman por placer no pueden ser verdaderos amigos cuando se
examinan de cerca estas relaciones, porque la amistad que los une no
es la primera amistad. Sólo esta última es sólida, y la otra no. La una es
verdaderamente amistad, como ya he dicho; y la otra no lo es, y está a
gran distancia de la primera.
Por tanto, considerar al amigo desde este único y exclusivo punto
de vista es violentar los hechos y reducirse a sostener sólo paradojas,
porque es imposible comprender todas las amistades bajo una sola
definición.
La única solución que ya cabe se reduce a reconocer que, en un
sentido, la amistad primera es la única amistad real y verdadera; y que,
en un sentido diferente, todas las demás amistades existen lo mismo
que ésta, no confundidas en una homonimia equívoca y teniendo entre
sí una relación cualquiera y caprichosa, ni tampoco formando una sola
especie, sino refiriéndose todas a un sólo término superior. Pero como
el bien absoluto y el placer absoluto son una sola y misma cosa, y
marchan siempre juntos, si algo no se opone a que así suceda, el
verdadero amigo, el amigo absolutamente hablando, es también el
primer amigo, el amigo en el sentido primordial de esta palabra. Éste
es el que debemos buscar por lo que él es. Es preciso que tenga este
mérito a nuestros ojos, porque, en general, se quieren los bienes que se
desean en consideración a sí mismo, y, por tanto, es necesario que uno
quiera ser elegido teniendo aquella cualidad eminente. El verdadero
amigo stempre nos es absolutamente agradable, y he aquí por qué un
amigo, a cualquier título que lo sea, puede complacernos siempre.
Pero insistamos algo más sobre este punto, que constituye el
fondo mismo de la cuestión. ¿El hombre ama lo que es bueno para él, o
lo que es bueno en sí y absolutamente? ¿El acto mismo de amar no va
acompañado siempre de placer, de tal manera que la cosa que se ama
nos es siempre agradable? ¿O pueden negarse estos principios? Lo
mejor, sin duda, sería reunir estas dos cosas estos y fundirlas en una
sola. Por una parte, lo que no es absolutamente bueno y puede hacerse
absolutamente malo en ciertos casos, debe evitarse. Pero, de otra, lo
que no es bueno para el individuo, ninguna relación tiene con este
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individuo. Lo que se busca precisamente es que los bienes absolutos
continúen siendo bienes para el individuo. Ciertamente, se desea y se
debe buscar el bien absoluto, pero lo que para sí mismo se busca es lo
que es bien para uno, su bien personal, y es preciso obrar de manera
que estos dos bienes concuerden. Ahora bien, sólo la virtud puede con-
cordarlos, y la política en particular procura esta útil armonía a los que
aún no la tienen en sí mismos, con tal que el ciudadano que ella educa
esté predispuesto a seguirla en su cualidad de hombre; porque, gracias
a su naturaleza, los bienes absolutos serán igualmente bienes para él
individualmente. Por las mismas razones, si el hombre que ama a una
mujer es feo, y ella hermosa, el placer es lo que une los corazones, y,
por una consecuencia necesaria, el bien debe sernos agradable y dulce.
Cuando hay desacuerdo en esto es porque el ser no es absolutamente
bueno, y porque queda en el individuo una intemperancia que le
impide dominarse, porque este desacuerdo del bien y del placer en los
sentimientos que se experimentan es, precisamente, la intemperancia.
Luego, si la primera y verdadera amistad está fundada en la virtud,
resulta de aquí que los que la poseen son ellos también absolutamente
buenos. No se aman sólo porque sean recíprocamente útiles los unos
para los otros, sino que se aman, además, bajo otro concepto. Porque
puede entenderse el bien, en este caso, en dos sentidos; lo que es bueno
para tal persona en particular, y lo que es bueno de una manera
absoluta. Si puede hacerse esta distinción en razón de lo útil, otra igual
se puede hacer con respecto a las disposiciones morales en que uno
puede encontrarse; pues son cosas muy diferentes el ser útil de una
manera absoluta y el serlo, para tal individuo en particular; así, hay
gran diferencia, por ejemplo, entre hacer ejercicio y tomar remedios
para restablecer la salud. De aquí se infiere que la virtud es la
verdadera cualidad del hombre. En efecto, puede incluirse al hombre
entre los seres que son buenos por su propia naturaleza; y la virtud de
lo que es bueno por naturaleza es el bien absoluto, mi entras que la
virtud de lo que no es naturalmente bueno no es más que un bien
puramente individual y relativo.
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Lo mismo sucede respecto al placer. Pero, repito, la cuestión
merece la pena que nos detengamos en ella, porque es preciso saber si
la amistad es posible sin placer; qué importancia tiene esta
intervención del placer en la amistad; en qué consiste la amistad
precisamente; y, en fin, si es posible la amistad con alguno, únicamente
porque es bueno, aunque, por otra parte, no nos agrade; o si puede ser
un obstáculo a la amistad esta sola razón. Por otra parte, tomándose el
amor en dos sentidos, se puede preguntar si nace esto de que se cree
que, siendo bueno el acto de amar, no puede considerársele exento de
placer. Es cosa evidente que, así como en la ciencia las teorías que se
van descubriendo y los hechos que se van averiguando causan el más
sensible placer, así nos complacemos en ver y reconocer las cosas que
nos son familiares, y la razón, en uno y otro caso, es absolutamente
idéntica. Así, pues, lo que es bueno absolutamente es también
absolutamente agradable por una ley de la naturaleza, y complace a
aquellos para quienes es un bien. He aquí por qué los semejantes se
agradan tan pronto mutuamente y por qué el hombre es la cosa más
grata para el hombre. Ahora bien, si los seres gustan tanto unos de
otros, hasta cuando son incompletos, con mucha más razón se agradan
cuando son todo lo que deben de ser, y el hombre virtuoso es un ser
completo, si es que existe alguno. Luego, si el acto de amar va siempre
acompañado del que procura el conocimiento de la afección recíproca
que se tiene, es claro que, en general, puede decirse de la primera
suprema amistad que es una elección recíproca de cosas absolutamente
bellas y agradables, que se buscan únicamente porque son bellas y
agradables en sí. La amistad a esta altura es precisamente la
disposición moral de donde proceden esta elección y esta preferencia.
Su acto es toda su obra, y este acto nada tiene de exterior; pasa por
entero en el corazón del que ama; mientras que toda potencia es
necesariamente exterior, porque se ejerce sobre otro ser, o sólo se da a
condición de que este otro ser exista. Por esto amar es gozar, mientras
que no es gozar el ser amado. Ser amado es el acto del objeto que se
ama; pero amar es el acto propio de la amistad. Este acto sólo puede
encontrarse en el ser animado, mientras que el otro puede darse
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también en el ser inanimado, puesto que los seres inanimados y sin
vida pueden ser también amados. Pero, puesto que amar en acto el
objeto amado es servirse de este objeto, en tanto que se le ama, y que el
amigo es amado por su amigo en tanto que es amigo, y no, por
ejemplo, en tanto que es músico o médico, el placer que nace de él, en
tanto que es lo que es, puede llamarse justamente el placer de la
amistad. El amigo ama al amigo por él mismo, y no por otra cosa que
no es él, y, por consiguiente, si no goza en cuanto es virtuoso y bueno,
la relación que los une no es la primera y perfecta amistad. Por otra
parte, no hay circunstancia accidental que pueda dificultar la amistad,
ni desvirtuar la felicidad, que les da su virtuosa relación. Y así,
suponiendo que el amigo sienta algún olor insoportable, podrá
separarse de él en este caso, pero no por eso dejará de ser su amigo, ni
dejarle de mostrar su benevolencia, aunque no haga la vida común con
él.
Todos convienen en que en lo dicho consiste la primera y perfecta
amistad.
En cuanto a las demás amistades, todas se miden por ésta, y se las
discute, cotejándolas con ella. La amistad, en general, tiene algo de
sólido y firme, y aquélla, que es la perfecta, es la única que tiene esta
circunstancia. Es sólido aquello que se ha puesto a prueba, y las únicas
cosas que la soportan como es debido y que os dan plena seguridad,
son las que no se crean ni de repente ni fácilmente. No hay amistad
sólida sin confianza, y la confianza se adquiere con el tiempo, porque
es preciso experimentar a los hombres para poderlos apreciar; pues,
como dice Theognis:
"Para conocer los corazones, necesitamos más de un día;”
"Experimentad a los humanos como se experimenta un buey en el
trabajo.”
Tampoco hay amistad sin tiempo, porque sin él sólo se tiene el
deseo de ser amigos; simple disposición que se toma la mayoría de las
veces, sin pensar en ello, por la verdadera amistad. Porque basta que
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estén dispuestos a hacerse amigos, prestándose ya los mutuos servicios
que exige la amistad, para pensar que no tienen solamente el derecho
de ser amigos, sino, que lo son efectivamente; pero con la amistad
sucede lo que en todas las demás cosas; no se cura uno sólo por querer
curarse, y no basta tampoco querer ser amigos para serlo realmente. La
prueba es que los que se encuentran en esta disposición, los unos
respecto de los otros, y no han sido aún puestos a prueba, son
fácilmente accesibles a las sospechas. En las cosas, por lo contrario, en
que mutuamente se han mostrado lo que son, difícilmente se dejan
llevar de la desconfianza; mientras que en aquellas en que no ha tenido
lugar esa prueba es fácil dejarse sorprender cuando los calumniadores
aducen hechos algún tanto verosímiles. También es evidente que la
amistad, hasta en este grado, no se produce en el corazón de los
hombres malos porque el malo no se fía de nadie; es malévolo para
todo el mundo, y mide a los demás por sí mismo. También los buenos
son más fáciles de engañar si no están prevenidos y son desconfiados
como resultado de una experiencia anterior. He aquí por qué los malos
anteponen siempre al amigo las cosas que pueden satisfacer su mala
naturaleza. No hay uno sólo que ame más las personas que las cosas, y,
por consiguiente, nunca son amigos verdaderos; porque con
sentimientos de este género no es posible que todo llegue a ser común
entre los amigos. Se toma entonces al amigo como una agregación de
las cosas, y no a las cosas como una agregación de los amigos.
Otra consecuencia de lo dicho es que la primera y perfecta
amistad se extiende a pocos, porque es difícil poner a prueba un gran
número de personas. Para conocerlas bien, sería preciso vivir largo
tiempo con cada una de ellas, y no debe tratarse a un amigo como se
trata a un vestido. Es cierto que en todas circunstancias es propio de un
hombre sensato el escoger de dos cosas la mejor, y, ciertamente, si ha
hecho uso por mucho tiempo de una cosa no tan buena, sin haber
probado otra que es mejor, hará bien en probar esta última, Pero no
debe tomarse en lugar de un amigo antiguo un desconocido, cuando no
sabe si vale más. No hay amistad seria sin prueba; el ser amigo de uno
no es negocio de un solo día, necesita tiempo. De aquí viene el
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proverbio de la fanega de sal; es decir, que es preciso haber comido
una fanega de sal con uno antes de responder de él. Esto prueba que no
basta que el amigo sea bueno de una manera absoluta; es preciso que lo
sea para vos, y, sin esto, este amigo no sería vuestro amigo. Es bueno,
absolutamente hablando, por la sola razón de que es bueno, pero no se
es amigo sino porque es bueno a los ojos de otro. Es absolutamente
bueno y absolutamente amigo cuando se encuentran y concuerdan estas
dos condiciones, a saber: que lo que es absolutamente bueno lo es
también con relación a otro; y, por consiguiente, lo que es
absolutamente bueno se hace útil para otro, con tal que este otro,
aunque él mismo no sea absolutamente bueno, lo sea, sin embargo,
para su amigo. Ser amigo de todo el mundo impide hasta el amar;
porque es imposible acudir, a la vez, a tantas personas.
Es claro, después de todo lo dicho, que tenemos decir que la
amistad tiene algo de sólido, como la felicidad tiene algo de
independiente; y repito que ha habido razón para decirlo, porque sólo
la naturaleza tiene algo de sólido, y que las cosas exteriores jamás son
sólidas. Con mas razón se ha dicho que la virtud está en la naturaleza,
y que el tiempo es el que demuestra si es uno amado sinceramente,
probándose los amigos en el infortunio y no en la prosperidad.
Efectivamente, en las circunstancias penosas es cuando se ve con toda
evidencia si los bienes son comunes entre los amigos, porque entonces
los verdaderos amigos son los únicos que, sin preocuparse con los
bienes y los males a que está expuesta nuestra naturaleza, y que
constituyen habitualmente la desgracia o la fortuna de los hombres,
prefieren la persona de su amigo y no tratan de saber si estos bienes o
males existen o no existen. El infortunio descubre a los que no son
amigos verdaderos, y que lo han sido sólo por un interés pasajero. El
tiempo descubre igualmente a los unos y a los otros, a los verdaderos y
a los falsos. No se descubre pronto al amigo que lo es por interés, pero
en el momento se descubre al que lo es por placer, si bien no puede
decirse que baste un instante para reconocer al que debe agradaros
absolutamente. Muy bien pueden compararse los hombres a los vinos y
a los alimentos. Se siente la dulzura de éstos en el acto, mas, pasado
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algún tiempo, el objeto se hace desagradable y deja de ser grato al
paladar. Lo mismo sucede con los hombres, y lo que en ellos es
absolutamente agradable sólo con el tiempo y al final se sabe. El vulgo
mismo puede convencerse de la exactitud de esta observación; en
primer lugar, en vista de los hechos que ocurren en la vida, y en
segundo, porque sucede en esto como con aquellas bebidas que
parecen más dulces que otras, no precisamente porque sean agradables
a causa de la sensación que producen, sino sólo porque no se está
habituado a ellas y engañan al principio.
Concluyamos, pues, de todo lo dicho, que la primera y perfecta
amistad es la que hace que se pueda dar a todas las demás el amistad es
la que hace q nombre que tienen, es la amistad que se funda en la
virtud y en el placer causado por la virtud en la forma dicha más arriba.
Las amistades distintas de ésta pueden tener lugar entre jóvenes, entre
animales y entre los malos. Es bien conocido el proverbio que dice:
"Fácilmente, gustan unos de otros los que son de la misma edad;”
y también:
"El malo siempre busca al malo.”
No niego, en efecto, que los malos puedan gustar los unos de los otros,
pero no es en tanto que son malos ni en tanto que están privados de
vicio y dé virtud, sino en cuanto tienen cierta relación entre sí; como,
por ejemplo, si son ambos músicos y el uno gusta de la música y el
otro sabe tocar. En una palabra, puede decirse que nunca los hombres
gustan unos de otros sino por aquel lado en que tienen alguna cosa
buena. Además, los malos pueden ser útiles y serviciales los unos para
los otros, no de una manera absoluta, sino con la mira de un plan
particular, en el que no entra para nada el que sean buenos o malos. No
es imposible tampoco que un hombre vicioso sea amigo de un hombre
de bien, y que ambos puedan servirse según sus intenciones
respectivas. El malo puede ser útil para los proyectos del hombre de
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bien, y el hombre de bien emplea para estos proyectos hasta el hombre
desordenado, mientras que el malo no hace más que seguir las
tendencias de su naturaleza. En este caso, el hombre honrado no quiere
menos el bien; quiere absolutamente los bienes absolutos; sólo quiere
indirectamente los bienes que busca el malo, a quien se encuentra
ligado, y que pueden ayudarle a evitar la miseria o la enfermedad. Pero
el hombre de bien, aun en este caso, sólo obra en vista de los bienes
absolutos, en la misma forma que se bebe una medicina, no
precisamente porque se la quiere beber, sino sólo en vista de otra cosa,
que es la salud. Repito que el malo y el hombre de bien pueden estar
ligados como lo están los que no son virtuosos. El malo puede agradar
al hombre de bien, no en tanto que malo, sino en cuanto tiene con él
alguna cualidad común; por ejemplo, si es músico como él. El malo
puede estar unido con el bueno en tanto que siempre hay algo de bueno
en todos los hombres, y por esta razón muchos se unen entre sí, sin
que, por otra parte, sean buenos, pero se ligan con cada uno por el
punto por el que pueden entenderse, porque, repito, todos los hombres
sin excepción tienen en sí mismo alguna pequeña parte de bien.
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CAPÍTULO III
DE LA IGUALDAD EN LA AMISTAD
Éstas son, pues, las tres especies de amistad. En todas, según se
ve, a consecuencia de cierta igualdad que hay entre las personas, se da
a estas relaciones diversas el nombre común de amistad. Así, los
amigos que se unen por la virtud son amigos mediante una igualdad de
virtud que hay entre ellos. Pero hay otra diferencia en la amistad que
resulta de la superioridad de uno de los dos amigos, como la virtud de
Dios es superior a la virtud del hombre. Esta es otra clase de amistad,
y, en general, es la amistad entre el jefe que manda y el súbdito que
obedece, amistad tan diferente como el derecho del uno respecto del
otro. Hay, sin embargo, entre ellos igualdad proporcional, pero no
igualdad numérica. En este género de amistad pueden incluirse las
relaciones entre el padre y el hijo, entre el bienhechor y el favorecido.
Y aun en estos casos se encuentran diferencias de consideración, como,
por ejemplo, en la afección del padre por el hijo y la del marido por la
mujer, porque esta última es relación de jefe a súbdito, y la otra de
bienhechor a favorecido. En estas amistades no hay reciprocidad de
afecto, o, por lo menos, es una reciprocidad muy diferente. ¿Qué cosa
más ridícula que echar en cara a Dios que no ame como se le ama, o
dirigir este cargo al jefe con relación a su súbdito? El jefe debe ser
amado y no está obligado a amar, o, si lo hace, debe amar de otra
manera. Ninguna diferencia hay en el placer que causa el amor, sea que
un hombre independiente y rico lo experimente al gozar de su
propiedad o de los demás bienes domésticos, sea que a un pobre se lo
produzca la fortuna que le proporcione medios de satisfacer las
necesidades que experimenta.
Las observaciones que preceden pueden aplicarse a los amigos,
que se unen, ya por interés, ya por placer; quiero decir que unas veces
hay igualdad entre ellos, y otras hay superioridad de parte de uno de
los dos. Por esta razón, los que están unidos sobre la base de la
igualdad se creen con derecho a quejarse cuando de su relación no
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sacan un provecho igual o ventajas iguales, o placeres iguales. Esto es
lo que sucede frecuentemente en las relaciones de amor, pues no es
otro el origen de las querellas que tan frecuentemente separan a los
enamorados. El que ama ignora que no son los mismos los motivos que
mueven al corazón por una y otra parte; y el que es amado cree tener
justo motivo de queja cuando dice: "Sólo un hombre que no ama puede
hablar de esa manera". Esto nace de que cada cual cree, por su parte,
que ambos se hallaban en la misma situación al unirse en amistad
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CAPÍTULO IV
DE LA DESIGUALDAD EN LA AMISTAD
Así, pues, cada una de las tres especies de amistad que son,
repito, la amistad por virtud, la amistad por interés y la amistad por
placer, puede todavía dividirse en dos clases; unas que descansan en la
igualdad, y otras que se forman a pesar de la superioridad de uno de los
amigos. Ambas son amistades verdaderas; sin embargo los verdaderos
amigos lo son mediante la igualdad, porque sería absurdo decir que un
hombre es amigo de un niño, porque le ama y es amado por él. Hay
casos en que es preciso que el superior sea sinceramente amado; y, sin
embargo, si a su vez ama, se le echa en cara que ama a uno que no es
digno de su afecto, porque se mide la amistad por el mérito de los que
la cultivan y al tenor de cierta especie de igualdad que se establece
entre los amigos. Unas veces es la diferencia de edad la que hace la
amistad poco conveniente, y otras es la diferencia de virtud, de
nacimiento o de cualquiera otra circunstancia la que da a uno de los
amigos una superioridad demasiado señalada. El superior debe siempre
amar menos o no amar, aun cuando en un principio haya tenido origen
la amistad en el interés, en el placer y aun en la virtud.
Cuando la diferencia de superioridad es poco sensible, se
comprende que puede haber ciertas disensiones entre los amigos. Con
respecto a las cosas materiales, hay casos en que una pequeña
diferencia no tiene la menor gravedad; por ejemplo, cuando se trata de
pesar madera; pero, en cambio, sucede lo contrario cuando se trata de
pesar oro. Ordinariamente, se juzga muy mal de la pequeñez de las
cosas; nuestro propio bien nos parece muy grande porque nos toca de
cerca; mientras que el bien ajeno nos parece muy mezquino porque
está distante. Pero cuando la diferencia es excesiva, a los hombres
mismos no se les ocurre ya exigir la reciprocidad, sobre todo una
reciprocidad exactamente igual. ¿Podrá suponerse, por ejemplo, que
Dios debe amarnos tanto como nosotros le amamos?
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Es, por tanto, perfectamente evidente que para ser amigos es
preciso ser siempre en cierto modo iguales, y que dos pueden también
amarse recíprocamente sin ser amigos. Esto explica por qué los
hombres en general buscan la amistad en que son superiores, más bien
que la amistad de igualdad, porque en ello encuentran a la vez la
ventaja de ser amados y el sentimiento de su superioridad. He aquí
también por qué muchos prefieren el adulador al amigo, porque la
adulación hace creer al que se deja adular que tiene aquellas dos
ventajas reunidas. Los ambiciosos son, principalmente, los que buscan
esta clase de amistades, porque ser admirado es ser superior. En la
amistad, los hombres se dividen, naturalmente, en dos clases; los unos
son afectuosos, los otros ambiciosos. Es un hombre afectuoso cuando
se complace más en amar que en ser amado, y es uno ambicioso
cuando se complace más en ser objeto de afección que en corresponder
a ella. El que goza en verse amado y admirado es amigo de su propia
superioridad, mientras que el que se complace en amar es
verdaderamente afectuoso. Cuando se ama, necesariamente se obra;
mientras que el ser amado es un accidente puramente pasivo; puede no
saberse que uno es amado, pero es imposible ignorar que se ama.
Además, es más conforme con el carácter de la amistad el amar que el
ser amado, y el ser amado afecta más el objeto mismo del amor. Prueba
de ello es que el amigo prefiere conocer el objeto de su pasión a ser
conocido por él en los casos en que la elección es inevitable. Esto es lo
que hacen las mujeres en los transportes del corazón, y lo que hace
Andrómaca de Antifón. Cuando se desea ser conocido, parece que no
se piensa absolutamente en otra cosa que en sí mismo, y que se quiere
gozar personalmente sin hacer partícipe a otro de este placer, mientras
que conocer a aquel que se ama tiene por fin y término procurarle un
placer y amarle. He aquí por qué estimamos tanto y alabamos a los que
conservan afecto a los muertos, porque conocen y no son conocidos.
En resumen, hemos hecho ver hasta aquí que hay muchas clases
de amistad, y que son hasta tres; hemos demostrado que son cosas muy
diferentes ser amado y corresponder a la afección de que es uno objeto;
y, por último, hemos explicado las diferencias que hay entre los
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amigos, según que son iguales o que hay superioridad de parte de uno
de ellos.
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CAPÍTULO V
CONCILIACIÓN DE LAS OPINIONES OPUESTAS
SOBRE LA NATURALEZA DE LA AMISTAD
Como ya dije al principio de este tratado, la palabra amigo se ha
tomado en un sentido demasiado general en las teorías superficiales
que se han emitido sobre la amistad. Según hemos visto, unos
sostenían que el amigo es lo semejante, y otros que lo contrario. Ahora
debemos explicar las verdaderas relaciones de lo semejante y de lo
contrario con las diversas amistades que hemos indicado.
Se puede, desde luego, reducir la noción de lo semejante a la de
lo agradable y de lo bueno, porque lo bueno es simple, mientras que lo
malo es de formas muy múltiples. El hombre verdaderamente bueno
siempre es semejante a sí mismo y no muda jamás de carácter; lejos de
esto, el malo, el insensato, no se parece en nada de la mañana a la
tarde. Y así, los malos, como no tengan que concertarse para algún
objeto, no son amigos unos de otros, están constantemente divididos, y
la amistad que no es sólida no es amistad. En este sentido, el semejante
es el amigo, porque el bueno es semejante. Pero en otro sentido puede
decirse que lo semejante se confunde con lo agradable porque las
mismas cosas son agradables a los que se asemejan; y es una ley
natural que todo ser gusta en primer lugar de sí mismo. He aquí por
qué los mismos sonidos de la voz, las maneras, las relaciones
cotidianas, son tan agradables a los miembros de una misma familia, y
añado que lo mismo sucede entre los animales. Éstos son aspectos
según, los que también los malos pueden, como los demás, amarse
entre sí:
"Y el malo siempre busca al malo.”
Por otra parte, puede sostenerse que lo contrario es el amigo de lo
contrario, como puede serlo lo útil, porque lo semejante es inútil a su
semejanza. Así, el dueño tiene necesidad del esclavo, y el esclavo del
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dueño; así, el marido y la mujer tienen necesidad el uno del otro, y así,
lo contrario es a la vez agradable y deseado en tanto que útil, y si no es
el objeto que se busca, sirve, por lo menos, para llegar a él. En efecto,
cuando se obtiene lo que se desea se ha alcanzado ya el fin mismo a
que se aspira, y no se desea ya lo contrario, como lo caliente desea lo
frío, y como lo seco desea lo húmedo. Desde cierto punto de vista hasta
la amistad de lo contrario puede pasar por un bien. Y, así, los
contrarios se desean mutuamente por la interposición del medio en que
se juntan. Se buscan como las piezas de un objeto que se recompone,
porque de la reunión de ambos es como se forma un solo y único
medio. Pero añado que sólo por accidente e indirectamente es como lo
contrario desea lo contrario, porque en sí sólo desea la posición
intermedia del medio; y, repito, los contrarios no pueden desearse
mutuamente; sólo es el medio el que desean. Cuando ha habido
demasiado frío, se busca el medio para calentarse; cuando ha habido
demasiado calor, se busca también aquél para enfriarse; y lo mismo
sucede en todas las demás cosas. Si acontece otra cosa, se está siempre
en la esfera del deseo, y jamás en los medios. Por lo contrario, el que
ha llegado al justo medio goza con él sin desear las cosas que son
naturalmente agradables, mientras que los otros sólo gozan con lo que
excede de las cualidades y de los límites naturales del medio. Hay más;
esta especie de amistad entre los contrarios podría extenderse y
aplicarse también a las cosas inanimadas; pero el verdadero amor sólo
se produce cuando existe el medio con respecto a seres animados y
vivos. He aquí por qué muchas veces gusta uno de los seres que son
respecto de nosotros los más desemejantes; los hombres austeros
gustan de los risueños y los de carácter ardiente de los perezosos.
Podría decirse que los unos reemplazan a los otros en el verdadero
medio. Sólo indirectamente, como acabo de decir, los contrarios son
amigos, y sólo lo son a causa del bien que se hacen recíprocamente.
Conforme a las explicaciones que acabarnos de dar, debe verse
ahora cuáles son las especies de amistad, cuáles las diferencias que
distinguen los amigos amantes de los amados, y, en fin, bajo qué
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condiciones pueden los hombres ser amigos sin que exista un afecto
recíproco.
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CAPÍTULO VI
DEL AMOR PROPIO
Se ha discutido mucho si el hombre puede o no amarse a sí
mismo. Hay personas que creen que lo primero de todo es amarse a sí
mismo, y que, convirtiendo en regla el amor propio, miden por él todas
amistades para juzgarlas. Pero si nos atenemos a la teoría y a los
hechos que se producen evidentemente entre los amigos, estos dos
géneros de afección son contrarios en ciertos conceptos y en otros
parecen semejantes. La amistad que uno se profesa a sí mismo tiene
cierta analogía con la amistad, pero, absolutamente hablando, no es la
amistad, porque ser amado y amar deben necesariamente encontrarse
en dos seres completamente distintos. Pero se dirá: lo que prueba que
uno puede amarse a sí mismo es lo que se dice del hombre templado y
del intemperante, que lo son en cierta manera a la vez con plena
voluntad y a pesar suyo, porque en ellos las diversas partes del alma
están en cierta relación las unas con las otras. Poco más o menos es el
mismo fenómeno el ser uno su propio amigo o su propio enemigo, o el
hacerse daño a sí mismo. Todo esto supone dos seres necesariamente, y
dos seres separados y distintos. Si se admite que el alma puede ser dos
en cierta manera y que se divide, entonces estos fenómenos son
posibles en cierto sentido; pero si no se admite esta división, se hacen
imposibles. Según las maneras de ser del individuo para consigo
mismo, es como pueden definirse los diferentes modos de amar de que
hablamos ordinariamente en nuestros estudios. Y así, a los ojos de
muchos, el amigo es el que quiere el bien de otro o lo que cree ser su
bien, sin pensar para nada en las ventajas personales que él pueda
obtener, y sólo pensando en su amigo. Desde otro punto de vista parece
que se ama, sobre todo, a aquel cuya existencia se desea por él, y no
por uno mismo, aun sin participar de sus bienes y sin vivir con él. En
fin, desde el último punto de vista, se llama amigo a aquel con quien se
quiere vivir para gozar de su trato y no por otro motivo, como los
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padres que desean la existencia de sus hijos y viven, sin embargo, con
otras personas.
Todas estas opiniones sobre la amistad se rechazan y se excluyen
mutuamente. Uno exige que vuestro amigo piense absolutamente sólo
en vos; otro que sólo piense en vuestra existencia; un tercero que sólo
desee vivir con vos; y de otra manera y sin estas condiciones se declara
que no existe la amistad. En cuanto a nuestra opinión, creemos que
participar del dolor de otro sin segunda intención es darle una prueba
de verdadero afecto; pero no como los esclavos que cuidan a sus amos,
porque estos enfermos, por lo común, tienen generalmente muy mal
humor, y les prestan estos cuidados sin pensar para nada en ellos. Es
preciso que sea al modo de las madres que participan de los disgustos
de sus hijos; o de ciertos pájaros machos que comparten con las
hembras el dolor y las penas de la maternidad. El verdadero amigo no
se limita sólo a atestiguar su simpatía por el sufrimiento de su amigo,
sino que trata también de participar de este sufrimiento; así, por
ejemplo, compartiría la sed con su amigo, si fuese posible, o, por lo
menos, se esfuerza siempre en acercarse cuanto puede a esta
comunidad. La misma observación tiene lugar con respecto a la alegría
que comparte con su amigo; es preciso que se regocije por el amigo
mismo y sin otro motivo que el goce que éste experimenta. De aquí
nacen todas esas explicaciones que se dan de la amistad, cuando se
dice: "La amistad es una igualdad; los amigos verdaderos no tienen
más que un alma".
Con más razón se pueden aplicar todos estos razonamientos al
individuo solo. Es bueno que el individuo desee para sí mismo su
propio bien. Nadie se sirve a sí mismo con la mira de otro fin, ni por
ganar el favor de nadie. No puede comunicarse uno a sí mismo el
servicio que se ha hecho, porque él es uno solo; y el que quiera hacer
saber a otro que le ama parece que quiere más bien que se le ame que
no amar él realmente. En cuanto a desear la vida de alguno, a querer
vivir siempre con él, participar de sus alegrías y de sus dolores, a no
tener, en una palabra, mas que un alma, y a no poder pasar el uno sin el
otro, y morir si se es necesario juntos, he aquí lo que hace en grado
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eminente el individuo, en tanto que es él solo y que, al parecer, está
consigo mismo en una sociedad perpetua. Éstos son, lo reconozco,
todos los sentimientos que el hombre de bien experimenta para consigo
mismo. En el hombre malo, por lo contrario, todos estos sentimientos
están en desacuerdo; no está menos dividido que el intemperante, y he
aquí por qué puede ser hasta su propio enemigo. Pero, en tanto que el
individuo es uno e indivisible, se desea y se ama siempre a sí mismo.
Pues bien, esto es precisamente lo que son el hombre de bien y el
amigo, cuya afección es inspirada sólo por la virtud. Pero el hombre
malo no es uno: es muchos; cambia en un solo día absolutamente y está
cien veces disgustado de sí mismo; de donde concluyo que el amor que
tiene uno a su propia persona puede reducirse a la amistad del hombre
virtuoso. Como el hombre de bien es, en cierto sentido, semejante a sí
mismo, es uno y es bueno para sí, y en este sentido es su propio amigo
y se desea a sí mismo. El hombre de bien es conforme a la naturaleza,
mientras que el malo es un ser contra la naturaleza.
Además, el hombre de bien no tiene motivo para ofenderse a sí
mismo, como lo hace alguna vez el hombre corrompido; en su persona
misma el último hombre no insulta al primero, como lo hace el que
tiene remordimientos; ni el hombre actual insulta al precedente, como
sucede con el mentiroso. En una palabra no hay en él esas distinciones
de que hablan los sofistas cuando separan sutilmente a Corisco del
buen Corisco. Lo que prueba todo lo bueno que hay hasta en estas
naturalezas perversas es que los malos, acusándose a sí mismos, llegan
hasta darse la muerte, por más que todo hombre trata siempre de ser
bueno para consigo mismo. El hombre de bien, en tanto que es
absolutamente bueno, trata de ser también su propio amigo, como ya
he dicho, porque tiene en sí mismo dos elementos que, naturalmente,
quieren ser amigos el uno del otro y que es imposible separar. He aquí
como en la especie humana cada individuo puede decirse que es su
propio amigo, mientras que nada de esto sucede con los demás
animales; el caballo, por ejemplo, no puede pasar nunca por amigo de
sí mismo. Avanzo a más y digo que en la especie humana los niños
tampoco lo son, y que sólo se hacen amigos de sí mismos cuando son
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capaces de escoger y preferir alguna cosa con intención. Sólo entonces
puede estar el niño en desacuerdo consigo mismo, resistiendo al deseo
que le arrastra. La amistad para consigo mismo se parece mucho a las
afecciones de familia. No está en nuestra mano disolver ni éstas ni
aquélla. Por mucho que regañen los parientes, no por eso dejan de serlo
y el individuo, a pesar de sus divisiones intestinas, no por eso deja de
ser uno durante toda su vida.
Después de lo que acaba de decirse, puede verse en cuántos
sentidos puede tomarse la palabra amar; y no es menos claro que todas
las amistades, cualesquiera que ellas sean, pueden reducirse a la
primera y perfecta amistad.
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CAPÍTULO VII
DE LA CONCORDIA Y DE LA BENEVOLENCIA
Un punto que también pertenece a este estudio es el análisis de la
concordia y de la benevolencia, porque la amistad y la benevolencia
son sentimientos que, según muchos, se confunden, o que, por lo
menos, no pueden existir el uno sin el otro. A mi parecer, la
benevolencia no es la amistad, ni tampoco es absolutamente diferente.
Lo que hay de cierto es que, dividiéndose la amistad en tres especies, la
benevolencia no se encuentra ni en la amistad por interés, ni en la
amistad por placer. Si queréis el bien para alguno porque os es útil, no
lo queréis entonces por esa persona, lo queréis por vuestro interés. Por
lo contrario, la benevolencia, lo mismo que la verdadera amistad, se
dirige, no al que la siente, sino a aquel por quien se siente. Por otra
parte, si la benevolencia se confundiese con la amistad por placer, se
tendría benevolencia también para las cosas inanimadas. De aquí se
infiere evidentemente que la benevolencia se refiere a la amistad
moral. Por lo demás, el hombre benévolo no hace más que querer,
mientras que el amigo debe llegar hasta realizar el bien que quiere,
porque la benevolencia no es más que el principio de la amistad. Todo
amigo es necesariamente benévolo, pero todo corazón benévolo no es
un corazón amigo. El hombre benévolo no hace mas que comenzar a
amar, y por esto se dice de la benevolencia que es el principio de la
amistad, pero no es todavía la amistad.
Los amigos están, al parecer, en un perfecto acuerdo, así como los
que están de acuerdo entre sí parecen ser amigos. Pero la concordia,
por amistosa que pueda ser, no se extiende a todo indistintamente, sino
que se extiende tan sólo a las cosas que deben hacer de concierto los
que están así en buen acuerdo y a todo lo que concierne a su vida
común. No es, precisamente, el que estén de acuerdo en pensamientos
y gustos, porque puede suceder que, por una y otra parte, se deseen
cosas contrarias, y que suceda aquí lo que pasa con el intemperante,
que vive en continuo desacuerdo. Pero lo que conviene es que la
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resolución y el deseo de obrar concuerden completamente de ambos
lados.
La concordia, por otra parte, sólo es posible entre hombres de
bien porque los malos, deseando y ansiando las mismas cosas, sólo
piensan en dañarse mutuamente.
La palabra concordia, lo mismo que la palabra amistad, no puede
tomarse, al parecer, de una manera absoluta. Hay muchas especies de
concordia. La primera, que es la verdadera, es buena por naturaleza, lo
cual hace que los malos no puedan conocerla jamás; la otra puede
encontrarse igualmente entre los malos, cuando por casualidad buscan
y desean un mismo objeto. Pero para que los malos se entiendan es
preciso que deseen las mismas cosas, de manera que ambos las
obtengan al mismo tiempo, porque, a poco que deseen una sola y
misma cosa, si no la pueden obtener a la vez, no dudan en luchar para
arrancarla, y los que están verdaderamente en buen acuerdo no luchan
jamás. Hay concordia verdadera cuando hay la misma opinión, por
ejemplo, en lo tocante al mando y a la obediencia, no sólo para que el
poder y la obediencia sean alternativos, sino, a veces, para que no
muden de manos. Esta especie de concordia con la que constituye la
amistad social, la unión de unos ciudadanos con otros.
Esto es lo que teníamos que decir acerca de la concordia y de la
benevolencia.
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CAPÍTULO VIII
DE LA AFECCIÓN RECÍPROCA ENTRE
BIENHECHORES Y FAVORECIDOS
Se pregunta por qué los bienhechores aman más a sus favorecidos
que éstos a sus bienhechores. En buena razón parece que debería
suceder todo lo contrario. Podría creerse que el interés y la utilidad
personal explican suficientemente esto, y decir que el uno es un
acreedor a quien se debe, y el otro un deudor que debe. Pero no sólo
existe esta diferencia, sino que, además, hay una cosa que es muy
natural. El acto simple es, en efecto, siempre preferible, y la relación es
igual entre la obra producida por el acto y el acto que la produce. El
favorecido, en cierta manera, es la obra del bienhechor, y por esto hasta
los animales muestran una ternura tan viva para con los pequeños,
primero al darles la existencia, y después al conservarlos una vez que
han nacido. Por esta razón, los padres, menos tiernos, por otra parte,
que las madres, aman más a sus hijos que éstos los aman a ellos, y
estos hijos, a su vez, aman a los suyos más que a sus padres. Esto nace
de que el acto es lo mejor y lo más superior que existe. Y si las madres
aman más que los padres es porque creen que los hijos son más su
obra. Se mide la obra por el trabajo que cuesta, y en la procreación
lleva la madre la mayor pena.
Hagamos aquí alto en lo relativo a la amistad, tanto la que puede
uno tener consigo mismo, como la que puede tenerse con los demás.
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CAPÍTULO IX
DE LA JUSTICIA EN LA AMISTAD Y EN OTRAS
RELACIONES
Al parecer, la justicia es una especie de igualdad, y la amistad
consiste en la igualdad, a no ser que sea un error el decir que la amistad
no es más que una igualdad. Todas las constituciones políticas no son,
en el fondo, otra cosa que formas de la justicia. Un Estado es una
asociación, y toda asociación no se sostiene sino mediante la justicia,
de tal manera que todas las formas de la amistad son otras tantas
formas de la amistad son otras tantas formas de la justicia y de la
asociación. Todas estas cosas se tocan, y sólo hay entre ellas
diferencias casi insensibles. En las relaciones entre el alma y el cuerpo,
el obrero y su instrumento, el dueño y su esclavo, que son casi las
mismas, no hay verdadera asociación, porque en un caso no hay dos
seres sino uno, y en otro sólo hay la propiedad de un solo y mismo
individuo. Tampoco se puede concebir el bien de uno y de otro
separadamente, sino que el bien de ambos es el bien del ser único en
cuyo obsequio se ha hecho. Así, el cuerpo es un instrumento congénito
del alma, y el esclavo es como una parte y un instrumento separable
del dueño, y el instrumento del obrero es una especie de esclavo
inanimado. Todas las demás asociaciones puede decirse que son una
parte de la asociación política, tales como las asociaciones de las
Fratrias, de los Misterios, etc., y hasta las asociaciones mercantiles y
lucrativas son también especies de Estados. Ahora bien, todas las
constituciones con sus diversos matices se encuentran en la familia, lo
mismo las constituciones puras que las degeneradas, porque lo que
pasa en los Estados se parece mucho a lo que tiene lugar en las
diversas especies de armonías. Puede decirse que el poder real es el del
marido sobre la mujer; y la república la relación de unos hermanos con
otros. La degeneración de estas tres formas puras es sabido que da
lugar a la tiranía, a la oligarquía y a la democracia, y hay tantos
derechos y justicias diferentes como diferencias en la forma de las
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constituciones. Por otra parte, como hay igualdad de número y,
además, igualdad de proporción, debe haber otras tantas especies de
amistad y de asociación. La simple asociación de compañeros y la
amistad que los une sólo se refieren al número; en ella todos están
sometidos a la misma medida. En las asociaciones proporcionales la
que es aristocrática y real es la mejor, porque el derecho no es idéntico
para el superior y para el inferior, siendo lo único justo entre ellos la
proporción.
Lo mismo sucede con la amistad entre el padre e hijo y con todas
las asociaciones de este género.
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CAPÍTULO X
DE LA SOCIEDAD CIVIL Y POLÍTICA
Entre las amistades pueden distinguirse las del parentesco, la del
compañerismo, la de la asociación, y por último, la que puede llamarse
civil y política. La amistad de familia o de parentesco tiene muchas
especies: la de los hermanos, la del padre, la de los hijos, etc. La una,
que es la del padre, es proporcional; la otra, la de los hermanos, es
puramente numérica. Esta última se aproxima mucho a la afección de
los compañeros, porque en aquella como en ésta se reparten con
igualdad todos los beneficios.
La amistad civil y política descansa en el interés, en cuya vista
principalmente se ha formado. Los hombres se han reunido porque no
podían bastarse a sí mismos en el aislamiento, si bien el placer de vivir
juntos ha sido capaz por sí solo de fundar la sociedad. La afección que
los ciudadanos se tienen mutuamente bajo un gobierno de forma
republicana y de las derivadas de ésta tiene el privilegio de descansar,
no sólo en la amistad ordinaria, sino en que los hombres se reúnen en
este caso como amigos verdaderos, mientras que en las otras formas de
gobierno hay siempre una jerarquía de superior a inferior. Lo justo
debe establecerse, sobre todo, en la amistad de los que están unidos por
interés, y esto es, precisamente, lo que realiza la justicia civil y
política. De una manera muy distinta se reúnen el artista y el
instrumento; por ejemplo, la sierra en manos del operario. Aquí no hay,
a decir verdad, un fin común, porque su relación es la que tiene el alma
con el instrumento, y viene únicamente en interés del que emplea el
instrumento. Esto no impide que, por otra parte, se cuide el
instrumento hasta donde sea necesario, para realizar la obra que ha de
ejecutarse, porque el instrumento sólo existe en consideración a esta
obra. Así, en el barreno pueden distinguirse dos elementos, siendo el
principal el acto mismo del barreno, es decir, la perforación; y en esta
clase de relaciones puede colocarse el cuerpo y el esclavo, como ya
hemos dicho.
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Indagar cómo debe uno conducirse con un amigo es, en el fondo,
indagar lo que es la justicia. De una manera general, la justicia sólo se
aplica a un ser amigo. Lo justo se refiere a ciertos seres, que están
asociados por cierto motivo; y el amigo es un asociado, primero a
causa de la raza y de la especie, y después mediante la vida común. Y
esto es porque el hombre no sólo es un ser político y civil, sino también
miembro de una familia. No se empareja el macho con la hembra por
un tiempo dado, como los demás animales que lo hacen al azar,
permaneciendo después en el aislamiento, sino que, para su unión,
necesitan condiciones precisas ..., como sucede con los cañones de una
flauta. El hombre es un ser formado para asociarse con todos aquellos
que la naturaleza ha creado de la misma familia que él, y habría para él
asociación y justicia, aun cuando el Estado no existiese. La familia, el
hogar, es una especie de amistad, mientras que entre el dueño y el
esclavo hay la misma amistad y unión que la que existe entre el arte y
los instrumentos, y entre el alma y el cuerpo. Indudablemente, éstas no
son precisamente amistades, ni esto es justicia, sino que es cierta cosa
análoga y proporcional, el remedio que cura al enfermo, que nada tiene
de normal ni de sano precisamente, sino que es cierta cosa análoga y
proporcional a su estado. La afección entre el hombre y la mujer es, a
la vez, una utilidad y una asociación; la del padre por el hijo es como la
de Dios respecto del hombre, como la del bienhechor respecto del
favorecido, en una palabra, como la del ser que manda por naturaleza
respecto del ser que debe naturalmente obedecer. El afecto entre los
hermanos descansa, sobre todo, como el de los compañeros, en la
igualdad:
"Sí, mi hermano es tan legítimo como yo;
"Nuestro Padre común es Júpiter, mi rey."
Estos versos del poeta se ponen en boca de los que sólo quieren la
igualdad. Por consiguiente, en la familia es donde se encuentra el
principio y el origen del amor, del Estado y de la justicia.
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Recuérdese que hay tres especies de amistad; primero, amistad
por virtud; después, por interés, y, en fin, por placer. Se ha visto
también que hay dos grados en todas ellas, porque cada una descansa,
o en la igualdad de los dos amigos, o en la superioridad de uno de
ellos. El género de justicia, que se aplica a cada una, debe surgir
claramente de todas nuestras discusiones precedentes. Cuando uno de
los dos es superior, debe dominar la proporción. Pero esta proporción
no puede ser ya la misma, sino que el superior debe figurar en ella en
sentido inverso, de tal manera que la relación que se da entre él y el
inferior se reproduzca, invirtiéndose entre todo lo que viene de éste
inferior a él y todo lo que va de éI a éste inferior, siendo siempre esta
relación la de un jefe que manda respecto de un súbdito que obedece.
Si no existe esta relación entre ellos, habrá una igualdad puramente
numérica, porque, en este caso, sucederá aquí lo que sucede
ordinariamente con las demás asociaciones, que tan pronto reina en
ellas la igualdad numérica como la proporcional. Si en una asociación
han contribuido los asociados con una parte de dinero numéricamente
igual, deben tener también en la distribución de beneficios una porción
numéricamente igual, y si no contribuyeron con partes iguales, deben
participar de una parte proporcional. Pero en la amistad el inferior
tuerce la proporción y une en provecho suyo los dos ángulos por una
diagonal, en lugar de tener uno sólo de los lados . Pero el superior
parece tener entonces menos de lo que le corresponde, y la amistad y la
asociación se convierten para él en una carga. Es preciso, pues,
restablecer en este caso la igualdad de otra manera y rehacer la
proporción destruida. El medio de restablecer esta igualdad es el honor
que, como a Dios, pertenece al jefe llamado por la naturaleza a mandar
y que le debe el que obedece. Es preciso, pues, que el provecho de una
parte sea igual al honor de la otra. Pero la afección fundada sobre la
igualdad es precisamente la afección civil y republicana. La afección
civil sólo descansa en el interés, y así como los Estados sólo son
amigos por este motivo, por la misma razón lo son, también, los
ciudadanos entre sí:
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"Atenas detesta a Megara y es ingrata con ella.”
Y los ciudadanos no se acuerdan tampoco unos de otros desde el
momento en que no se son útiles recíprocamente, como que esta
amistad sólo dura el tiempo que dura una relación del momento. Esto
nace de que en esta asociación política y republicana el mando y la
obediencia no vienen de la naturaleza, ni tienen nada de real: se
substituyen alternando. No se manda para hacer el bien, como Dios, y
sí sólo para que reine la igualdad en los beneficios que se obtienen y en
los servicios que se hacen. Por tanto, la elección política y republicana
pide absolutamente descansar en la igualdad.
La amistad por interés presenta también dos especies; una, que se
puede llamar legal, y otra moral. La afección política y republicana
mira, a la vez, a la igualdad y al provecho, corno sucede, con los que
venden y compran, y de aquí el proverbio: "Las buenas cuentas hacen
buenos amigos". Cuando esta amistad política resulta de una
convención formal, tiene, además, un carácter legal. Pero cuando se
fían pura y simplemente los unos de los otros tiene más bien el carácter
de la amistad moral y de la que se da entre compañeros. Ésta, más que
ninguna otra, es la que da lugar a recriminaciones; y la causa es porque
todo esto es contrario a la naturaleza. La amistad por interés y la
amistad por virtud son muy diferentes, y estos de que venimos
hablando quieren unir, a la vez, las dos cosas; no se acercan unos a
otros sino por interés; crean una amistad puramente moral, como si
sólo les guiase un sentimiento de virtud, y a consecuencia de esta
confianza ciega no han tenido el cuidado de contraer una amistad legal.
En general, de las tres especies de amistad, en la de interés es en la que
tienen lugar más recriminaciones y mas quejas. La virtud está siempre
al abrigo de todo cargo. Los que sólo se unen por placer, después de
haber recibido y dado cada cual su parte, se separan sin trabajo. Pero
los que están sólo unidos por el interés no rompen tan prontamente, a
menos que estén ligados por compromisos legales o por afecto de
compañerismo. Sin embargo, en las relaciones que tienen por base el
interés, la relación legal es la menos sujeta a disputas. La solución que,
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en nombre de la ley, concilia a las dos partes tiene lugar en dinero,
puesto que por el dinero se mide la igualdad en semejantes casos. Pero
en una relación puramente moral, la solución debe ser completamente
voluntaria. En algunos países rige esta ley: los que han contratado
amistosamente no podrán acudir a los tribunales para hacer valer las
convenciones voluntarias. Esta ley es muy sabia, puesto que los
hombres de bien no acuden, naturalmente, a la justicia de los
tribunales, y, como hombres de bien, han tratado los que se encuentran
en este caso. En esta especie de amistad es muy difícil saber hasta qué
punto pueden ser fundadas las mutuas recriminaciones, porque se han
fiado uno de otro moral y no legalmente. Hay gran dificultad entonces
en discernir con completa justicia quién tiene razón. ¿Deberá mirarse al
servicio que se ha hecho, a su valor y a su cualidad? ¿O será preciso
mirar más bien al que lo ha recibido? Porque puede suceder lo que dice
Theognis:
"Es poco para ti, diosa, y mucho para mí.”
Puede hasta acontecer que sea para ambos absolutamente lo
contrario y que puede repetirse aquel dicho bien conocido:
"Para ti no es más que un juego; mas para mí es la muerte.”
He aquí de dónde nacen todas las recriminaciones. El uno cree
que se le debe mucho, porque ha prestado un gran servicio, y en un
caso urgente ha servido a su amigo, o bien alega otros motivos,
considerando sólo la utilidad del servicio que ha hecho, sin pensar en
lo poco que le ha costado. El otro, por lo contrario, no ve más que lo
que el servicio ha costado al bienhechor, y no el provecho que él ha
sacado. A veces también acrimina el mismo que ha recibido el
beneficio, y mientras él recuerda, por su parte, el mezquino provecho
que ha sacado, el otro enumera los beneficios enormes que la cosa ha
producido; por ejemplo, si exponiéndose a un peligro, se ha sacado a
uno de un apuro, arriesgando tan sólo el valor de un dracma, el uno
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sólo piensa en el peligro que ha corrido, mientras que el otro sólo
piensa en el valor del dracma como si sólo se tratase de una restitución
pecuniaria. Pero hasta en esto mismo hay motivos de disputa, porque el
uno sólo da a las cosas el valor que tenían anteriormente, y el otro las
aprecia por lo que valen de presente, y en este terreno no tienen trazas
de entenderse, a menos que exista una convención precisa.
La amistad o relación civil atiende únicamente a la convención
expresa a la cosa misma; y la amistad o relación moral mira a la
intención. Sin contradicción, esto es mucho más justo, y esta es la
verdadera justicia de la amistad. La causa de que haya luchas y
discusiones entre los hombres consiste en que, si la amistad moral es
mas bella, la relación de interés es mucho más obligatoria y exigible.
Los hombres comienzan a entrar en relación como amigos puramente
morales, y como si no pensasen en la virtud; pero tan pronto como el
interés particular de uno de ellos llega a encontrar oposición, dejan ver
muy claramente que son muy distintos de lo que creían ser. Los más de
los hombres sólo buscan lo bello como por añadidura y por lujo, y así
buscan también esta amistad, que es más bella que todas las demás.
Ahora conviene ver con claridad las distinciones que conviene
hacer entre estos diversos casos. Si se trata de amigos morales, sólo
deben mirar a la intención para asegurarse de que es igual por ambas
partes, sin que tengan nada más que exigir el uno del otro. Si son
amigos por interés o por lazos puramente civiles, pueden resolver la
dificultad según se hayan entendido al principio sobre sus intereses. Si
el uno afirma que la convención ha sido puramente moral y otro afirma
lo contrario, no está bien el insistir, ya que sea inevitable que haya esta
diferencia, y debe guardarse la misma reserva en uno que en otro
sentido. Pero, aun cuando los amigos no estén unidos por un lazo
moral, debe creerse que ninguno de ellos ha querido engañar al otro, y,
por consiguiente, cada uno debe contentarse con lo que la suerte le ha
proporcionado. Lo que prueba que la amistad moral sólo descansa en la
intención es que, después de haber recibido uno grandes servicios, si
no continúa el otro prestándolos igualmente a causa de la impotencia
en que está de hacerlo, pero presta los que buenamente puede, es
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indudable que cumple con su deber. Dios mismo acepta los sacrificios
que se le ofrecen, teniendo en cuenta los recursos del que los hace.
Pero, en cambio, al mercader que vende no bastaría decirle que no se le
puede dar más, como tampoco al acreedor que ha prestado su dinero.
Los cargos y recriminaciones son muy frecuentes en las
amistades que no son perfectamente claras y rectas, y no es fácil
discernir entonces cual de los dos tiene razón. Es cosa impropia aplicar
una medida única a relaciones tan complejas, como sucede
particularmente en las relaciones amorosas. El uno busca al que ama,
sólo porque tiene placer en vivir con él; el otro a veces sólo acepta al
amante porque es útil a sus intereses. Cuando uno cesa de amar, como
se hace diferente, el otro no se hace menos diferente que él, y entonces
regañan a cada paso. En este caso se encuentra la disputa de Pitón y de
Pammenes y también la del maestro con el discípulo, porque la ciencia
y el dinero no tienen una medida común. Esto sucedía a Pródico, el
médico, con el enfermo que le daba un mezquino salario; y, en fin, al
tocador de cítara con el rey. El uno, al acoger al artista, sólo buscaba el
placer, y el otro sólo buscaba su interés al ir a la corte, y, cuando llegó
el caso de pagar, el rey, como sólo debía al artista el placer que había
disfrutado, le dijo: "Todo el placer que me habéis proporcionado
cantando os lo he pagado ya por el placer que os han producido mis
promesas". Sea lo que quiera de este chasco, puede verse sin dificultad,
aun en esto mismo, cómo deben arreglarse las cosas. Es de necesidad
referirlas siempre a una sola y única medida, no precisamente
encerrándolas en un límite fijo, sino proporcionando las unas a las
otras. La proporción es aquí la verdadera medida, en la misma forma
que es la medida en la asociación civil y política. En efecto, ¿cómo
podrá el zapatero mantener relaciones sociales con el labrador, si no se
igualan sus trabajos mediante la proporción que se establezca entre
ellos? En todos los casos en que no pueda hacerse un cambio directo,
la única medida posible es la proporcionalidad. Por ejemplo, si uno
promete dar ciencia y sabiduría y el otro dinero en cambio, es preciso
examinar cuál es la relación que media entre la ciencia y la riqueza y
en seguida cuál es el valor que dan uno y otro contratante, porque si el
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uno ha dado la mitad de su pequeña fortuna, y el otro ha dado sólo una
parte mínima de una propiedad mucho mayor, es claro que el segundo
ha perjudicado al primero. Aquí también la causa de la disidencia está
en el principio respecto de los dos amigos; el uno sostiene que sólo
están unidos por interés, mientras que el otro sostiene que es lo
contrario y que en esta relación ha tenido algún otro motivo distinto de
aquel.
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CAPÍTULO XI
CUESTIONES DIVERSAS SOBRE LA AMISTAD
Una cuestión que puede presentarse también es la de saber a
quién debe hacerse con preferencia un servicio, si a un amigo
recomendable sólo por su virtud, o al que reconoce o puede reconocer
lo que se hace por él. Esta cuestión equivale a preguntar sí debe
hacerse el bien a su amigo antes que a un hombre que no tiene otro
título para merecer vuestros beneficios que la virtud. Si por fortuna el
amigo es un hombre virtuoso y al mismo tiempo es vuestro amigo, la
cuestión no ofrece, como se ve, gran dificultad, a no ser que se exagere
desmesuradamente una de estas cualidades y se rebaje la otra,
suponiendo que este hombre es vuestro amigo íntimo, pero que es un
hombre medianamente honrado. Si no se parte del supuesto de que la
virtud es igual a la amistad, se presenta entonces una multitud de
cuestiones delicadas; por ejemplo, si el uno ha sido vuestro amigo,
pero que no debe serlo ya; que otro deba serlo, pero que no lo es en
aquel acto; o bien, si uno lo ha sido, pero ya no lo es; y que otro lo sea
al presente, pero que no lo haya sido siempre ni deba siempre serlo. Se
comprende cuán difícil es hacerse cargo de todas estas argucias, y,
como dice Eurípides en sus versos:
"¿No tenéis más que palabras? Pues en palabras se os pagará;
"Pero si mostráis obras, se os pagará un obras.”
Lo cierto es que aquí es preciso obrar como uno obra con su
padre No se da todo absolutamente a un padre, porque hay ciertas
cosas que se reservan para la madre, por más que el padre sea superior.
Tampoco se inmolan todas las víctimas sólo a Júpiter, ni recibe éste
todos los homenajes de los hombres, sino únicamente los que le son
debidos más particularmente. Asimismo, puede decirse que hay cosas
que deben hacerse en obsequio del amigo, que nos es útil y que hay
otras cosas que deben hacerse en obsequio del hombre de bien. Puede
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alguno daros pan y satisfacer todas vuestras necesidades, sin que estéis
obligado a vivir con él; y, recíprocamente, puede vivirse con alguno sin
darle lo que él tampoco da en estas relaciones de verdadera amistad, y
no hacer por él más de lo que hace el amigo por interés. Pero los
amigos que, unidos por el mismo motivo, conceden todo a la persona
que aman, hasta lo que no debían conceder, son hombres indignos de
estimación.
Las definiciones que se dan de la amistad ordinariamente se
aplican todas, si se quiere, a la amistad, pero no a la misma amistad.
Por tanto, debe quererse el bien para el amigo por interés, para el que
ha sido vuestro bienhechor, y para el que es vuestro amigo, como lo
exige la virtud. Pero esta definición de la amistad no comprende todo
esto. Se puede muy bien desear la existencia de uno y vivir con otro,
como se puede ver sólo en una relación el placer y en otra compartir
las alegrías y las penas con su amigo. Pero todas estas pretendidas
definiciones jamás se aplican todas a una sola y misma amistad. De
aquí procede que las definiciones son numerosas, y que cada una
parece aplicarse a una sola amistad, si bien no hay tal cosa. Tomemos,
por ejemplo, la definición que pretende que la amistad consiste en
desear la existencia del amigo. Pues bien, no es exacta, porque el que
está en una posición superior o el que es bienhechor respecto de otro
quiere también la existencia de su propia obra, lo mismo que se desea
larga vida al padre que os ha dado el ser, sin hablar de lo que en justa
reciprocidad se le debe. Pero no es con el favorecido con el que se
quiere vivir, sino sólo con el que os gusta y os es agradable. Los
amigos pueden tener disgustos entre sí siempre que aman las cosas más
bien que al que las posee, porque, en el fondo, sólo son amigos de las
cosas; por ejemplo, uno prefiere el vino, que le parece exquisito, al
amigo que se lo da, y otro prefiere el dinero, porque el dinero le es útil.
¿Deberemos indignarnos y acusar al amigo, porque ha preferido una
cosa, que para él vale más, a una persona que vale menos a sus ojos?
Se quejan de esto, sin embargo, las gentes sin advertir que en aquel
momento se desearía encontrar al hombre de bien, mientras que antes
sólo se buscaba al hombre agradable o al hombre útil.
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CAPÍTULO XII
DEL AISLAMIENTO Y DE LA VIDA EN COMÚN
Para completar estas teorías es preciso estudiar qué es la
independencia que se basta a sí misma, y compararla con la amistad,
para ver sus relaciones y su valor recíproco, porque puede preguntarse
si en el caso de que alguno sea absolutamente independiente y se baste
a sí mismo en todo, podrá aún tener un amigo, si es cierto que sólo por
necesidad se busca un amigo. Pero si el hombre de bien es el más
independiente de todos los hombres, y si la virtud es la única condición
de la felicidad, ¿qué necesidad tiene aquél de ningún amigo? El ser que
se basta plenamente a sí mismo no tiene necesidad ni de gentes que le
sean útiles, ni de los que sean benévolos con él, ni de la vida en común,
puesto que puede ampliamente vivir solo y a solas consigo mismo.
Esta independencia absoluta resalta, sobre todo con evidencia, en la
Divinidad. Es claro que Dios, no teniendo necesidad de nada, no
necesita amigos, ni los tiene, como no tiene tampoco ni poco ni mucho
el carácter del dueño, que manda a esclavos. Por consiguiente, será el
hombre más dichoso el que menos necesidad tenga de amigos, o, más
bien, no tendrá necesidad de ellos sino en la misma proporción en que
es imposible al hombre ser absolutamente independiente y bastarse a si
propio en el aislamiento. El hombre muy virtuoso necesariamente ha
de tener pocos amigos, y cada vez tendrá menos No trata de
procurárselos, y no sólo se desentiende de los amigos útiles, sino
también de los que serían dignos de ser escogidos para la vida común.
También en este caso resulta con toda evidencia que no debe buscarse
al amigo por el uso que pueda hacerse de él, ni por el provecho que
pueda sacarse, sino que el único verdadero amigo es el que lo es por
virtud. Cuando no necesitamos de nadie, buscamos siempre los que
pueden gozar con nosotros de nuestros bienes, y preferimos los que
están en posición de recibir nuestros beneficios a los que pudieran
dispensárnoslos. Nuestro discernimiento es más justo cuando
carecemos de alguna cosa; en esta última situación es cuando
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experimentamos la necesidad de tener amigos dignos de vivir con
nosotros.
Para resolver bien esta cuestión, es preciso ver si hay algún error
en todas estas teorías, y si la comparación de que nos servimos aquí
nos oculta alguna parte de la verdad. Responderemos con perfecta
claridad, explicando lo que es la vida como acto y como fin.
Evidentemente, vivir es sentir y conocer, y, por consiguiente, vivir
juntos es sentir juntos y conocer juntos. Pero sentirse a sí mismo y
conocerse a sí mismo es para todo hombre la cosa más grata que existe,
y he aquí por qué el vivir es un deseo que la naturaleza ha puesto en
todos nosotros cuando nos ha creado, porque es preciso tener en cuenta
que la vida no es, en cierta manera, otra cosa que un conocimiento.
Luego, si se pudiese cortar la vida y el conocimiento en dos, y separar
el conocimiento de manera que quedase aislado y en sí mismo
únicamente, cosa, por otra parte, que no puede expresarse en el
lenguaje, pero que, en realidad puede concebirse, desde este momento
no habría ya ninguna diferencia en que otro ser viviese en vuestro lugar
u ocupando vuestro puesto, aunque se prefiere, y con razón, el sentir y
conocer uno mismo. Porque es preciso que vuestra razón acepte estas
dos ideas a la vez: en primer lugar, que la vida es una cosa que se
desea; y, en segundo, que el bien se desea igualmente, porque sólo así
pueden los hombres tener la naturaleza que tienen. Luego, si en la serie
coordinada de las cosas, uno de los elementos se encuentra siempre en
la categoría del bien, es porque conocer y escoger las cosas participa de
una manera general de la naturaleza finita. Por consiguiente, querer
uno sentirse a sí mismo es querer existir en sí mismo de una cierta
manera, de una manera especial. Pero, como de hecho no somos por
nosotros mismos ninguna de estas facultades separadamente, sólo
existimos gozando de estas dos facultades reunidas, la de sentir y la de
conocer. Así, sintiendo, es cómo se hace uno sensible, sobre el punto
mismo en que al principio se ha sentido en la manera con que se ha
sentido, y en el tiempo en que se ha sentido. Asimismo, conociendo es
cómo se hace uno capaz de conocer. Por esta causa, quiere uno vivir
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siempre, porque se quiere conocer siempre; en otros términos, se desea
ser uno mismo la cosa que se conoce.
Desde este punto de vista podría parecer extraño el deseo que
tiene el hombre, de vivir con sus semejantes en vida común, ante todo
para atender a las necesidades que compartirnos con los demás
animales, quiero decir, las de comer y beber, las cuales,
ordinariamente, quiere el hombre satisfacer en compañía de alguien.
¿Qué diferencia hay, en efecto, entre satisfacer estas necesidades juntos
y satisfacerlas separadamente, desde el momento en que se suprima de
estas reuniones la palabra con cuyo auxilio nos comunicamos unos con
otros? Los hombres independientes no pueden, por otra parte,
conversar con el primero que llega. Y añado que no es posible que
estos amigos que se suponen independientes y capaces de bastarse a sí
mismos, aprendan nada en tales conversaciones, ni enseñan nada a los
demás. Si uno aprende algo con respecto a sí mismo, es que no es todo
lo que debe ser en punto a suficiencia personal; por otra parte, jamás es
uno amigo del maestro que os instruye, puesto que la amistad es una
igualdad y una semejanza. Sea de esto lo que quiera, es un gran placer
el estar juntos, y gozamos más de nuestra felicidad haciendo partícipes
de ella a nuestros amigos hasta donde podamos, y dándoles siempre lo
mejor que tenemos. Por lo demás, con uno se comparten placeres
puramente materiales, con otro los que proporcionan las artes, con un
tercero los de la filosofía. Lo que se quiere, sobre todo, es estar con su
amigo, porque, como dice el proverbio: "Es una cosa muy triste tener
los amigos lejos de sí." Lo cual quiere decir que los que una vez son
amigos no deben alejarse uno de otro. Por esta razón, el amor se parece
tanto a la amistad. El amante desea siempre vivir con aquel a quien
ama, no ciertamente como quiere la razón que se viva en común, sino
tan sólo para satisfacer las exigencias de los sentidos y de la pasión.
He aquí lo que dice el razonamiento que nos entorpece, pero he
aquí también cómo pasan las cosas en la realidad y cómo
descubriremos la causa de embarazo en que nos hemos visto envueltos.
Indaguemos dónde está la verdad.
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Es cierto, en primer lugar, que el amigo quiere ser, como dice el
proverbio, "otro Hércules, otro yo." Sin embargo, es distinto de
nosotros, está separado, y es difícil reunirse en un solo y mismo
individuo. Este ser, que conforma perfectamente con nosotros por
naturaleza, es otro que nosotros por su cuerpo, por más que sea
semejante, y además es otro por el alma, y quizá difiere más en cada
una de las partes de esta alma y de este cuerpo. No obstante, no por
esto el amigo quiere ser menos otro yo mismo, separado de mí. Y así,
sentir a su amigo es, en cierta manera, sentirse a sí mismo; como es
conocerse a sí mismo el conocerle. Es, pues, una vivísima felicidad,
que aprueba la razón, el gozar con su amigo hasta de los placeres
vulgares y estar en su compañía, puesto que así le sentirnos siempre a
él mismo sintiendo las cosas con él. Pero es una felicidad mucho
mayor el disfrutar juntos placeres más elevados y más divinos. La
causa de esta felicidad consiste en que es siempre más dulce
contemplarse a sí mismo en un hombre de bien, que en uno mismo. A
veces es un simple sentimiento, un acto o alguna otra cosa lo que reúne
los corazones. Ahora bien, si es grato el ser uno dichoso, y si la vida
común tiene la ventaja de poder obrar de concierto, la sociedad de los
hombres eminentes, unidos por la amistad, es la cosa más grata del
mundo. Consagrarse juntos a estas nobles contemplaciones o a estos
delicados goces, tal es el fin de estas amistades; mientras que reunirse
para comer en común o satisfacer las necesidades que la naturaleza nos
impone es sólo un grosero placer. Pero cada uno de nosotros quiere
realizar en esta comunidad el fin especial a que le es dado aspirar, y lo
que más se desea cuando no se puede alcanzar la perfecta unión es
hacer servicios a sus amigos y recibir otros en cambio. Es preciso
confesar, pues, que el hombre está hecho para vivir en sociedad con
sus semejantes, que realmente todos los hombres buscan la vida
común, y que el hombre más dichoso y el mejor de todos es el que la
busca con más empeño.
Se ve, pues, que lo que en esta cuestión nos parecía de pronto
poco conforme con la razón, era, sin embargo, una consecuencia
bastante racional de la parte de verdad contenida en este razonamiento;
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y, gracias a la comparación tan exacta que hemos hecho, hemos
encontrado la solución que buscábamos. No; Dios no está hecho de tal
manera que tenga necesidad de un amigo, y que pueda encontrar otro
semejante a él. Pero debemos cuidar de no extremar este razonamiento,
porque llegaríamos a arrancar el pensamiento mismo al hombre de
bien. Dios, para ser dichoso, no tiene que estar sometido a las mismas
condiciones que nosotros, porque es demasiado perfecto para poder
pensar en otra cosa que en sí mismo. Por lo contrario, respecto del
hombre, la felicidad sólo puede referirse a una cosa distinta que
nosotros mismos, mientras que para Dios la felicidad no puede
encontrarse sino en su propia esencia.
Por otra parte, decir que debemos procurarnos muchos amigos y
desearlos, y decir, al mismo tiempo, que tener muchos amigos es no
tener ninguno, son dos cosas que no se contradicen, y de ambos lados
hay razón. Como puede vivirse, a la vez, con muchas personas y
simpatizar con aquellas, debe desearse mucho que tales personas sean
tantas cuantas sea posible. Pero como esto es muy difícil, es necesario
que esta comunidad efectiva de sensaciones y estas simpatías se
concentren en un pequeño número de personas. Por consiguiente, no
sólo no es conveniente tener muchos amigos, porque se necesitan
siempre pruebas de su afección, sino que tampoco lo es gozar del
afecto de tan numerosos amigos cuando se tienen. A veces queremos
que el que amamos esté lejos de nosotros, si es ésta una condición para
su felicidad; otras deseamos, por lo contrario, que participe de los
bienes que disfrutamos; deseo de estar juntos, que es señal de una
sincera amistad. Cuando es posible estar reunidos y de este modo ser
dichosos, nadie duda en desearlo. Pero cuando es imposible, se hace
entonces lo que hizo la madre de Hércules, que prefirió separarse de su
hijo y verle convertido en un dios, a tenerlo cerca de sí y verle esclavo
de Euristeo. El amigo podría, en este caso, dar la misma respuesta que
de burlas dio un Lacedemonio a uno que le aconsejaba en medio de
una tempestad que llamara a los Dioscuros en su auxilio. Es
ciertamente propio del que ama el evitar que su amigo participe de
todas las pruebas desagradables y penosas, así como es también lo
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propio del amado tomar parte en ellas. Ambos tienen razón al obrar de
esta manera, porque nada debe ser para un amigo más penoso, así
como nada más dulce, que la presencia de su amigo. Por otra parte, en
el terreno de la amistad no debe uno pensar únicamente en sí mismo, y
por esto se desea evitar al amigo toda participación en el mal que uno
sufre. Debe ser uno solo en la pena, y se tildaría de egoísmo al que
comprara su placer a expensas del dolor de su amigo. Es cierto que los
males son más ligeros cuando no es uno solo a padecerlos, y como es
natural desea ser dichoso y tener compañía, es claro que se prefiere
unirse a otro, aunque el bien que se espere sea menos grande, a estar
separados gozando de un bien mayor. Pero como no se puede saber
exactamente todo lo que vale la vida común, varían las opiniones sobre
este punto. Unos creen que la amistad consiste en comunicarse todo sin
excepción, porque es mucho más agradable, dicen, comer juntos, aun
suponiendo que ambos tengan una comida igualmente buena. Otros,
por lo contrario, no quieren que su amigo comparta su pena, y puede
concederse que tienen razón, porque, llevando las cosas al extremo,
llegaría a sostenerse que vale más sufrir horriblemente juntos que ser
muy dichosos separadamente.
Las mismas perplejidades, poco más o menos, siente el corazón
de un amigo cuando está en la desgracia. A veces deseamos que
nuestros amigos estén lejos de nosotros y no participen de nuestro
dolor, cuando nada podrían hacer respecto de él. Otras veces se miraría
su presencia como el más dulce consuelo que podría tenerse. Esta
contradicción aparente no tiene nada de irracional, y se explica por lo
que acabamos de decir. Hablando en absoluto, queremos evitar el ver
un dolor cualquiera y hasta un simple embarazo que se refiera a
nuestro amigo, por lo mismo que lo evitaríamos tratándose de nosotros
mismos. Por otra parte, entre las cosas gratas de la vida, la más grata es
ver al amigo por los motivos que hemos indicado, y verle sin
sufrimiento, aun cuando uno mismo padezca personalmente. Pero,
según que el placer arrastra a uno en este o en aquel sentido, así se
inclina a desear la presencia del amigo o su ausencia. Esto es lo que,
por una causa semejante, experimentan los corazones de una naturaleza
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inferior; muchas veces en la desgracia que los envuelven desean que
sus amigos no sean tampoco dichosos, para no ser solos en sufrir la
calamidad que ha caído sobre ellos. Llegan a veces hasta matar con
ellos a quienes aman ..., imaginándose, sin duda que sus amigos
sentirán así más su mal ..., sea que en su desesperación recuerden más
vivamente la felicidad que han gozado en otro tiempo, sea que teman
permanecer siendo siempre desgraciados...
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CAPÍTULO XIII
DIGRESIÓN SOBRE EL DISTINTO USO QUE SE
PUEDE HACER DE LAS COSAS
Una cuestión de otro orden que puede suscitarse es la de si es
posible emplear, a la vez, una cosa en el uso que sea propio de ella, y
en otro uso distinto; o, en otros términos, si es posible servirse de ella
directamente e indirectamente. Por ejemplo, el ojo es posible emplearlo
desde luego para ver, y también torcerlo de manera que falsee la visión
y que se vean dos objetos en vez de uno. Éstos son dos usos del ojo, el
uno en tanto que es ojo, y el otro en tanto que este uso puede ser
también del ojo. Así, hay otro empleo de las cosas que es
completamente indirecto, como serían, por ejemplo, para el estómago,
ya el vomitar, ya el comer. La misma observación podría hacerse
respecto a la ciencia. Es posible servirse de ella a la vez de una manera
exacta y de una manera errónea, así como, sabiendo escribir, bien
puede uno a sabiendas escribir mal, y la ciencia, en tal caso, no es más
útil que la ignorancia; puede decirse esto como de aquellas bailarinas
que, cambiando el empleo habitual de la mano, convierten sus pies en
manos, y sus manos en pies. En este concepto, si todas las virtudes son
ciencias, como se ha dicho, será posible emplear la justicia a manera de
injusticia. En lugar de justicia, se harían iniquidades, como con la
ciencia de que se habló antes sólo se producía la ignorancia. Pero si
esto es manifiestamente imposible, no es menos evidente que las
virtudes no son ciencias como se pretende. Si cuando se saca de quicio
de esta manera la ciencia no se obra realmente por ignorancia, y se
comete sólo una falta voluntaria, que la ignorancia podría cometer
también sin quererlo, no es posible tampoco que se obre con justicia
como se obraría con iniquidad. Pero si la prudencia es realmente una
ciencia, producirá algo de verdadero con la ciencia, y, como ella,
cometerá errores voluntarios, porque puede suceder que por prudencia
se obre imprudentemente, y que se cometan precisamente todas las
faltas que el imprudente cometería. Pero si el uso de cada cosa fuese
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absolutamente simple, y no pudiese emplearse una cosa sino en cuanto
es lo que es, sólo se obraría prudentemente haciendo uso de la
prudencia.
Respecto a todas las demás ciencias, siempre hay una superior
que determina la dirección principal de las subordinadas. Pero ¿cuál es
la ciencia que dirige a esta misma ciencia soberana? No es la ciencia o
el entendimiento; no es tampoco la virtud, porque esta ciencia madre
emplea la virtud misma, puesto que la virtud del que manda consiste en
hacer uso de la virtud del ser que obedece. ¿Cuál es, pues, esta ciencia
reguladora?
¿Sucede en este caso como cuando se dice que la intemperancia
es un vicio de la parte irracional del alma, y que el intemperante, cuya
razón sabe lo que hace, desciende al nivel del hombre corrompido que
lo ignora? Cuando el deseo es demasiado violento, trastorna la razón,
que cree entonces todo lo contrario de lo que debería pensar. Es claro
que si la virtud se halla en esta parte del alma y la ignorancia en la
parte irracional, las demás funciones se hallan igualmente trastornadas.
Desde aquel acto se podrá emplear la justicia con iniquidad, y para
hacer mal; y se empleará la prudencia para obrar imprudentemente.
Pero entonces lo contrario no sería menos posible. En efecto, si se
supone que el vicio, penetrando en la razón, pueda mudar la virtud que
reside en la parte racional del alma y echarla en brazos de la
ignorancia, sería bien extraño que la virtud, a su vez, no mudase la
ignorancia que está en la parte irracional, y no la forzase a pensar
prudentemente y a realizar el deber. Recíprocamente, la prudencia, que
está en la parte racional, a conducirse prudentemente y a convertirse en
lo que se llama la templanza. Por consiguiente, la ignorancia se haría
prudente y sabia.
Pero todas estas teorías son insostenibles, y, sobre todo, es
absurdo creer que la ignorancia pueda nunca hacerse sabia y prudente.
Nada semejante vemos por ningún lado, y la corrupción hace olvidar y
trastornar todos los consejos de la medicina, y, en ocasiones, todas las
reglas de la gramática.
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La razón es que, en el fondo, el hombre injusto puede todo lo que
puede el hombre justo, y, hablando en general, la potencia de no hacer
está comprendida en la potencia de hacer. Podemos, pues, concluir de
aquí que sólo las facultades de la parte racional del alma son, a la vez,
prudentes y buenas, y que Sócrates tuvo razón al decir que nada hay
más fuerte que la prudencia. Pero no estaba en lo cierto cuando decía
que es una ciencia, porque es una virtud y no una ciencia, y la virtud es
una especie de conocimiento completamente diferente de la ciencia
propiamente dicha.
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CAPITULO XIV
DEL AZAR CON RELACIÓN A LA FELICIDAD
No es sólo la prudencia, ni aun la virtud la que hace que todo
salga bien; con frecuencia se habla de muchos que prosperan
favorecidos sólo por el azar, como si una suerte dichosa pudiese hacer
felices a los hombres tanto como la ciencia, y asegurarles las mismas
ventajas. Es preciso, pues, que indaguemos si es cierto que este hombre
es naturalmente dichoso y aquel otro desgraciado, y saber lo que hay
realmente de cierto en este punto. No puede negarse que hay personas
verdaderamente afortunadas; por muchas locuras que hagan, todo les
sale bien en las cosas que dependen únicamente del azar. Triunfan
hasta en aquellas que están sometidas a reglas ciertas, pero en las que
la fortuna tiene una gran parte, como el arte de la guerra y el de la
navegación. ¿Les salen bien las cosas, porque tienen ciertas facultades?
¿O su prosperidad no depende absolutamente nada de lo que son
personalmente? Se cree, por lo general, que a la naturaleza, que los ha
hecho de cierta manera, es a la que debe atribuirse este ciego favor. Y
así, la naturaleza, haciendo los hombres lo que son, establece entre
ellos, desde el momento de nacer, profundas diferencias, dando a unos
ojos azules y a otros ojos negros, porque tal órgano es de tal manera
más bien que de tal otra. Pues en la misma forma, se dice, la naturaleza
hace a unos afortunados y a otros desgraciados.
Lo cierto es que no es la prudencia la que da la buena fortuna a
las personas de que hablamos. La prudencia no es irracional, y sabe
siempre la razón de lo que hace; pero esos hombres serían incapaces de
decir cómo salen bien de sus empresas, porque esto sería obra de arte y
de ciencia, y ellos no pueden elevarse tan alto. Además su incapacidad
es bien evidente, no ya respecto a las demás cosas, porque esto no
tendría nada de extraño, como no lo es que un gran geómetra como
Hipócrates, inhábil e ignorante en todo lo demás, perdiera en un viaje,
efecto de la sencillez de su carácter, una suma considerable con los que
cobraban la cincuentena en Bizancio; sino que estas gentes tan
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264
afortunadas son notoriamente insensatas en las cosas mismas en que
tanto los la fortuna. En punto a navegación, los más hábiles no son
halaga los más afortunados, porque a veces sucede como en el juego de
dados, en el que uno no hace nada mientras que el otro hace una
jugada, lo cual prueba bien que es naturalmente afortunado o amado de
los dioses, o, en una palabra, que es una causa extraña a él la que le da
el triunfo. Así, muchas veces una mala nave hace con más felicidad
una travesía que otra, no a causa de lo que es el buque, sino
únicamente porque tiene un buen piloto, y si este loco sale bien es
porque tiene de su parte el destino, que es un excelente piloto.
Confieso que es sorprendente que Dios o el destino amen a un hombre
de esta clase antes que al hombre más de bien y más prudente. Si para
que los imprudentes salgan bien de sus empresas es preciso que los
ayuden la naturaleza, o la inteligencia, o una protección extraña, y se
supone que ninguna de estas dos últimas influencias viene en su
auxilio, resulta que sólo la naturaleza es el origen de la felicidad de
tales hombres. La naturaleza es la causa de esta serie de fenómenos que
suceden siempre de las misma manera, o por lo menos, que se verifican
ordinariamente de tal manera más bien que de tal otra. Pero el azar
precisamente es todo lo contrario, y cuando se logra una cosa contra
toda razón, al azar es al que se atribuye; y puesto que sólo el azar es el
que favorece a uno, no puede atribuirse su fortuna a esta causa que
produce fenómenos inmutables o, por lo menos, los fenómenos más
ordinarios y más constantes. Por otra parte, si uno triunfa porque está
organizado de una manera dada, como el que tiene los ojos azules, que
en general no tiene una vista perspicaz, entonces no es ya el azar la
causa de tal fortuna, v sí la naturaleza; y es preciso decir que la
naturaleza, no el azar, le ha favorecido. Por consiguiente, es preciso
confesar que los que se dicen favorecidos por la suerte no son
verdaderamente favorecidos por ella, nada le deben en realidad, y no
procede atribuir al azar más bienes que los producidos por el azar
mismo. ¿Habrá de deducirse de aquí que no interviene para nada el
azar en las cosas humanas? ¿O que si interviene no es causante de
nada? No, sin duda. Necesariamente, el azar existe, y necesariamente
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es causa de ciertas cosas; y todo lo que debe decirse es que el azar es
para ciertas gentes causa de bien o causa de mal.
Si se quiere suprimir completamente la intervención del azar,
sosteniendo que nada influye en el mundo, y que, como no vemos a,
por real que ella sea, atribuimos al azar el hecho que no podemos
comprender, en este caso se puede definir el azar diciendo que es una
causa cuyo fundamento se oculta a la razón humana; y, de este modo,
se hace de ella, en cierta manera, una verdadera naturaleza. Entonces
se suscita una nueva cuestión al tenor de esta hipótesis, y se puede
preguntar: ¿si el azar ha favorecido a estos hombres una vez, por qué
no ha de decirse que él los ha favorecido también en otra, puesto que
han prosperado igualmente? Un mismo éxito debería reconocer una
misma causa. El buen éxito, por tanto, no procederá para ellos de la
fortuna, sino cuando se repite el mismo éxito en cosas en que los
resultados posibles son infinitos o indeterminados. Esto será, sin duda,
un bien y un mal; pero no será posible saberlo a causa de aquella
misma infinidad, porque si fuera obra de ciencia los hombres
aprenderían a ser dichosos, y todas las ciencias, como decía Sócrates,
no serían, en el fondo, más que felices casualidades. ¿Dónde está
entonces el obstáculo que impida el que consiga el mismo éxito
muchas veces seguidas la misma persona, no porque sea de necesidad,
sino porque suceda como cuando se tiene la fortuna de echar siempre
los dados del lado favorable? Y bien, ¿no hay en el alma del hombre
tendencias que proceden, unas de las reflexión razonada, y otras, que
son las primeras de todas, de un instinto sin razón? Si es obra del
instinto natural desear lo que place, todo debería entonces conducir
naturalmente al bien; si, pues, hay personas que tienen una feliz
organización y que son, por ejemplo, naturalmente cantores, sin saber
cantar, en la misma forma hay personas que por un favor de la
naturaleza triunfan en sus empresas sin el auxilio de la razón. La
naturaleza tan sólo los conduce, y, sabiendo desear las cosas que es
preciso desear, el momento, las condiciones, el tiempo, el lugar y la
manera en que deben desearlas, salen triunfantes por inhábiles que sean
y por desprovistos de razón que se hallen; corno podrían hacerlo los
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que están en posición de dar a los demás lecciones en punto a
conducta.
Así, debe decirse que los hombres son felices cuando salen bien
en sus empresas en la mayor parte de los casos, sin que la razón entre
para nada en ellas, y los hombres dichosos en esta forma lo son por el
simple hecho de la naturaleza.
Por lo demás, cuando se habla de suerte feliz, de fortuna, es
preciso tener presente que esta palabra tiene cosas que se hacen a la
vez por simple instinto y mediante reflexión y resolución para
ejecutarlas; y hay otras que se hacen, por lo contrario, de una manera
diferente. Si en las últimas se logra un buen éxito, habiendo calculado
mal decimos que es una fortuna; como lo decimos en los casos en que,
calculando, es el éxito menos feliz. Puede, pues suceder que éstos
deban su fortuna sólo a la naturaleza, porque, consagrándose a lo que
debían consagrarse, su instinto y su deseo les han proporcionado el
triunfo, pero no por eso su cálculo era menos pueril y absurdo. Lo que
los ha salvado es que su cálculo pudo ser falso, pero la causa que
provocó este cálculo, a saber, el instinto, estaba en lo exacto, y por su
exactitud salvó al imprudente. Es cierto que en otras ocasiones es el
deseo el que ha inspirado el cálculo, y que no por eso dejan de salir
mal las cosas. Pero, en los demás casos, ¿cómo puede admitirse que el
buen éxito se atribuya únicamente a la feliz dirección que la naturaleza
ha dado al instinto y al deseo? Si tan pronto la felicidad y el azar son
dos cosas diferentes como se confunden, es preciso admitir que hay
muchas clases de éxito.
Pero como se ven a cada paso personas que salen bien en sus
empresas contra todas las reglas de la ciencia y contra las previsiones
más racionales, es preciso suponer que otra es la causa de su
prosperidad. ¿Es o no cuestión de felicidad o favor de la fortuna,
cuando el razonamiento del hombre sólo ha deseado lo que debía de
desear y en el momento que debía hacerlo? El feliz resultado en este
caso no puede tomarse por un favor porque el cálculo que se ha
formado no ha estado desprovisto de razón, y el deseo no ha sido
puramente natural; y si no se sale con la empresa es porque alguna
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267
causa ha venido a malograrla. Si se cree que debe atribuirse el buen
éxito a la fortuna es porque a la fortuna se achaca todo lo que pasa
contra las leyes de la razón; y este resultado, en particular, era
contrario a las reglas de la ciencia y al curso ordinario de las cosas.
Pero como ya hemos intentado hacer ver, no procede realmente de la
fortuna o del azar; y si lo parece, es por una apariencia engañosa. Toda
esta discusión no tiende a probar que no hay otra felicidad que la que
es resultado de la naturaleza, sino a probar tan sólo que los que parecen
tenerla no logran siempre sus propósitos como resultado de un azar
ciego, sino que lo deben también a la acción de la naturaleza. Esta
discusión tampoco tiende a demostrar que el azar no es causa de nada
en este mundo, sino sólo de que no es causa de todo lo que se le
atribuye.
Es cierto que se puede caminar más adelante y preguntar si no es
el azar el que hace que se deseen las cosas en el momento en que es
preciso desearlas y de la manera que deben desearse. ¿Pero no equivale
esto a hacer al azar dueño absoluto de todo, puesto que se le hace
dueño de la inteligencia y de la voluntad? Por mucho que se reflexione
y se calcule, no se ha calculado el calcular antes de calcular, y es un
principio distinto el que nos ha hecho obrar. No se ha pensado en
pensar antes de pensar; consideración que puede extenderse hasta el
infinito. Entonces ya no es el pensamiento el principio que hace que se
piense, ni es la voluntad el principio que hace que se quiera. ¿Qué
queda, pues, en pie, como no sea el azar? Todo se hará y dependerá
únicamente del azar, si es éste un principio universal fuera del cual no
puede existir ningún otro.
Pero, con respecto a este otro principio, es posible aun preguntar
por qué está hecho de tal manera que pueda hacer todo lo que hace.
Esto equivale a preguntar cuál es en el alma el principio del
movimiento que la hace obrar. Es perfectamente evidente que Dios está
en el alma del hombre, como está en el Universo entero, porque el
elemento que está en nosotros es, puede decirse, la causa que pone
todas las cosas en movimiento. Ahora bien, el principio de la razón no
puede ser la razón misma: es algo superior. ¿Pero qué puede ser
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superior a la ciencia y al entendimiento como no sea Dios mismo? La
virtud no es más que un instrumento del entendimiento, y por esto los
antiguos han podido decir: "Es preciso reconocer que son afortunados
los hombres cuando realizan felizmente sus empresas a pesar de su
evidente sinrazón, y cuando sería para ellos un peligro el calcular lo
que hacen. Tienen en sí mismos un principio que vale más que todo el
talento y todas las reflexiones del mundo." Otros tienen la razón para
guiarse, pero no tienen este principio que conduce a los hombres
afortunados a lograr un éxito feliz. Ni aun el entusiasmo, cuando lo
sienten, les proporciona el triunfo que desean, mientras que los
primeros triunfan, siendo irracionales como son. Ni aun cuando se trata
de hombres reflexivos y sabios, que ven de una ojeada y como por una
especie de adivinación lo que es preciso de hacer, hay que atribuir
exclusivamente a su razón esta decisión tan segura y tan pronta. En
unos, es el resultado natural de la experiencia; en otros es el hábito de
aplicar de este modo sus facultades a la reflexión. Este privilegio sólo
pertenece al elemento divino que hay en nosotros; él es el que ve
claramente lo que debe ser, lo que es, y todo lo que queda aún obscuro
para nuestra razón impotente. Por esta razón, los melancólicos tienen
visiones y sueños tan precisos. Una vez que la razón ha desaparecido
en ellos, aquel principio parece tomar más fuerza; sucediendo lo que
con los ciegos, cuya memoria, en general, es mucho mejor, porque
están libres de todas las distracciones que causan las percepciones de la
vista, y por esto conservan mejor el recuerdo de lo que se les ha dicho.
Así pueden, evidentemente, distinguirse dos clases de fortuna:
una es divina, y el hombre que tiene este privilegio prospera por un
favor especial de Dios, marcha derecho al fin, conformándose
únicamente con el impulso del instinto que le conduce; otra que logra
buen éxito obrando contra el instinto; pero ambas están igualmente
privadas de razón. La felicidad que viene de Dios puede sostenerse y
continuar más, mientras que la otra nunca dura.
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269
CAPÍTULO XV
DE LA BELLEZA MORAL
En todo lo que precede hemos tratado de cada virtud en
particular, y hemos explicado separadamente el carácter y el valor de
cada una de ellas. Ahora debemos analizar con la misma detención la
virtud que se forma de la reunión de todas las demás, y que, hemos
llamado por excelencia la hombría de bien, la perfecta virtud, que es
tan bella como buena.
Es preciso reconocer que cuando se merece en realidad el
precioso título de hombre de bien es porque se poseen necesariamente
todas las demás virtudes particulares. Absolutamente lo mismo sucede
en cualquier otro orden de cosas. Por ejemplo, sería imposible tener el
conjunto del cuerpo perfectamente sano, si alguna de las partes no
estuviere sana. Es de toda necesidad que todas las partes del cuerpo, o,
por lo menos, la mayor parte y las más importantes estén en el mismo
estado que el conjunto. Ser bueno y ser perfectamente virtuoso no son
sólo palabras distintas, sino que son cosas que en sí son diferentes.
Todo lo que es bueno tiene siempre un fin deseable únicamente por él
mismo, pero no hay belleza y honestidad en otros bienes que en
aquellos que, siendo ya deseables por sí, son, además, dignos de
estimación y de alabanza. Son aquellos bienes cuyas consecuencias,
que se muestran en las acciones que ellos inspiran, son tan laudables
como ellos mismos. Y así, la justicia, laudable de suyo, no lo es menos
por los actos que nos obliga a practicar. Los hombres prudentes
merecen nuestros elogios, porque la prudencia los merece también. La
salud, por lo contrario, no da lugar a nuestra estimación, como no dan
lugar a ella las consecuencias que ella produce. Tampoco obtiene
nuestra estimación un acto de fuerza, porque la fuerza no lo merece.
Éstas son cosas muy buenas, sin duda, pero no dignas de nuestra
estimación ni de nuestras alabanzas. Si se quisiera, se podría
comprobar esta teoría por inducción en todos los demás casos. El único
hombre a quien debe llamarse bueno es aquel para quien subsisten
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realmente siendo buenas las cosas que por su naturaleza lo son. En
efecto, los bienes más disputados, y que se consideran como los
mayores de todos, la gloria, las riquezas, las cualidades del cuerpo, la
buena fortuna, el poder, son bienes por su naturaleza. Pero pueden
también ser perjudiciales a algunos individuos, a causa de la
disposición en que tales individuos se encuentren. Un loco, un bribón,
un libertino, ningún provecho podrían sacar de ellos; a la manera que
un enfermo no podría tomar con provecho la comida de un hombre que
gozara de plena salud; como un cuerpo raquítico o mutilado no podría
llevar el vestido de un cuerpo vigoroso y completo.
Es uno moralmente bello y virtuoso, es decir, perfecto hombre de
bien, cuando sólo busca los bienes bellos por sí mismos, y practica las
bellas acciones exclusivamente porque son bellas, entendiendo por
acciones bellas la virtud y los actos que la virtud inspira.
Pero hay otra disposición moral que gobierna a veces las
ciudades, y de la que conviene hacer aquí mención. Se la encuentra
entre los espartanos, y muy bien podrían tenerla, a su ejemplo, otros
pueblos. Esta disposición moral consiste en creer que si es
indispensable tener la virtud, es únicamente con la mira de estos
bienes, que son bienes naturales Esta convicción forma, ciertamente,
hombres virtuosos, porque poseen los bienes según la naturaleza; pero
no puede decirse que tengan la belleza moral en toda su perfección. No
tienen las virtudes que son bellas esencialmente y en sí; no tratan de ser
bellos moralmente, al mismo tiempo que virtuosos. Y no sólo son
incompletos bajo este concepto, sino que, además, las cosas que no son
naturalmente bellas y que sólo son naturalmente buenas, se convierten
a sus ojos en bellas. Las cosas que se hacen no son verdaderamente
bellas sino cuando se las hace y se las busca en vista de un fin que es
igualmente bello. He aquí por qué estos bienes naturales se hacen
bellos sólo en el hombre que posee la belleza moral; ahora bien, lo
justo es bello, y lo justo está en proporción del mérito; y el hombre de
bien, en el sentido que indicarnos aquí, merece todos estos bienes.
También puede decirse que lo conveniente es bello, y por tanto
conviene que el hombre dotado de todas estas virtudes tenga fortuna,
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271
buen nacimiento y poder. Todos los bienes de este orden son, a la vez,
útiles y ellos para el hombre que posee la belleza moral y la virtud
perfecta, mientras que todas estas condiciones están como fuera de su
sitio en la mayor parte de los demás hombres. Los bienes que son
buenos en sí no son buenos para ellos; sólo lo son para el hombre de
bien, porque se convierten en bellezas en el individuo, que es
moralmente bello, como que con su auxilio ejecuta sin cesar las
acciones que son en sí las más bellas del mundo. Por lo contrario, el
que se imagina que sólo deben poseerse las virtudes para adquirir los
bienes exteriores, sólo indirectamente practica acciones bellas. Por
tanto, la belleza moral, la hombría de bien, es la única virtud
verdaderamente completa.
AJ hablar del placer, hemos hecho ver lo que es y explicado de
qué manera es bueno. Hemos probado que las cosas absolutamente
agradables son también bellas, y que las cosas absolutamente buenas
son igualmente agradables. El placer sólo se encuentra en la acción;
por consiguiente, el hombre verdaderamente dichoso vivirá en medio
del más vivo placer, y la opinión común en este punto no se engaña.
Pero así como el médico tiene una pauta fija a que referirse para
estimar el medicamento que debe curar el cuerpo enfermo o el que no
le curaría, y para discernir el tratamiento que, debe aplicarse en cada
caso, y la verdadera dosis, mayor o menor, con la que puede o no
alcanzar la curación, así el hombre virtuoso necesita tener para sus
actos y preferencias una regla que le enseñe hasta qué punto debe
buscar las cosas que, buenas por naturaleza, no son, sin embargo,
dignas de estimación, cual es la disposición moral en que debe
mantenerse y la medida que debe aplicar a sus deseos, para no buscar
con exceso el aumento o la disminución de su fortuna y de su
prosperidad. Más arriba ya hemos dicho que el verdadero límite en este
punto es el que indica la razón; pero es como si se dijera que, en punto
a alimentación, debe tomarse la regla que prescribe la medicina y la
razón ilustrada por sus consejos. Ésta, indudablemente, es una
verdadera recomendación, pero poco clara. Aquí, como en todo lo
demás, es preciso vivir sólo para la parte que en nosotros mismos
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manda; es preciso organizar la vida y la conducta, tomando por base la
energía propia de esta parte superior de nosotros mismos, a manera que
el esclavo arregla toda su existencia en consideración a su dueño, y
como cada uno debe hacerlo en vista del poder especial a que su deber
le somete. El hombre, según las leyes de la naturaleza, se compone de
dos partes, una que manda y otra que obedece; y cada una de ellas debe
vivir según el poder que le es propio. Pero este poder mismo es
también doble. Por ejemplo, uno es el poder de la medicina y otro el de
la salud; el primero trabaja en obsequio del segundo. Esta relación se
encuentra en la parte contemplativa de nuestro ser. No es Dios, sin
duda, el que le manda por órdenes precisas, pero es la prudencia, la que
le prescribe el fin a cuya realización debe aspirar. Ahora bien, este fin
supremo es, doble, como lo hemos explicado en otra parte..., porque
Dios no tiene necesidad de nada. Nos limitaremos a decir aquí que la
elección y el uso de los bienes naturales de las fuerzas de nuestro
cuerpo, de nuestras riquezas, de nuestros amigos, en una palabra, de
todos los bienes, serán tanto mejores cuanto más nos permitan conocer
y contemplar a Dios. Ésta es nuestra mejor condición y la regla más
segura y más preciosa para conducirnos; al paso que la condición más
horrible en todos conceptos es la que, ya por exceso, ya por defecto,
nos impide servir a Dios y contemplarle. Ahora bien, el hombre tiene
en sí esta facultad, y la mejor disposición de su alma es aquella en que
se encuentra cuando siente lo menos posible la otra parte de su ser, en
tanto que es inferior.
Esto era cuanto teníamos que decir sobre el fin último de la
belleza moral y de la hombría de bien, y sobre el verdadero uso que el
hombre debe hacer de los bienes absolutos.
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DE LAS VIRTUDES Y DE LOS VICIOS
(APÓCRIFO)
CAPÍTULO PRIMERO
DIVISIÓN GENERAL DE LAS VIRTUDES Y DE LOS VICIOS.
DIVERSAS PARTES DEL ALMA A QUE SE REFIEREN LOS
VICIOS Y LAS VIRTUDES SEGUN LA TEORIA DE PLATON.
Las cosas bellas son dignas de alabanza; las cosas villanas y
vergonzosas merecen reprobación. Entre las cosas bellas, las virtudes
ocupan el primer rango; y entre las villanas lo ocupan los vicios. Puede
alabarse igualmente todo lo que produce la virtud, todo lo que la
acompaña, todo lo que la obliga a obrar, todo lo que ella engendra, así
como debe reprobarse todo lo que es contrario.
En la triple división del alma que admite Platón, la virtud de la
parte racional del alma es la prudencia; la virtud de su parte apasionada
es la dulzura con el valor; la virtud de su parte concupiscible es la
templanza con la moderación que sabe dominarse; en fin, la virtud del
alma toda entera es la justicia unida a la generosidad y a la grandeza de
alma. El vicio de la parte racional es la sinrazón; el de la parte
concupiscible es la relajación, la intemperancia que no es dueña de sí;
y, en fin, el vicio del alma entera es la injusticia, junto con la
liberalidad y con la bajeza.
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CAPÍTULO II
LA PRUDENCIA, LA DULZURA, EL VALOR, LA
TEMPLANZA, LA CONTINENCIA, LA JUSTICIA,
LA LIBERALIDAD, LA GRANDEZA DE ALMA.
La prudencia es la virtud de la parte racional del alma, y es la que
prepara todos los elementos de nuestra felicidad. La dulzura es la
virtud de la parte apasionada, y es la que impide el extravío de la
cólera. El valor es aquella virtud de la misma parte del alma que nos
hace desechar los terrores que inspira la muerte. La templanza es la
virtud de la parte concupiscible que nos hace insensibles al goce de los
placeres culpables. La continencia es la virtud de esta misma parte que,
con el auxilio de nuestra razón, sujeta los deseos que nos arrastran
hacia los placeres culpables. La justicia es la virtud del alma que nos
obliga a dar a cada uno lo que le corresponde, según su mérito. La
generosidad es aquella virtud del alma que nos enseña a gastar lo
conveniente en cosas bellas y grandes. La magnanimidad es aquella
virtud del alma que nos enseña a soportar, cual conviene, la buena y la
adversa fortuna.
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CAPÍTULO III
LA IMPRUDENCIA, LA IRASCIBILIDAD, LA
COBARDÍA, LA INCONTINENCIA, LA
INTEMPERANCIA, LA INJIJSTICIA, LA
ILIBERALIDAD, LA BAJEZA DE ALMA.
La sinrazón es el vicio de la parte racional, y es la causa de la
desgracia de los hombres. La irascibilidad es el vicio de la parte
apasionada que se deja llevar, sin hacer la menor resistencia, por la
cólera. La cobardía es el vicio de esta misma parte que nos hace
accesibles al terror, sobre todo al que produce la muerte. La
incontinencia es el vicio de la parte concupiscible que nos arrastra a los
placeres culpables. (No haya nada sobre la intemperancia, pero, si
quieres, puedes definirla de esta manera) La intemperancia es el vicio
de la parte concupiscible que nos obliga a ceder contra razón al deseo
ciego de gozar de los placeres culpables. La injusticia es el vicio del
alma que hace que los hombres pretendan más de lo que se les debe. La
liberalidad es el vicio del alma que nos lleva a adquirir ganancias,
cualquiera que sea su origen. En fin, la pequeñez de alma o
pusilanimidad es el vicio que nos hace incapaces de soportar cual
conviene la buena o la mala fortuna, los honores o la obscuridad.
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CAPÍTULO IV
DE LOS CARACTERES PROPIOS Y DE LAS
CONSECUENCIAS DE CADA UNA DE ESTAS
VIRTUDES: LA PRUDENCIA, LA DULZURA, EL
VALOR Y LA TEMPLANZA.
Lo propio de la prudencia es deliberar, discernir el bien y el mal,
distinguir siempre en la vida lo que debe buscarse y lo que debe
evitarse, usar con discernimiento de todos los bienes que se poseen,
escoger las relaciones amistosas, pesar bien las circunstancias, saber
hablar y obrar a tiempo, y emplear convenientemente todas las cosas
que son útiles. La memoria, la experiencia, la oportunidad, son
cualidades que nacen todas de la prudencia, o que, por lo menos, son
su resultado. Unas obran como causas al mismo tiempo que aquélla,
como la experiencia y la memoria; y otras son, en cierta manera, partes
de ella, como el buen consejo y la precisión de espíritu.
La función de la dulzura consiste en saber soportar con calma las
acusaciones y los desdenes, en no precipitarse con furor a actos de
venganza, en no dejarse llevar fácilmente de la cólera, en no tener hiel
en el corazón, y en huir de las querellas, porque la dulzura mantiene al
alma pacífica y tranquila.
Lo propio del valor consiste en no entregarse fácilmente a los
terrores que inspira la muerte, en mostrarse confiado en los peligros, en
acometer con noble audacia los que se arrostran, en preferir una muerte
gloriosa a la vida que pudiera salvarse a costa de la honra, y en
procurar salir victorioso. El valor sabe igualmente soportar las fatigas y
las pruebas de todas clases y prefiere siempre lo que es verdaderamente
varonil. Las consecuencias del valor son una audacia debida, la
serenidad de espíritu, la confianza y, en ocasiones, la temeridad, y,
además, el amor a las fatigas y a las pruebas que es preciso sufrir.
Lo propio de la templanza consiste en no dar demasiado valor a
los goces y a los placeres del cuerpo, en permanecer inaccesible a los
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atractivos de todo deleite y de todo placer vergonzoso, en temer hasta
la legítima satisfacción que pueden producir; en una palabra, en
mantenerse siempre y durante toda la vida contento y vigilante, así en
las cosas pequeñas como en las grandes. Los compañeros y
consecuencias de la templanza son el orden, la reserva, la modestia y la
circunspección.
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CAPÍTULO V
(Continuación.)
CONTINENCIA, JUSTICIA, LIBERALIDAD,
GRANDEZA DE ALMA
Lo propio de la continencia, siempre dueña de sí misma, es saber
domar, mediante la razón, el deseo fogoso que nos arrastra a los goces
y a los placeres reprensibles, sufrir y soportar con inflexible constancia
las privaciones y los dolores que existen por ley de la naturaleza.
Lo propio de la justicia es saber distribuir las cosas según el
derecho de cada uno, mantener las instituciones de su país, obedecer a
los usos que tienen fuerza de ley, observar religiosamente leyes
escritas, decir siempre la verdad donde quiera que sea necesario y
cumplir religiosamente los compromisos contraídos. La justicia tiene
por objeto primero los dioses, después los genios, luego la patria y los
padres, y, por fin, los que han dejado de existir.
Todos estos deberes constituyen la piedad, que es una parte de la
justicia o, por lo menos, una consecuencia de ella. Otras consecuencias
de la justicia son la santidad, la sinceridad, la buena fe y el odio a todo
lo que es malo.
Lo propio de la liberalidad consiste en hacer sin dificultad los
gastos que exigen las acciones loables, Saber emplear generosamente
su fortuna en todas las ocasiones en que el deber lo exige, prestar
auxilio y socorro al que lo merece en todos los casos importantes, y no
hacer ninguna ganancia ilícita. El hombre liberal procura que su
habitación esté tan decente como su persona; sabe también tener una
multitud de cosas que son de lujo pero que son honrosas y capaces de
procurar una distracción agradable, aunque no tengan, por otra parte,
una gran utilidad, como mantener, por ejemplo, animales que tengan
algo de raro y de sorprendente. Los resultados habituales de la
liberalidad son lo agradable del carácter, la tolerancia, la benevolencia
para todo el mundo y hasta la compasión, aparte de la afección que se
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279
tiene a los amigos, a los huéspedes, y, en general, a todos los hombres
de bien.
Lo propio de la grandeza de alma es soportar como es debido la
buena y la adversa fortuna, los honores y la obscuridad, no pagarse
demasiado del lujo, ni de tener numerosos criados, ni del fausto, ni de
las victorias alcanzadas en los juegos públicos; y, en fin, tener un alma
grande y elevada a la vez. El magnánimo no es hombre que haga
grandes sacrificios por salvar su vida, ni que la ame con exceso.
Sencillo de corazón y generoso, puede soportar el daño que se le hace
sin desear vivamente la venganza. Las consecuencias de la
magnanimidad son la sencillez y la veracidad.
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CAPÍTULO VI
DE LOS CARACTERES PROPIOS Y DE LAS
CONSECUENCIAS DE LOS DIFERENTES VICIOS. -
SINRAZÓN, IRASCIBILIDAD, COBARDÍA,
INCONTINENCIA, INTEMPERANCIA.
Lo propio de la sinrazón es formar mal juicio de las cosas,
reflexionar mal, escoger mal las compañías, emplear mal los bienes
que se tienen y formar falsas ideas acerca de lo bello y de lo bueno que
hay en la vida. Acompañan generalmente a la sinrazón la ciencia, la
ignorancia, la torpeza y la falta de memoria.
Pueden distinguirse tres especies de irascibilidad: el arrebato, la
amargura, el furor concentrado. El hombre irascible no puede sufrir el
más pequeño descuido, tiene gusto en castigar, ama la venganza, y la
menor cosa o la menor palabra despiertan su furor. Las consecuencias
habituales de la irascibilidad son la excitación del humor y su
movilidad, la amargura del lenguaje, el dar importancia a las cosas más
pequeñas que molestan a uno, y experimentar todos estos sentimientos
pronto y por poco tiempo.
Lo propio de la cobardía es sentir toda clase de temores sin
discernimiento, y sobre todo el de la muerte o el de las enfermedades
corporales, y creer que vale más salvar la vida a cualquier precio que
perderla con honor. Los compañeros de la cobardía son la molicie, la
falta de acción varonil, el temor a todas las fatigas y el amor ciego a la
vida. El cobarde tiene también una cierta circunspección y una especie
de horror instintivo a todas las discusiones.
Lo propio de la relajación es entregarse sin discernimiento al goce
de placeres peligrosos y culpables, imaginarse que la verdadera
felicidad consiste en estos bajos goces, complacerse en echarlo todo a
risa, en las ocurrencias felices y en las burlas; en una palabra,
mostrarse tan ligero en sus dichos como en sus hechos. Los
compañeros de la relajación son el desorden, la impudencia, la falta de
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respeto a sí mismo, el amor a los excesos, la pereza, la negligencia de
todas las cosas, el abandono y la disolución.
Lo propio de la intemperancia, que no sabe dominar, es buscar el
goce de los placeres a pesar de las advertencias de la razón que los
prohibe; saber que valdría cien veces más no gustar de ellos, y sin
embargo gustarlos; saber que debería hacer siempre cosas bellas, y sin
embargo alejarse del bien para abandonarse al placer. Los compañeros
de la intemperancia son la molicie, los remordimientos y casi todas las
consecuencias de la relajación.
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CAPÍTULO VII
(Continuación.)
INJUSTICIA, ILIBERALIDAD Y PUSILANIMIDAD
La injusticia es de tres especies: la impiedad, la avidez sin límites
y la insolencia. La impiedad es el olvido culpable de lo que se debe a
los dioses, a los genios, y también a los muertos, a los padres y a la
patria. La avidez hace relación a los contratos de toda clase, en los que
trata uno siempre de atribuirse más provecho que el que le
corresponde. La insolencia es este sentimiento que arrastra a los
hombres a tener un placer en insultar a los demás, y he aquí lo que
justifica el dicho de Eveno sobre la insolencia, que dice:
"Aunque ningún provecho se saca, no se es por eso menos culpable."
La injusticia se complace en violar todas las costumbres
tradicionales y legales, en desobedecer a las leyes y a las autoridades,
en mentir, perjurar, faltar a todos sus compromisos, y burlarse de la
propia fe. Los compañeros habituales de la injusticia son la calumnia
que denuncia, la jactancia que engaña, una falsa filantropía que
disimula, la perversidad en el corazón y la falacia en los actos.
También hay tres especies de iliberalidad: el amor al lucro, que
no retrocede delante del pudor, la avaricia que lo escatima todo y el
ahorro sórdido que no sabe gastar. El amor al lucro vergonzoso es este
sentimiento que arrastra a los hombres a ganar sin respeto a nada y a
tomar más en cuenta el provecho que se saca que la vergüenza de que
uno puede cubrirse. La avaricia evita gastar hasta en los casos en que
sería un deber el hacerlo. En fin, el ahorro sórdido es este sentimiento
en virtud del que, cuando todos los demás hacen gastos, uno los hace
mal y de una manera mezquina y exponiéndose a perder más que
ahorra, por no saber hacer oportunamente lo que debería hacer. La
iliberalidad consiste en poner, el dinero por encima de todo, no ver
jamás el deshonor donde aparece algún provecho, dando así lugar a
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una vida de agiotaje digna de esclavos, vida de mendigos andrajosos
constantemente extraños a toda ambición noble, a toda generosidad.
Las consecuencias habituales de la iliberalidad son: el disimulo, que
oculta siempre los recursos con que se cuenta, la dureza de corazón, la
pequeñez de alma, la bajeza sin límites y sin dignidad, y la misantropía
que detesta al género humano.
El hombre de alma pequeña o pusilánime no sabe soportar ni los
honores ni la oscuridad, ni la buena fortuna ni la adversa; se llena de un
necio orgullo en medio de los honores; se exalta por la menor
prosperidad; no sabe, en su vanidad, soportar el más ligero percance;
toma el menor tropiezo por un desastre y una ruina; se queja de todo y
no sabe sufrir nada. El hombre de alma pequeña dará el nombre de
ultraje y de afrenta al más pequeño descuido que se haya cometido con
él, y que quizá no tendrá otro origen que la ignorancia o el olvido. La
pequeñez de alma va siempre acompañada de la timidez del lenguaje,
de la manía de quejarse, de la desconfianza que desespera de todo, y de
la bajeza que degrada los corazones.
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CAPÍTULO VIII
CARACTERES GENERALES Y CONSECUENCIAS DE LA
VIRTUD Y DEL VICIO
Hablando en general, lo propio de la virtud es procurar al alma
una buena disposición moral, darle movimientos tranquilos y
ordenados, y por consiguiente una armonía perfecta entre todas las
partes que la componen. Y así un alma bien constituida parece el
verdadero modelo de un Estado y de una ciudad. La virtud hace bien a
los que lo merecen; ama a los buenos; no se complace en castigar a los
malos, ni en vengarse de ellos; se complace, por lo contrario, en ejercer
la piedad, la clemencia y el perdón. Los compañeros habituales de la
virtud son: la probidad, la hombría de bien, la rectitud de corazón y la
serenidad que sólo alienta buenas esperanzas. Además hace que
amemos, a nuestra familia, a nuestros amigos, a nuestros compañeros,
a nuestros huéspedes; en fin, nos hace amar a los hombres y todo lo
que es bello. En una palabra, todas las cualidades que nos proporciona
son dignas de alabanza y de estimación. Las consecuencias del vicio
son las absolutamente contrarias.
FIN DEL TRATADO DE LAS VIRTUDES Y DE LOS VICIOS