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LIBRO SEGUNDO 

DE LA VIRTUD 

CAPÍTULO PRIMERO 

IDEA GENERAL DE LA VIRTUD 

Después de las teorías que preceden, es preciso, lo repito, tomar 

otro punto de partida para tratar lo que va a seguir. Los bienes del 

hombre, cualesquiera que ellos sean, están, o fuera del alma o en ella, 

siendo éstos los más preciosos; división que hemos sentado hasta en 

nuestras obras exotéricas, porque la sabiduría, la virtud y el placer 

están en el alma, y son las tres únicas cosas que a juicio de todo 

parecen ser, ya separadamente, ya juntas, el fin último de la vida. 

Ahora bien, entre los elementos del alma, hay unos que son simples 

facultades o potencias, y otros que son actos y movimientos. 

Admitamos, desde luego, estos principios, Y, en cuanto a la virtud, 

reconozcamos que es la mejor disposición, facultad o poder de las 

cosas en todas las ocasiones en que hay que hacer un uso o una obra 

cualquiera de estas mismas cosas. Este hecho se puede comprobar por 

la inducción, y esta regla se extiende a todos los casos posibles. Por 

ejemplo, se puede hablar de la virtud de un vestido, porque es una obra 

y porque podemos hacer de él cierto uso, y la mejor disposición que 

puede observarse en este vestido es lo que puede llamarse su virtud 

propia. Otro tanto se puede decir de un navío, de una casa o de 

cualquier otro objeto útil. Por consiguiente, lo mismo se puede aplicar 

esto al alma, porque también tiene su obra especial. Observemos que la 

obra es tanto mejor cuanto mejor es la facultad, y que la relación de 

unas facultades con otras es igualmente la relación de las obras que 

aquéllas producen y salen de ellas. El fin de cada una de ellas es la 

obra que tiene que producir. Se sigue de aquí, evidentemente, que la 

obra producida vale más que la facultad que la produce, porque el fin 

es lo mejor que existe, en tanto que fin, y nosotros hemos admitido que

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el fin es el mejor y último objeto, en vista del cual se hace todo lo 

demás. Es claro, por tanto, que la obra está por  encima de la facultad y 

de la simple aptitud. Pero la palabra obra tiene dos sentidos, que es 

preciso distinguir bien. Hay cosas en que la obra producida se separa y 

difiere del uso que se hace de la facultad que produce esta obra. Así, 

con respecto a la arquitectura, la casa, que es la obra, es distinta de la 

construcción, que es el uso y el empleo del arte; en la medicina, la 

salud no se confunde con el tratamiento y medicación que la procuran. 

Por lo contrario; en otras cosas, el uso de la facultad es la obra misma; 

por ejemplo, la visión para la vista o la pura teoría para la ciencia 

matemática. De aquí que, necesariamente, en las cosas en que el uso es 

la obra, el uso vale más que la simple facultad. Sentados estos 

principios, como acaba de verse, diremos que puede haber obra de la 

cosa misma o de la virtud de esta cosa. Pero esta obra no se hace en 

ambos casos de la misma manera; por ejemplo, el zapato puede ser 

obra de la zapatería en general y del zapatero en particular. Si se reúne, 

a la vez, la virtud del arte de la zapatería y la virtud del buen zapato, la 

obra que resulte será un buen zapato. La misma observación puede 

hacerse respecto de cualquiera otra cosa que pudiera citarse. 

Supongamos que la obra propia del alma sea el hacer vivir, y que el 

empleo de la vida sea la vigilia con toda su actividad, puesto que el 

sueño es una especie de inacción y de reposo; tendremos que, como es 

imprescindible que la obra del alma y la de la virtud del alma sean una 

sola y misma obra, debe decirse que una vida honesta y buena es la 

obra especial de la virtud. Éste es pues, el bien final y completo que 

buscábamos y al que dábamos el nombre de felicidad. Esto se infiere 

de los principios que hemos dejado sentados. La felicidad, hemos 

dicho, es el bien supremo; pero los fines que el hombre se propone 

están siempre en su alma, como están los más preciosos de sus bienes, 

y el alma misma no es más que la facultad o el acto. Mas como el acto 

está por encima de la simple disposición para hacerlo, y el mejor acto 

pertenece a la mejor facultad, y la virtud es la mejor de todas las 

maneras de ser, síguese de aquí que el acto de la virtud es lo mejor que 

hay para el alma. Por otra parte, como la felicidad a nuestros ojos es el

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bien supremo, podemos deducir de aquí que la felicidad es el acto de 

una vida virtuosa. Pero, además, la felicidad es algo acabado y 

completo, y como la vida puede ser completa o incompleta, lo mismo 

que la virtud es entera o parcial, y como el acto de las cosas 

incompletas es incompleto, es claro que debe definirse la felicidad 

diciendo que es el acto de una vida completa conforme a la completa 

virtud. 

Son una garantía de que hemos analizado bien la naturaleza de la 

felicidad y de que hemos dado de ella la verdadera definición, las 

opiniones que cada uno de nosotros se forma de ella. ¿No se confunden 

sin cesar el lograr una cosa, el obrar bien y el vivir bien con ser 

dichoso? ¿Y cada una de estas expresiones no indica un uso y un acto 

de nuestras facultades, la vida y la práctica de la vida? ¿La práctica no 

implica siempre el uso de las cosas? El herrero, por ejemplo, hace el 

bocado para el caballo, y el caballero es el que se sirve de él. Lo que 

prueba también la exactitud de nuestra definición es que no se cree que 

baste para ser dichoso el de serlo durante un día, ni que un niño pueda 

serlo, ni que lo sea uno durante toda su vida. Solón tenía razón al decir 

que no debe llamarse dichoso a un hombre mientras viva, sino que es 

preciso esperar el fin de su existencia para formar juicio de su 

felicidad, porque lo que es incompleto no es dichoso, puesto que no es 

entero. Observad también las alabanzas que se dirigen a la virtud por 

los actos por ella inspirados, y los elogios unánimes de que únicamente 

son objeto los actos completos. Para los vencedores son las coronas; no 

para los que han podido vencer, pero que no han vencido. Añadid, por 

último, que para juzgar del carácter de un hombre se atiende a sus 

actos. 

Pero se dirá: ¿por qué no se tributan alabanzas y estimación a la 

felicidad? Porque todas las demás cosas se hacen únicamente en vista 

de ella, sea que estas cosas se relacionen con ella directamente, sea que 

formen parte de la misma. Por esto, encontrar que un hombre es 

dichoso y alabarle o hacer su elogio estimándole, son cosas muy 

diferentes. El elogio, hablando propiamente, recae sobre cada una de 

las acciones particulares de la persona; la alabanza con la estimación se

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aplica a su carácter general; más, para declarar a un hombre dichoso, 

sólo debe uno fijarse en el término y fin de toda su vida. Estas 

consideraciones aclaran una cuestión bastante singular, que algunas 

veces se suscita. ¿Por qué, se dice, los buenos no son durante la mitad 

de su existencia mejores que los malos, puesto que todos los hombres 

se parecen durante el sueño? Porque el sueño, puede responderse, es la 

inacción del alma y no el acto del alma. He aquí también por qué si se 

considera alguna otra parte del alma, por ejemplo, la parte nutritiva, la 

virtud de esta parte no es una parte de la virtud entera del alma, así 

como tampoco está contenida en ella la virtud del cuerpo. La parte 

nutritiva es la que obra durante el sueño con mas energía, mientras que 

la sensibilidad y el instinto son imperfectos y casi nulos. Pero si 

entonces hay aún algún movimiento, los ensueños mismos de los 

buenos valen más que los de los malos, fuera de los casos de 

enfermedad o de sufrimiento. 

Todo esto nos conduce a estudiar el alma, porque la virtud 

pertenece al alma esencialmente, y no por un simple accidente. 

Pero como la virtud que queremos conocer es la accesible al hombre, 

sentemos desde luego que hay en el alma dos partes dotadas de razón 

aunque no de la misma manera, pues que están destinadas la una para 

mandar y la otra para obedecer a aquella a la que naturalmente 

escucha. En cuanto a esa otra parte del alma que puede pasar por 

irracional en otro concepto, la dejaremos aparte por el momento. 

Tampoco nos importa mucho saber si el alma es divisible o indivisible, 

teniendo como tiene diversos poderes y las facultades que se acaban de 

enumerar, al modo que en un objeto curvo lo convexo y lo cóncavo son 

absolutamente inseparables, como lo son en una superficie lo recto y lo 

blanco. Sin embargo, lo recto no se confunde con lo blanco, o, por lo 

menos, sólo es lo blanco por accidente, y no es la substancia de una 

misma cosa. Tampoco nos ocuparemos de ninguna otra parte del alma, 

si es que la hay; por ejemplo, de la parte puramente vegetativa. Las 

partes que hemos enumerado son exclusivamente propias del alma 

humana, y, por consiguiente, las virtudes de la parte nutritiva y de la 

parte concupiscible no pertenecen verdaderamente al hombre, porque

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desde el momento en que un ser es hombre es preciso que haya en él 

razón, manda al apetito y a las pasiones y es por tanto indispensable 

que el alma del hombre tenga estas diversas partes. Y así como la 

buena disposición del cuerpo y su salud consisten en las virtudes 

especiales de cada una de sus partes diferentes. 

Hay dos clases de virtudes, la una moral y la otra intelectual; 

porque no alabamos sólo a los hombres porque son justos, sino 

también porque son inteligentes y sabios. Antes dijimos que la virtud o 

las obras que ella inspira son dignas de alabanza, y si la sabiduría y la 

inteligencia no obran por sí mismas, provocan, por lo menos, los actos 

que proceden de ellas. Las virtudes intelectuales van siempre 

acompañadas por la razón, y, por consiguiente pertenecen a la parte 

racional del alma, la cual debe mandar al resto de las facultades, en 

tanto que está dotada de razón. Por lo contrario, las virtudes morales 

corresponden a esta otra parte del alma que, sin poseer la razón, está 

hecha, por naturaleza, para obedecer a la parte que posee la razón; 

porque, hablando del carácter moral de alguno, no decimos que es 

sabio o hábil, sino que decimos, por ejemplo, que es dulce o ardiente. 

Se ve, pues, que lo que tenemos que hacer en primer lugar es estudiar 

la virtud moral, ver lo que es y cuáles son sus partes, porque éste es el 

punto a que nos dirigimos; y aprender también por qué medios se 

adquiere. Nuestro método será el mismo que se sigue siempre cuando 

se tiene ya precisado el asunto de investigación, es decir, que partiendo 

de datos verdaderos, pero poco claros, procuraremos llegar a las cosas 

que sean verdaderas y claras a la vez. 

Nos hallamos en el mismo caso que uno que dijese que la salud es 

el mejor estado del cuerpo, y añadiese que Corisco es el más negro de 

todos los hombres que están en este momento en la plaza pública. 

Ciertamente, en una o en otra de estas aserciones podría haber algo que 

se nos escapara; mas, sin embargo, para saber precisamente lo que son 

estas dos ideas, la una con relación a la otra, es bueno tener, 

previamente, esta vaga noción de ellas. Supondremos, en primer lugar, 

que el mejor estado es producido por los mejores medios, y que lo 

mejor que puede hacerse para cada cosa procede siempre de la virtud

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de esta cosa. En este caso por ejemplo, los trabajos y los alimentos 

mejores son los que producen el estado más perfecto del cuerpo, y, a su 

vez, el estado perfecto del cuerpo permite que se entregue uno más 

activamente a los trabajos de todos géneros. Podría añadirse que el 

estado de una cosa, cualquiera que ella sea, se produce y se pierde a 

causa de los mismos objetos tomados de tal o de cual manera; y que así 

la salud se produce y se pierde según la alimentación que se toma, 

según el ejercicio que se hace y según los momentos que se escogen al 

efecto. Si hubiera necesidad, la inducción probaría todo esto con la 

mayor evidencia. De todas estas consideraciones puede concluirse, 

desde luego, que la virtud es en el orden moral esta disposición 

particular del alma producida por los mejores movimientos, y que, por 

otra parte, inspira los mejores actos y los mejores sentimientos del 

alma humana. Y así las mismas causas, obrando en un sentido o en 

otro, hacen que la virtud se produzca o se pierda. En cuanto a su uso, 

se aplica a las mismas cosas mediante las cuales ella se acrece o se 

destruye, y con relación a las que da también al hombre la mejor 

disposición que pueda tener. La prueba es que así la virtud como el 

vicio se refieren a los placeres y a los dolores, porque los castigos 

morales, que son como remedios suministrados en este caso por los 

contrarios, lo mismo que todos los demás remedios, proceden de estos 

dos contrarios que se llaman el placer y el dolor.

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CAPÍTULO II 

DE LA VIRTUD MORAL 

Evidentemente, la virtud moral se refiere a todo lo que pude 

causar placer o dolor. Lo moral, como lo indica su nombre, viene de 

las costumbres, es decir de los hábitos; y el hábito se forma poco a 

poco, como resultado de un movimiento que no es natural e innato, 

sino que se repite frecuentemente; sucediendo lo mismo con los actos 

que con el carácter. Es un fenómeno que no encontramos en los seres 

inanimados; aunque arrojáramos mil veces una piedra al aire, nunca 

subirá sin la fuerza que la impulsa. Y así la moralidad, el carácter 

moral del alma, relativamente a la razón, que debe mandar siempre, 

será la cualidad especial de esta parte que sólo es capaz de obedecer a 

la razón. Digamos, pues, sin vacilar, a qué parte del alma se refiere lo 

que se llaman costumbres o hábitos. Las costumbres se referirán a esas 

facultades de las pasiones, en cuya virtud se dice de los hombres que 

son capaces de tales o cuales pasiones, y a estos estados de pasiones 

que hacen que se designe a los hombres con el nombre de estas mismas 

pasiones, según que las sienten o se manifiestan impasibles ante ellas. 

Podría llevarse esta división más lejos aún, y aplicarla en cada caso 

especial a las pasiones, a los poderes que ellas suponen y a las maneras 

de ser que ellas determinan. Llamo pasiones a los sentimientos, tales 

como la cólera, el miedo, el pudor, el deseo y todas esas afecciones que 

tienen en general por consecuencia un sentimiento de placer o de pena. 

No se muestra en ellas cualidad alguna del alma, hablando 

propiamente, sino que el alma es completamente pasiva. La cualidad 

que caracteriza al sujeto se encuentra sólo en las potencias o facultades 

que posee. Entiendo por potencias las que hacen que se distingan los 

individuos según que obran experimentando tales o cuales pasiones, lo 

cual obliga a que se los llame, por ejemplo, coléricos, insensibles, 

enamorados, modestos, imprudentes. En fin, entiendo por modos 

morales de ser todas las causas que hacen que estas pasiones o

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sentimientos sean conformes a la razón o contrarios a ella, como el 

valor, la prudencia, la cobardía, la relajación, etcétera.

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CAPÍTULO III 

ENUMERACIÓN DE ALGUNAS VIRTUDES Y DE 

LOS DOS VICIOS EXTREMOS 

Sentado esto, es preciso recordar que en todo objetó continuo y 

divisible se pueden distinguir tres cosas: un exceso, un defecto y un 

medio. Estas distinciones pueden considerarse, ya con relación a las 

cosas mismas, ya con relación a nosotros; por ejemplo, se puede 

estudiar en la gimnástica, en la medicina, en la arquitectura, en la 

marina o en cualquier otro desenvolvimiento de nuestra actividad, sea 

o no científico, sea conforme con las reglas del arte o contrario a ellas. 

El movimiento, en efecto, es una continuidad, y la acción no es más 

que un movimiento. En todas las cosas, el medio, con relación a 

nosotros, es lo mejor y lo que nos prescriben la ciencia y la razón. 

Siempre y en todas las cosas, el medio tiene la ventaja de producir el 

mejor modo de ser, lo cual puede demostrarse, a la vez, por la 

inducción y por el razonamiento. Y así, los contrarios se destruyen 

recíprocamente, y los extremos son, a la vez, opuestos entre sí y 

opuestos al medio, porque este medio es uno y otro extremo 

relativamente a cada uno de ellos; por ejemplo, lo igual es más grande 

que lo más pequeño, y más pequeño que lo más grande. De aquí que, 

como consecuencia necesaria, la virtud moral debe consistir en ciertos 

medios y en una posición media. Resta, pues, que indaguemos qué 

término medio es la virtud y a qué medios se refiere. Para tener 

ejemplos a la vista, tomémoslos del siguiente cuadro, en el cual 

podremos estudiarlos: 

Irascibilidad, impasibilidad, dulzura; 

Temeridad, cobardía, valor; 

Impudencia, embarazo, modestia; 

Embriaguez, insensibilidad, templanza; 

Aborrecimiento ..., indignación virtuosa; 

Ganancia, pérdida, justicia;

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Prodigalidad, avaricia, liberalidad; 

Fanfarronería, disimulación, amistad; 

Complacencia, egoísmo, dignidad; 

Molicie, grosería, paciencia; 

Vanidad, bajeza, magnanimidad; 

Fastuosidad, mezquindad, magnificencia; 

Picardía, tontería, prudencia. 

Todas estas pasiones u otras análogas se encuentran en el alma, y 

todos los nombres que se les da se toman del exceso o del defecto que 

cada una representa. Y así, el hombre irascible es el que se deja llevar 

de la cólera más o más pronto de lo que debe, o en más casos de los 

debidos. El hombre impasible es el que no sabe irritarse contra quien, 

cuando y como debe irritarse. El temerario es el que no teme lo que 

debe temer como y cuando es preciso temer; el cobarde es el que teme 

por lo que no debe temer como y cuando no debe temerse. Y lo mismo 

pasa con el hombre de costumbres relajadas y con aquel cuyos deseos 

traspasan toda medida, siempre que puede abandonarse sin freno a sus 

extravíos, mientras que el insensible carece de los deseos que es bueno 

tener y que autoriza la naturaleza, y no es más sensible que una piedra. 

El hombre codicioso es el que sólo quiere ganar sin reparar en los 

medios y el hombre que podía llamarse hombre abandonado, que 

pierde, es el que no sabe ganarlo, o, por lo menos, que hace ganancias 

miserables. El fanfarrón es el que se alaba de tener más que tiene; y el 

disimulado es el que finge, por lo contrario, tener menos que posee. El 

adulador es el que alaba a otros más de lo que merecen; el hombre 

hostil es el que les alaba menos de lo que conviene. La complacencia 

busca con excesivo cuidado el placer para otro; y el egoísmo consiste 

en no hacer esto, sino raras veces y con dificultad. El que no sabe 

soportar el dolor, ni cuando convendría soportarlo, es un hombre flojo. 

El que soporta todos los sufrimientos sin distinción no tiene 

precisamente nombre especial, pero por metáfora se le puede llamar un 

hombre duro, grosero, hecho para sufrir la miseria y el mal. El 

vanidoso es el que aspira a más que merece; el hombre de corazón bajo

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es el que se atribuye menos que lo que le corresponde. El pródigo es el 

que es exagerado en toda especie de gastos; el ruin, extraño a la 

liberalidad, es el que, incurriendo en el defecto opuesto, no hace 

ninguno. Esta observación se aplica también a los avaros y fastuosos. 

Éste va mucho más allá de lo conveniente; y aquél, por lo contrario, 

queda muy atrás. El bribón es el que intenta siempre ganar más de lo 

que debe ganar; el tonto es el que no sabe ganar cuando debe ganar 

legítimamente. El envidioso es el que se aflige con la prosperidad de 

los otros con más frecuencia de la debida, porque, por muy digno que 

uno sea de la felicidad que disfruta, esta felicidad misma excita el dolor 

del envidioso. El carácter contrario a éste no ha recibido nombre 

particular, pero consiste en incurrir en el exceso de no afligirse al ver la 

prosperidad de los que son indignos de ella y de manifestarse fácil en 

esto, a la manera que lo son los glotones en materia de alimentos. El 

otro carácter extremo es implacable a causa del odio que le devora. 

Por lo demás, inútil sería definir cada uno de los caracteres y 

demostrar que estos rasgos no son en ellos accidentales, porque, 

ninguna ciencia teórica ni práctica dice ni hace cosa análoga para 

completar sus definiciones; pues nunca se toman tales precauciones, 

como no sea contra el charlatanismo lógico de las discusiones. Nos 

limitaremos, pues.. a lo que acabamos de decir, y daremos 

explicaciones más detalladas y precisas cuando hablemos de las 

maneras de ser morales que son opuestas entre sí. En cuanto a las 

especies diversas de estas pasiones, reciben sus nombres de las 

diferencias que presentan estas pasiones mismas, por el exceso de 

duración, de intensidad o de cualquier otro de los elementos que las 

constituyen. Me explicaré. Se llama irascible al que experimenta el 

sentimiento de la cólera más pronto de lo que conviene; se llama duro 

y cruel al que lo lleva demasiado lejos; rencoroso al que gusta 

conservar la ira; violento e injurioso el que llega hasta la sevicia a que 

conduce la cólera. Se llamarán tragones, borrachos o glotones a 

aquellos que en todos los goces a que provocan los alimentos se dejan 

arrastrar hasta las cosas más groseras, que reprueba la razón.

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No debe olvidarse, además, que ciertas denominaciones de los 

vicios no nacen de tomarse las cosas de tal o de cual manera, ni de que 

se las tome con más furor del que conviene. Y así no es uno adúltero, 

porque trate más de lo justo con mujeres casadas, ni se entiende en este 

sentido el adulterio; sino que el adulterio mismo es una perversidad, y 

basta un sólo acto para dar este nombre a la pasión que conduce a este 

crimen y al carácter del que se entrega a él. Observación análoga puede 

hacerse respecto de la insolencia, que conduce hasta el ultraje. Pero en 

tales circunstancias nunca faltan motivos de disculpa, y se dice que se 

ha cohabitado con la mujer, en vez de decir que se ha cometido un 

adulterio; se dice que no se sabía quién era la mujer que se amaba, o 

que se ha visto uno forzado a hacer lo que ha hecho. Lo mismo se 

alega respecto a la insolencia, diciendo que es posible golpear a alguno 

sin ultraje; y siempre se encuentran excusas análogas para todas las 

demás faltas que se pueden cometer.

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CAPÍTULO IV 

DE LAS VIRTUDES INTELECTUALES Y 

MORALES 

Después de todas estas consideraciones, es preciso decir que 

teniendo el alma dos partes diferentes, también las virtudes se dividen 

en dos clases, según que pertenecen a una de estas dos partes distintas. 

Las virtudes de la parte que posee la razón son las intelectuales, su 

objeto es la verdad, y se ocupan ya de la naturaleza de las cosas, ya de 

su producción. Las otras virtudes pertenecen a la parte del alma que es 

irracional, y que no posee más que el instinto, porque por más que el 

alma e esté dividida en partes, no todas ellas poseen el instinto. Es 

sabido que el carácter moral es necesariamente bueno o malo, según 

que se buscan o se evitan ciertos placeres o ciertas penas. Esto mismo 

resulta evidentemente de las divisiones que hemos sentado entre las 

pasiones, las facultades y los modos morales de ser. Las facultades y 

los modos de ser se refieren a las pasiones, y las pasiones mismas están 

definidas y determinadas por el placer y el dolor. Resulta de aquí y de 

los principios anteriormente expuestos, que toda virtud moral hace 

relación a las penas y a los placeres que el hombre experimenta, porque 

el placer sólo puede dirigirse a las cosas que hacen naturalmente al 

alma humana peor o mejor, y sólo en ella se encuentra. No se llama a 

los hombres viciosos sino a causa de sus goces y de sus dolores, 

porque buscan los primeros y evitan los segundos de una manera nada 

conveniente, o bien buscan o evitan los que no debían buscar ni evitar. 

Así, todos convienen fácilmente en que las virtudes consisten en cierta 

apatía, en cierta calma respecto de los placeres y las penas, y que los 

vicios consisten precisamente en lo contrario.

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CAPÍTULO V 

DE LA VIRTUD MORAL 

Después de haber reconocido que la virtud es esta manera de ser 

moral que nos hace obrar lo mejor posible, y que nos dispone lo más 

completamente que puede ser para hacer el bien; después de haber 

reconocido que el bien supremo en la vida consiste en conformarse con 

la recta razón, es decir, que es lo que ocupa el justo medio entre el 

exceso y el defecto relativamente a nosotros, es imprescindible 

reconocer también que la virtud moral es para cada individuo en 

particular un cierto medio o un conjunto de medios, en lo que 

concierne a sus placeres y a sus penas, a las cosas agradables y 

dolorosas que pueda sentir. Unas veces el medio se hallará sólo en los 

placeres, en que se encuentran igualmente el exceso y el defecto; otras 

sólo se hallará en las penas, y algunas en los dos a la par. El hombre 

que incurre en un exceso de alegría, por esto mismo siente un exceso 

de placer, y el que tiene un exceso de pena peca en el sentido contrario. 

Estos excesos, por otra parte, pueden ser absolutos o relativos a un 

cierto límite, que no deberían traspasar; como, por ejemplo, cuando se 

experimentan estos sentimientos de distinta manera que los demás, 

mientras que el hombre bien organizado siente las cosas como deben 

sentirse. De otro lado, como hay cierto estado moral que hace que los 

que se encuentran en él pueden incurrir, respecto de una sola y misma 

cosa, en el exceso o en el defecto, siendo estos excesos contrarios entre 

sí y con relación al medio que los separa, necesariamente, estos estados 

han de ser igualmente contrarios entre sí y contrarios a la virtud. 

Sucede, sin embargo, que unas veces las oposiciones extremas son 

ambas muy evidentes, y otras que la oposición por exceso lo es más, y 

algunas veces también la oposición por defecto. La causa de estas 

diferencias consiste en que no siempre nos dirigimos a los mismos 

grados de desigualdad o de semejanza con relación al medio, sino que 

a veces se pasa más fácilmente del exceso, y a veces también del 

defecto al estado medio, y entonces el vicio parece tanto más contrario

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al medio cuanto está más distante de él. Así, por ejemplo, con respecto 

al cuerpo, el exceso de fatiga vale más para la salud que la falta de 

ejercicio, y está más próximo al medio, mientras que, por el contrario, 

respecto de la alimentación es el defecto, más que el exceso, el que se 

aproxima al medio. Por consiguiente, los hábitos que se escogen por 

gusto, por ejemplo, los ejercicios gimnásticos, contribuyen más a la 

salud en uno y otro sentido, ya se fatigue uno con algo de exceso, ya se 

trabaje algo menos de lo que sería conveniente. Obrarán de un modo 

contrario al justo medio bajo esta relación y resistirán a la razón, de un 

lado, el hombre que nada se fatiga y no hace ejercicio de ninguna de 

las maneras que acabo de indicar, y de otro, el que prefiere todas las 

debilidades de la molicie y no espera jamás al hambre. Estas 

diversidades nacen de que la naturaleza no está en todas las cosas 

igualmente distante del medio, y de que tan pronto amamos más el 

trabajo como amamos más el placer. Lo mismo sucede respecto al 

alma. Miramos como contrario al justo medio o la disposición que, en 

general, nos arrastra a cometer más faltas, y que es la más ordinaria; en 

cuanto a la otra, la ignoramos como si no existiese; y pasa para 

nosotros inadvertida a causa de su misma debilidad, que nos impide 

sentirla. Y así, la cólera nos parece la cosa verdaderamente contraria a 

la dulzura, y el hombre colérico lo contrario del hombre suave. Y, sin 

embargo, puede caerse en el exceso de ser demasiado accesible a la 

compasión, de reconciliarse con demasiada facilidad, y de no irritarse 

ni aun cuando abofetean a uno. Es cierto que estos caracteres son muy 

raros, y que, en general, se peca más bien por el exceso opuesto, no 

estando la cólera dispuesta a ser aduladora de nadie. 

En resumen, hemos formado el catálogo de los modos de ser 

morales según cada pasión, con sus excesos y sus defectos, y de los 

modos de ser contrarios que colocan al hombre en el camino de la recta 

razón, a reserva de ver más adelante lo que es precisamente la recta 

razón, y cuál es el límite que debe tenerse en cuenta para discernir el 

verdadero medio, de lo cual es una consecuencia evidente que todas las 

virtudes morales y todos los vicios se refieren ya al exceso, ya al 

defecto de los placeres y de las penas, y que los placeres y las penas

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sólo proceden de los modos de ser y de las pasiones que hemos 

indicado. Por tanto, la mejor manera de ser moral es la que subsiste en 

el medio en cada caso, y, por consiguiente, es igualmente claro que 

todas las virtudes, o por lo menos algunas de ellas, no son más que 

medios reconocidos por la razón.

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CAPÍTULO VI 

DEL HOMBRE CONSIDERADO COMO CAUSA 

Tomemos ahora, para el estudio que vamos a hacer, otro 

principio, que es el siguiente: todas las substancias, según su 

naturaleza, son principios de cierta especie, y esto es lo que hace que 

cada una de ellas pueda engendrar otras muchas substancias 

semejantes; así, por ejemplo, el hombre engendra hombres, el animal 

engendra generalmente animales, y la planta, plantas. Pero, además de 

esta ventaja, el hombre tiene entre los animales el privilegio especial 

de ser el principio y la causa de ciertos actos, porque de ningún otro 

animal puede decirse, como del hombre, que realmente obra. Entre los 

principios, lo son en grado eminente los que son el origen primordial 

de los movimientos, y con razón se da el nombre de principios a 

aquellos cuyos efectos no pueden ser otros que los que son. Sólo Dios, 

quizá, es un principio de este último género. Cuando se trata de causas 

y de principios inmóviles, como los principios matemáticos, no 

encontramos en ellos causas propiamente dichas; pero se las llama 

también causas y principios por una especie de asimilación, porque, en 

este caso, a poco que se trastorne el principio, todas las demostraciones 

de que es origen, por sólidas que sean, resultan trastornadas con él, 

mientras que las demostraciones mismas no pueden mudar, 

destruyéndose las unas a las otras, a no ser que se destruya la hipótesis 

primitiva y que nos hubiésemos valido para la demostración de esta 

hipótesis primera. 

El hombre, por lo contrario, es el principio de cierto movimiento, 

puesto que la acción, que le es permitida, es un movimiento de cierto 

orden. Pero como aquí, lo mismo que en todos los demás casos, el 

principio es causa de lo que existe o se produce por él y como 

consecuencia de él, podemos decir que en el movimiento del hombre 

sucede lo mismo que en las demostraciones. Si, por ejemplo, teniendo 

el triángulo sus ángulos iguales a dos rectos se sigue de aquí 

necesariamente que el cuadrilátero tiene los suyos iguales a cuatro

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161 

rectos, es evidente que la causa de esta conclusión es que los triángulos 

tienen sus ángulos iguales a dos ángulos rectos. Si la propiedad del 

triángulo muda, es preciso que el cuadrilátero mude también y si el 

triángulo, cosa imposible, tuviese sus ángulos iguales a tres rectos, el 

cuadrilátero tendría los suyos iguales a seis; y si el triángulo tuviese 

cuatro, el cuadrilátero tendría ocho. Pero si la propiedad del triángulo 

no muda y subsiste tal como es, la propiedad del cuadrilátero debe 

igualmente subsistir en la forma que se acaba de decir. Se ha 

demostrado con plena evidencia en los Analíticos que este resultado, 

que no hacemos más que indicar, es absolutamente necesario. Mas 

aquí, no podíamos ni pasarlo completamente en silencio, ni dar más 

detalles; que los que damos, porque si no hay medio de ascender hasta 

otra causa que haga que el triángulo tenga esta propiedad, es porque 

hemos llegado al principio mismo y a la causa de todas las 

consecuencias que de ella se desprenden. 

Pero como hay cosas que pueden ser lo contrario que ellas son, es 

preciso que los principios de estas cosas sean igualmente variables, 

porque todo lo que resulta de cosas necesarias es necesario corno ellas; 

mientras que las cosas que proceden de esta otra causa designada por 

nosotros pueden ser de otra manera de como son. En este caso se 

encuentra muchas veces lo que depende del hombre y que sólo precede 

de él, y he aquí cómo resulta que el hombre es causa y principio de una 

multitud de cosas de este orden. Una consecuencia de esto es que en 

todas las acciones respecto de las que el hombre es causa y soberano 

dueño, es claro que ellas pueden ser o no ser, como que sólo de él 

depende que estas cosas sucedan o no sucedan, puesto que es dueño de 

que existan o no existan. Luego, el hombre es causa responsable de 

todas las cosas que depende de él hacerlas o no hacerlas, y sólo de él 

dependen todas las cosas de que es causa. Por otra parte, la virtud y el 

vicio, lo mismo que los actos que de ellos se derivan son dignos unos 

de alabanza y otros de reprensión. Ahora bien, no se alaban ni 

vituperan las cosas que son resultado de la necesidad de la naturaleza o 

del azar; sólo se alaban y vituperan aquellas de que somos nosotros 

causa, porque siempre que es otro el causante, sobre él han de recaer la

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162 

alabanza y el vituperio. Es, pues, muy evidente que la virtud y el vicio 

sólo se refieren a cosas de que es uno causa principio. Tendremos, por 

tanto, que indagar de qué actos es el hombre realmente causa 

responsable y principio. Estamos todos conformes en que en las cosas 

que son voluntarias y que resultan del libre albedrío, cada cual es causa 

de ellas y responsables, y que en las cosas involuntarias no es uno la 

verdadera causa de lo que sucede. Evidentemente, son voluntarias 

todas aquellas que se han hecho después de una deliberación y elección 

previas, y, por consiguiente, también es evidente que deben clasificarse 

entre los actos voluntarios del hombre la virtud y el vicio.

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163 

CAPÍTULO VII 

DE LO VOLUNTARIO Y DE LO INVOLUNTARIO 

Es preciso estudiar qué son lo voluntario y lo involuntario, y qué 

es la preferencia reflexiva o libre arbitrio, puesto que la virtud y el 

vicio resultan determinados por estas condiciones. Ocupémonos, en 

primer lugar, de lo voluntario y de lo involuntario. Un acto, al parecer, 

sólo puede tener uno de estos tres caracteres; o procede del apetito, o 

de la reflexión, o de la razón. Es voluntario cuando es conforme a una 

de estas tres cosas; es involuntario cuando es contrario a una de ellas. 

Pero el apetito se divide en tres ramas: la voluntad, el corazón y el 

deseo. Por consiguiente, es preciso admitir una división análoga en el 

acto voluntario, y considerarle, en primer lugar, con relación al deseo. 

Ocurre, a primera vista, que todo lo que se hace por deseo es 

voluntario, porque lo involuntario parece ser siempre una coacción. La 

coacción, resultado de la fuerza, siempre es penosa, como lo es todo lo 

que se hace o se padece por necesidad; y como dice muy bien Eveno: 

Todo acto necesario es un acto penoso. 

Y así, puede decirse que si una cosa es penosa, es porque es forzada, y 

que si es forzada, es penosa. Pero todo lo que se hace contra el deseo es 

penoso, puesto que el deseo sólo se aplica a un objeto agradable; por 

consiguiente, es un acto forzado e involuntario. Recíprocamente, lo 

que se hace según el deseo es voluntario, porque estas afirmaciones 

son siempre contrarias entre sí; debiendo añadirse a esto que toda 

acción viciosa hace al hombre peor. Y así, la intemperancia es 

ciertamente un vicio; y el intemperante es aquel que, con tal de 

satisfacer su deseo, es capaz de obrar contra su propia razón, y hace un 

acto de intemperancia cuando obra según el deseo que le domina. Pero 

no es uno culpable sino porque quiere, de donde se sigue que el 

intemperante se hace culpable porque obra según lo pide su pasión. 

Obra, pues, con plena voluntad, y lo que es conforme a la pasión es

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164 

siempre voluntario. Sería un absurdo creer que al hacerse 

intemperantes los hombres se hacen menos culpables. 

Resulta de estas consideraciones que, al parecer, lo que es con. 

forme al deseo es voluntario. Pero he aquí otras que parecen probar lo 

contrario. Todo lo que se hace libremente, se hace queriéndolo; y todo 

lo que se hace queriéndolo, se hace libremente. Nadie quiere lo que 

cree que es malo; y así, el intemperante, que se deja dominar por su 

pasión, no hace lo que quiere, porque hacer, para contentar el deseo, lo 

contrario de lo que se cree mejor, es dejarse arrastrar por la pasión. 

Resulta, por consiguiente, de estos argumentos contrarios que el mismo 

hombre obrará voluntaria e involuntariamente; lo cual es 

manifiestamente imposible. De otro lado, el templado obrará bien, y 

hasta puede decirse que obrará mejor que el intemperante, porque la 

templanza es una virtud,  y la virtud hace a los hombres mejores. 

Ejecuta un acto de templanza cuando obra según su razón y contra su 

deseo. De aquí una nueva contradicción, porque si conducirse bien es 

voluntario, como lo es conducirse mal, y si no se puede negar que estas 

dos cosas son perfectamente voluntarias, o, por lo menos, que siendo la 

una voluntaria lo tiene que ser la otra necesariamente, se sigue de aquí 

que lo que se hace contra el deseo es voluntario, y entonces el mismo 

hombre hará una misma cosa a la vez voluntaria e involuntariamente. 

El mismo razonamiento puede hacerse respecto del corazón y de 

la cólera, porque también hay templanza e intemperancia de corazón, 

como la hay respecto al deseo. Lo que es contrario al sentimiento del 

corazón es siempre penoso, y dominarlo es siempre violento. Por 

consiguiente, si todo actos forzoso es involuntario, resulta de aquí que 

todo lo que se hace por impulso del corazón es voluntario. Heráclito, al 

parecer, consideraba irresistible este poder del corazón, cuando dice 

que subyugarle es cosa muy penosa: 

"Es difícil resistir a la ira, que halaga al corazón, el cual goza con 

ella.”

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165 

Pero si es imposible obrar voluntaria e involuntariamente en el 

mismo momento y respecto de la cosa misma, puede decirse que lo que 

conforma con la voluntad es más libre que lo que conforma con la 

pasión o el corazón. La prueba es que hacemos voluntariamente una 

multitud de cosas sin el auxilio de la cólera ni de la pasión. 

Resta, pues que examinemos si son una misma cosa la voluntad y 

la libertad. Estimamos imposible confundirlas, porque hemos supuesto, 

y así nos lo parece siempre, que el vicio hace a los hombres peores, y 

que la intemperancia es un vicio de cierta especie. Pero aquí resultaría 

todo lo contrario, porque nadie quiere aquello que cree ser malo, y sólo 

lo hace cuando, arrastrado por la intemperancia, no es dueño de sí 

mismo. Luego, si hacer el mal es un acto libre, y el acto libre es el que 

se hace según la voluntad, no se hace tampoco mal cuando uno se hace 

intemperante, porque se pierde todo dominio sobre sí mismo, y 

entonces es uno hasta más virtuoso que antes de dejarse llevar por la 

intemperancia, que nos ciega. Pero, ¿quién no ve que todo esto es 

absurdo? Yo concluyo de aquí que obrar libremente no es obrar según 

el apetito, y que no es obrar sin libertad el obrar contra él; y añado que 

el acto voluntario no es tampoco el que se hace precediéndole la 

reflexión, y he aquí cómo lo pruebo. Antes se ha demostrado que lo 

que es conforme a la voluntad no es forzado, y con más razón que todo 

lo que se quiere, es perfectamente libre. Pero realmente lo único que 

hemos demostrado es que se pueden hacer libremente cosas que no se 

quieren. Ahora bien, hay una infinidad de cosas que hacemos sobre la 

marcha por el solo hecho de que las queremos, mientras que jamás se 

puede obrar inmediatamente, si ha de mediar la reflexión.

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166 

CAPÍTULO VIII 

DE LA COACCIÓN 

Si es imprescindible, como ya hemos visto, que el acto libre y 

voluntario se refiera a una de estas tres cosas, al apetito, a la reflexión, 

a la razón, y si no se refiere a ninguna de las dos primeras, sólo queda 

que el acto voluntario consista en hacer alguna cosa después de haber 

aplicado a ella de cierta manera el pensamiento y la razón. Llevemos 

un poco más adelante estas consideraciones, antes de llegar a la 

definición que queremos dar de lo voluntario y de lo involuntario. 

Paréceme que lo que caracteriza propiamente estas dos ideas es que en 

un caso se obra por fuerza o coacción, y que en el otro no se obra de 

este modo. En el lenguaje ordinario todo lo que es forzoso es 

involuntario, y lo involuntario siempre es forzoso. Es preciso, por 

tanto, examinar en primer lugar qué es la fuerza o la coacción, cuál es 

su naturaleza y cuáles sus relaciones con lo voluntario y lo 

involuntario. 

Lo forzoso y lo necesario parecen, lo mismo que la fuerza y la 

necesidad, opuestos a lo voluntario y a la persuasión, en lo que se 

refiere a las acciones que el hombre puede ejecutar. En general, la 

fuerza y la necesidad pueden aplicarse igualmente a las cosas 

inanimadas; y así se dice, por ejemplo, que la fuerza y la necesidad 

hacen que la piedra suba y que baje el fuego. Por lo contrario, cuando 

las cosas conforman con su naturaleza y siguen su dirección propia, no 

se dice que son violentadas por la fuerza; aunque es cierto que tampoco 

se dice que en este caso sean conducidas voluntariamente; oposición 

que no ha recibido nombre particular Pero cuando son arrastradas 

contra esta tendencia natural, decimos que se mueven por fuerza. Lo 

mismo sucede con los animales y con los seres vivos, que hacen y 

padecen muchas cosas por la fuerza, cuando una causa exterior llega a 

moverlos en sentido contrario a su tendencia natural. En los seres 

inanimados el principio que los mueve es simple; pero en los seres 

animados puede ser múltiple, porque el instinto y la razón no están

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167 

siempre perfectamente de acuerdo. La fuerza obra de un modo absoluto 

en los animales, con excepción del hombre, precisamente como obra 

de las cosas inanimadas, porque en ellos la razón y el instinto no se 

combaten, y estos seres sólo viven conforme al instinto que los 

domina. En el hombre, por lo contrario, se encuentran los dos móviles, 

y funcionan en él en aquella edad en que suponemos que tiene la 

facultad de obrar. Y así no decimos que el niño obra, hablando 

propiamente, como no obra el animal; y el hombre no obra 

verdaderamente sino cuando obra con su razón. Todo lo que es forzado 

siempre es penoso, como ya hemos dicho, y nadie obra por fuerza con 

placer. Esto es lo que da lugar a tanta obscuridad en la cuestión relativa 

al templado y al intemperante. Ambos obran sintiendo cada cual en si 

tendencias contrarias; el templado obra por fuerza, según se pretende, 

librándose de las pasiones que lo solicitan, y ciertamente padece al 

resistir al deseo que le arrastra en un sentido opuesto. Por su parte, el 

intemperante obra también por la fuerza al luchar contra la razón, que 

querría ilustrarle. Sin embargo, el intemperante, debe padecer menos a 

lo que parece, porque el deseo siempre tiende al placer y se le presta 

siempre obediencia con cierta alegría. Por consiguiente, el 

intemperante obra más voluntariamente, y con menos razón puede 

decirse de él que obra por fuerza, puesto que no obra con pena y 

sufrimiento. En cuanto a la persuasión es por completo lo opuesto a la 

fuerza y, a la necesidad; el hombre templado sólo ejecuta las cosas 

respecto de las que tiene convicción, y obra, no por fuerza, sino muy 

voluntariamente; mientras que el deseo arrastra sin haber persuadido 

antes, porque no participa ni aun en pequeña parte de la razón. 

Se ve, pues, que en este sentido es en el que puede decirse que 

sólo los intemperantes obran por fuerza e involuntariamente, y se 

comprende bien el porqué; es que en ellos se verifica una cosa que se 

parece a la coacción y a la fuerza que observamos en los objetos 

inanimados. Pero si se relaciona esto con lo que se ha dicho antes en la 

definición propuesta, tendremos precisamente la solución que se busca. 

Y así, cuando una cosa exterior impulsa o detiene un cuerpo cualquiera 

en sentido opuesto a su tendencia, decimos que es movido por la

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168 

fuerza, y en el caso contrario decimos que no es movida por la fuerza. 

Ahora bien, al hombre templado y al intemperante la tendencia que 

cada uno tiene en sí es la que los arrastra; tienen en sí mismos los dos 

principios, y, por consiguiente, ni uno ni otro obran por fuerza, porque 

ambos obran libremente a virtud de estos dos móviles, sin necesidad de 

que se los fuerce. Llamamos, en efecto, necesidad al principio exterior 

que impulsa o que detiene un cuerpo contra su tendencia natural, como 

si alguno cogiese vuestra mano para pegar a otro a pesar de vuestra 

resistencia y contra vuestra voluntad y deseo. Pero desde el momento 

que el principio es interior, ya no hay violencia, puesto que entonces el 

placer y la pena pueden producirse en los dos casos. En efecto, el que 

se domina y permanece templado experimenta cierto dolor al obrar 

contra su deseo; pero goza, al mismo tiempo, con el placer que le 

produce la esperanza de sacar ulteriormente ventaja de su 

comportamiento, o la seguridad de conservar actualmente su salud. Por 

su parte, el intemperante goza gustando, a causa de su intemperancia, 

del objeto de su deseo; pero siente dolor por las consecuencias que 

prevé, porque sabe muy bien que ha cometido una falta. En resumen, 

se puede afirmar con alguna razón que uno y otro, el templado y el 

intemperante, obran por fuerza, y que ambos obran en cierto modo a 

pesar suyo bajo la coacción del apetito y de la razón, porque, como 

estos dos móviles son opuestos, se rechazan recíprocamente uno a otro; 

y esto hace que por extensión se atribuya este fenómeno al alma entera, 

porque se ve que una de sus partes tiene algo de análogo. Esto, sin 

duda, es exacto si se aplica a sus partes, pero el alma entera del hombre 

templado y del intemperante obra voluntariamente, sin que ni uno ni 

otro obren por coacción, siendo sólo uno de los elementos que residen 

en ellos mismos el que obra por fuerza, puesto que tenemos 

naturalmente en nosotros los dos móviles a la vez. La naturaleza quiere 

que sea la razón la que mande, puesto que la razón debe existir en 

nosotros cuando nuestra organización nativa está abandonada a su 

propio desenvolvimiento y no ha sufrido alteración, lo cual no impide 

que la pasión y el deseo tengan también en ella su asiento, puesto que 

las hemos también recibido a la par que la vida. En efecto, por estos

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169 

dos caracteres determinamos casi exclusivamente la verdadera 

naturaleza de los seres: de un lado, por las cosas que pertenecen a 

todos los seres de la misma especie desde que han nacido; y de otro, 

por las cosas que pasan más tarde en ellos cuando se deja su 

organización primitiva desenvolverse regularmente, como la blancura 

de los cabellos, la ancianidad y todos los demás fenómenos análogos. 

En resumen, puede decirse que ni el templado ni el intemperante obran 

conforme a la naturaleza; pero, absolutamente hablando, el hombre 

templado y el intemperante obran según su propia naturaleza, sólo que 

esta naturaleza no es la misma en uno que en otro. 

He aquí las cuestiones suscitadas con respecto al hombre 

templado y al intemperante. ¿Son ambos violentados y forzados? 

¿Obra sólo uno de ellos como resultado de una coacción? El templado 

y el intemperante ¿obran sin quererlo? ¿Obran ambos, a la vez, por 

fuerza y voluntariamente? Y si el acto impuesto por la violencia es 

siempre involuntario, ¿puede decirse que obran, a la vez con plena 

voluntad y por fuerza? Con las explicaciones que hemos dado se 

puede, a nuestro parecer, responder a todas estas dificultades. 

En otro sentido se dice también que se obra por fuerza y por 

necesidad, sin que el paetito y la razón estén en desacuerdo, cuando se 

hace una cosa penosa y mala, pero que, de no hacerla, estaría uno 

expuesto a ser maltratado, reducido a prisión o condenado a muerte. En 

todos estos casos se dice que se ha obedecido a una necesidad; ¿acaso 

esta hipótesis es inexacta? ¿En todo esto no se obra siempre con libre 

voluntad? ¿Y no puede uno negarse siempre a lo que se exige de 

nosotros, soportando todos los sufrimientos con que se nos amenaza? 

Hay aquí ciertos puntos que pueden admitirse, y otros que es preciso 

realizar. Siempre que se trata de cosas que depende de nosotros el 

hacerlas o no hacerlas, desde el momento que se hacen, aunque sea no 

queriéndolas, se hacen libremente y no por fuerza. Respecto a las cosas 

que, por lo contrario, no dependen de nosotros, puede decirse que hay 

una coacción, si bien no una coacción absoluta, puesto que el ser 

mismo no escoge lo que hace precisamente, sino que sólo escoge el fin 

en cuya vista obra como obra. Esta diferencia merece que se la tenga

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170 

en cuenta. Por ejemplo, si para evitar uno que otro toque a su cuerpo, 

llega hasta matarle, sería una excusa ridícula el decir que cometió la 

muerte a pesar suyo y por necesidad. Era necesario que hubiera estado 

expuesto a un mal más grande y más intolerable, si no hubiese obrado 

como obró. Entonces es cuando se obedece a la necesidad y se obra por 

fuerza; o, por lo menos, no se obra naturalmente cuando se causa mal 

en defensa propia, o en vista de un cierto bien o de un mal mayor que 

el que se quiere evitar, puesto que estas circunstancias no dependen de 

nosotros. He aquí porqué con frecuencia se considera el amor como 

involuntario, lo mismo que otros arrebatos del corazón y ciertas 

emociones físicas que son, como suele decirse, más fuertes que 

nosotros. En todos estos casos se excusan estas faltas, considerándolas 

provocadas por causas que triunfan generalmente de la naturaleza 

humana. Podría creerse que hay fuerza y coacción más bien cuando 

hacemos algo por no experimentar un dolor demasiado fuerte que 

cuando sólo obramos por evitar uno ligero; como también cuando 

obramos por evitar un mal cualquiera más bien que cuando lo hacemos 

para proporcionarnos un placer; porque, en general, se estima que 

depende de uno lo que su naturaleza es capaz de soportar y se dice que 

una cosa no depende de uno cuando su naturaleza no puede sufrirla, ni 

aquélla es naturalmente conforme con su instinto y con su razón. He 

aquí por qué al hablar de los entusiastas y de los adivinos que predicen 

el porvenir, se afirma, no obstante ser sus juicios un acto de 

pensamiento, que no depende de ellos decir lo que dicen, ni hacer lo 

que hacen. Tampoco es uno dueño de sí mismo bajo el influjo de la 

pasión, y puede asegurarse que hay pensamientos y sentimientos que 

no dependen de nosotros, como tampoco los actos que son resultado de 

estos pensamientos y de estos razonamientos. Esto es lo que obligó a 

Filolao a decir con razón que hay ciertas ideas que son más fuertes que 

nosotros. 

En resumen, si debíamos, para analizar bien lo voluntario y lo, 

involuntario, relacionarlos con la idea de fuerza y de coacción, nuestro 

estudio está terminado, y es preciso pararnos aquí, porque los mismos

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171 

que más vivamente niegan la libertad y que pretenden que sólo obran 

forzados y cohibidos, no son menos libres al defender su opinión.

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CAPÍTULO IX 

DEFINICIÓN DE LO VOLUNTARIO Y DE LO 

INVOLUNTARIO 

Conseguido nuestro objeto, que era probar que la libertad no se 

define bien, ni por el apetito, ni por la reflexión, nos resta especificar la 

parte que tienen en este fenómeno el pensamiento y la razón. Un 

primer punto incontestable es que lo voluntario parece lo opuesto a lo 

involuntario, y que obrar, sabiendo a lo que uno se dirige, cómo y por 

qué se obra, es todo lo contrario de obrar ignorando a qué se dirige 

uno, como y por qué se obra de la manera que se obra; hablo de una 

ignorancia real y no indirecta. Y así podéis saber, en un caso dado, que 

se trata de vuestro padre, y obráis como lo hacéis, no para matarle, sino 

para salvarle; por ejemplo, las hijas de Pelias se engañaron de esta 

manera. O bien cabe engañarse como lo hacen los que dan un brebaje, 

creyendo que es un filtro o vino, cuando es un veneno. Lo que se hace 

ignorando las personas, las cosas y los medios que se emplean, es 

involuntario, y lo contrario es voluntario. Por tanto, todas las cosas que 

el individuo hace, aunque dependa de él el no hacerlas, y todas las que 

hace sin ignorarlas, y obrando por sí mismo, deben necesariamente 

pasar por cosas voluntarias; y en esto consisten la libertad y lo 

voluntario. Por lo contrario, todo lo que se hace ignorando lo que se 

hace, y por lo mismo que se ignora, debe considerarse como 

involuntario. Pero como el saber o el conocer puede entenderse en dos 

sentidos: en el de poseer la ciencia o en el de servirse actualmente de 

ella, el que posea la ciencia, pero que no la utiliza, puede, en un sentido 

llamársele con razón ignorante, y en otro sentido no puede serlo 

fundadamente; por ejemplo, si por una negligencia culpable no se sirve 

de aquello que sabe. Recíprocamente, también uno que no posee la 

ciencia, que no sabe, puede ser, a veces, reprendido con completa 

justicia, si por pereza, por abandonarse al placer o por temor a la pena 

ha descuidado adquirir una ciencia que le hubiera sido fácil y hasta 

necesario poseer.

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Una vez que hemos añadido estas consideraciones a todas las que 

preceden, demos por terminado lo que teníamos que decir acerca de lo 

voluntario y de lo involuntario.

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CAPÍTULO X 

DE LA INTENCIÓN 

En seguida de lo dicho, analicemos la intención, después de haber 

expuesto previamente las cuestiones teóricas que suscita esta materia. 

La primera duda que se presenta al espíritu consiste en saber en qué 

género se coloca naturalmente la intención, y a qué clase es preciso 

referirla. ¿El acto voluntario y el acto hecho con intención son 

diferentes el uno del otro, o son una sola y misma cosa? Algunos 

sostienen, y si paramos la atención quizás es aceptable su dictamen, 

que la intención es una de estas dos cosas: o la opinión o el apetito, 

porque estos dos fenómenos acompañan siempre, al parecer, a la 

intención. Es evidente, en primer lugar, que la intención no se 

confunde con el apetito, porque sería entonces voluntad, deseo o 

cólera, puesto que el apetito supone siempre que se ha experimentado 

una u otra de estas impresiones. La cólera y el deseo pertenecen 

igualmente a los animales, mientras que la intención nunca les 

pertenece. Además, los seres, que reúnen estas dos facultades, hacen 

con intención una multitud de actos en los que no entran para nada la 

cólera ni el deseo, y cuando son arrastrados por deseo o por la pasión 

ya no obran con intención. sino que son puramente pasivos. Añádase, 

por último, que el deseo y la cólera van siempre acompañados de 

alguna pena, mientras que hay muchas cosas en las que interviene 

nuestra intención, sin que experimentemos el menor dolor. 

Tampoco puede decirse que la voluntad y la intención sean una 

misma cosa. A veces se quieren cosas imposibles sabiendo que lo son; 

como, por ejemplo, reinar sobre todos los hombres o ser inmortal. Pero 

nadie ha tenido nunca la intención de hacer una cosa imposible, si no 

ignora que lo es, ni tampoco, en general, hacer lo que es posible, 

cuando cree, por otra parte, que no está en situación de hacer o no 

hacer la cosa. He aquí, pues, un punto evidente: que siempre el objeto 

de la intención debe de ser, necesariamente, una cosa que sólo dependa 

de nosotros. No es menos claro que la intención tampoco se confunde

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175 

con la opinión o con el juicio, ni absolutamente con un simple objeto 

del pensamiento. 

La intención, como acabamos de decir, sólo puede aplicarse a 

cosas que deben depender de nosotros. Pero pensamos en una multitud 

de cosas que no dependen absolutamente de nosotros; por ejemplo, que 

el diámetro es conmensurable. Además, la intención no es ni verdadera 

ni falsa, como no lo es tampoco nuestro juicio en las cosas prácticas, 

que sólo dependen de nosotros, cuando nos induce a creer que 

debemos hacer o no hacer alguna cosa. Pero he aquí un punto común a 

la voluntad y a la intención; y es que la intención nunca se aplica 

directamente a un fin, y sí sólo a los medios que conducen a este fin. 

Por ejemplo, nadie tiene la intención de mantenerse sano, sino que tan 

sólo se tiene la intención de pasearse o de permanecer sentado con la 

mira de la salud que se desea. Tampoco se tiene la intención de ser 

dichoso, y sí la de adquirir fortuna o arrostrar un peligro para alcanzar 

la felicidad. En una palabra, cuando se decide una cosa y se manifiesta 

una intención, puede decirse siempre lo que se tiene intención de hacer 

y aquello en vista de lo que se tiene esta intención. Hay aquí dos cosas 

muy distintas; una, teniendo en cuenta la cual se tiene intención de 

hacer la otra; y la segunda, que se tiene intención de hacer con la mira 

de la primera. Ahora bien, lo que es eminentemente también el objeto 

de la voluntad es el fin que se desea; y lo que es igualmente el objeto 

de la opinión es, por ejemplo, que es preciso mantenerse sano y que es 

preciso ser dichoso. Resulta, pues, completamente evidente, en vista de 

estas diferencias que la intención no se confunde ni con el juicio u 

opinión, ni con la voluntad. La voluntad y el juicio se aplican 

esencialmente a un fin último, y la intención no. 

Por tanto, es claro que, absolutamente hablando, la intención no 

es la voluntad, ni el juicio, ni la concepción. ¿Pero en qué difiere de 

todo esto? ¿Cuál es la relación precisa que tiene con la libertad y con lo 

voluntario? Resolver estas cuestiones equivaldría a demostrar 

claramente lo que es la intención. 

Entre las cosas que pueden ser o no ser, hay algunas que son de 

tal naturaleza que se puede deliberar sobre ellas; y otras en las que la

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176 

deliberación no es posible. Las posibles, en efecto, pueden ser o no ser; 

pero la producción de ellas no depende de nosotros, puesto que las 

unas son producidas por la naturaleza y las otras por diversas causas. 

Por tanto, no podría deliberarse sobre estas cosas, a no ignorar 

absolutamente lo que son. Mas las cosas que no sólo pueden ser o no 

ser, sino que es posible, además, que sean objeto de las deliberaciones 

humanas, son precisamente las que depende de nosotros hacer o no 

hacer. Y así, no deliberamos sobre lo que pasa en las Indias, ni sobre 

los medios de convertir el círculo en cuadrado; porque lo que pasa en 

las Indias no depende de nosotros, y la cuadratura del círculo no es 

cosa factible. Es cierto que tampoco se delibera sobre todas las cosas 

realizables, que no dependen más que de nosotros, lo cual es una nueva 

prueba de que, absolutamente hablando, la intención y que pueden 

hacerse son, necesariamente, de las que dependen de nosotros. 

También, teniendo esto en cuenta, se podría preguntar: ¿En qué 

consiste que los médicos deliberan sobre las cosas cuya ciencia poseen, 

mientras que los gramáticos nunca deliberan? Porque, pudiendo 

incurrirse en error de dos maneras, puesto que cabe engañarse por 

efecto del razonamiento o de la simple sensación, cabe este doble 

motivo de error en medicina; mientras e si en gramática se quisiera 

discutir la sensación y el uso, sería cosa de nunca acabar. 

No siendo la intención el juicio, ni la voluntad, tomados 

separadamente, ni tampoco tomándolos juntos, porque la intención no 

se produce nunca instantáneamente, mientras que se puede juzgar 

sobre la marcha que es preciso obrar y querer en el instante mismo, 

queda sólo que se componga de estos dos elementos unidos en cierta 

medida, y encontrándose ambos en todo acto de intención. Pero es 

preciso examinar de cerca cómo la intención puede componerse del 

juicio y de la voluntad. Ya la palabra misma nos lo indica en parte, 

porque la intención que entre dos cosas prefiere una es una tendencia a 

escoger, no una elección absoluta, pero sí la elección de una cosa que 

se coloca antes que otra. Ahora bien, esta elección no es posible sin 

una deliberación y examen previos. Y así, la intención, la preferencia 

reflexiva, nace de un juicio que va acompañado de voluntad y de

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177 

deliberación. Pero, hablando propiamente, nunca se delibera sobre el 

fin que uno se propone, porque el fin es el mismo para todo el mundo; 

se delibera sólo sobre los medios que pueden conducir a este fin. Se 

delibera, en primer lugar, para saber si tal o cual cosa es la que puede 

conducirnos al fin, y, una vez que se ha juzgado que tal cosa conduce a 

él, se delibera para saber cómo se adquirirá esta cosa. En una palabra, 

deliberamos sobre el objeto que nos ocupa hasta que hemos sometido a 

nosotros mismos y a nuestra iniciativa el principio que debe producir 

todo lo demás. Luego, si no se puede aplicar la intención y la 

preferencia, sin haber previamente examinado y pesado lo mejor y lo 

peor, y si sólo se puede deliberar sobre lo que depende de nosotros 

relativamente al fin que se busca en las cosas que pueden ser o no ser, 

se sigue de aquí evidentemente que la intención o preferencia es un 

apetito, un instinto capaz de deliberar sobre cosas que dependen de 

nosotros; porque queremos siempre lo que hemos resuelto hacer, 

mientras que no resolvemos siempre hacer lo que queremos. Llamo 

capaz de deliberar a aquella facultad respecto de la que la deliberación 

es el principio y la causa, y que hace que se desee una cosa porque se 

ha deliberado sobre ella. Esto nos explica por qué la intención, 

acompañada de la preferencia, no se encuentra en los demás animales, 

y por qué el hombre mismo no la tiene en todas las edades ni en todas 

circunstancias. Esto nace de que la facultad de deliberación, lo mismo 

que la concepción de la causa, no se encuentran en ellos tampoco, y 

aunque los más de los hombres tengan la facultad de juzgar si es 

preciso hacer o no hacer tal o cual cosa, está muy distante de que 

puedan todos decidirse en vista del razonamiento, mediante a que la 

parte del alma que delibera es la que es capaz, de considerar y 

comprender una causa. El porqué, la causa final, es una de las especies 

de causa; toda vez que el porqué es causa; y el fin, en cuya vista otra 

cosa existe o se produce, se llama causa. Así, por ejemplo, la necesidad 

de recoger las rentas que se poseen es causa de que se haga un viaje, si 

es cosa que se ha puesto uno en camino con la mira de realizar aquellos 

recursos. He aquí cómo los que no se proponen ningún fin son 

incapaces de deliberar.

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178 

Podemos, pues, afirmar que el hombre, en punto a cosas que 

depende de él hacer o no hacer, cuando las hace o las evita con 

completa voluntad, las hace o se abstiene con conocimiento y no por 

ignorancia; y, en efecto, hacemos muchas cosas de esta clase sin haber 

pensado ni reflexionando previamente en ellas. De aquí, como 

consecuencia necesaria, que lo intencional es siempre voluntario, 

mientras que lo voluntario no es siempre intencional; o, en otros 

términos, todas las acciones intencionales son voluntarias, mientras 

que no todas las acciones voluntarias son intencionales. Esto nos 

prueba al mismo tiempo que los legisladores han tenido razón para 

dividir los actos y las pasiones del hombre en tres clases, voluntarios, 

involuntarios y premeditados; y por más que no hayan en esto llegado 

a una perfecta exactitud, no por eso han dejado de alcanzar en parte la 

verdad. Pero éstas son cuestiones que trataremos al estudiar la justicia 

y el derecho. 

En cuanto a la intención o preferencia es evidente que no es 

absolutamente ni la voluntad, ni el juicio, y que es el juicio y el apetito 

reunidos cuando se resuelve y se decide un acto después de una 

deliberación previa. Además, como cuando se delibera se hace siempre 

en vista de algún fin que se quiere realizar, y hay siempre un objeto en 

el cual tiene fijas sus miradas el que delibera para discernir lo que le 

puede ser útil, resulta de aquí, lo repito, que nadie delibera, 

propiamente hablando, sobre el fin; pero este fin es el principio y la 

hipótesis inicial de todo lo demás, como lo son las hipótesis 

fundamentales en las ciencias de pura teoría. Ya hemos expuesto algo 

sobre este punto al principio de esta discusión, y lo hemos tratado con 

el mayor detenimiento en los Analíticos. Por otra parte, el examen de 

los medios que pueden conducir al fin que se desea puede hacerse con 

la habilidad que inspira el arte o sin habilidad; por ejemplo, si se 

delibera sobre si se deberá hacer o no la guerra, puede uno mostrarse 

más o menos hábil en esta deliberación. 

El punto que desde luego ha de merecer más atención es el de 

saber en vista de qué debe obrarse, es decir, el porqué. ¿Es la riqueza lo 

que se quiere? ¿O es el placer o cualquiera otra cosa el verdadero fin

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179 

en vista del cual se obra? El hombre que delibera no lo hace sino 

porque después de haber considerado el fin que quiere conseguir, cree 

que el medio empleado puede hacer que este fin venga a él, o porque 

este medio puede conducirle a él a ese mismo fin. El fin, por 

naturaleza, siempre es bueno, lo mismo que el medio particular sobre 

el cual se delibera especialmente. Por ejemplo, un médico delibera para 

saber si administrará tal o cual remedio, y un general delibera para 

saber el punto donde habrán de acampar las tropas, y en todos estos 

casos el fin que se propone es bueno y es en absoluto lo mejor. Es un 

hecho contrario a la naturaleza y que trastorna el orden de las cosas que 

el fin no sea el bien verdadero, sino sólo la apariencia del bien. Esto 

nace de que hay entre las cosas algunas que sólo pueden servir para el 

uso especial a que la naturaleza las ha destinado. Esto sucede con la 

vista, por ejemplo; no hay medio de ver las cosas a las que no se dirige 

la vista, ni de oír las cosas sin la mediación del oído. Pero, por medio 

de la ciencia pueden hacerse cosas cuya ciencia no se tiene; y así, 

aunque la misma ciencia trata de la salud y de la enfermedad, no trata 

de ellas de la misma manera, puesto que la una es conforme a la 

naturaleza y la otra contraria a ella. Absolutamente en igual forma, en 

el orden de la naturaleza la voluntad se aplica siempre al bien, y 

cuando es contraria a la naturaleza es cuando se puede aplicar 

igualmente al mal. Por naturaleza quiere el bien, y sólo quiere el mal 

contra naturaleza y por perversidad. Pero la destrucción y la perversión 

de una cosa no dan lugar a que adquiera al azar otro nuevo estado 

cualquiera. Las cosas entonces pasan a ser sus contrarios y a los grados 

intermedios, porque no es posible salir de estos límites, y el error 

mismo no se produce indiferentemente en cosas tomadas al azar. El 

error sólo se produce en los contrarios en todos los casos en que hay 

contrarios; y, aun entre los contrarios, el error sólo tiene lugar en los 

contrarios que lo son según el conocimiento que de ellos se tiene. 

Hay, pues, una especie de necesidad de que el error y la intención 

o preferencia reflexiva pasen del medio a los diversos contrarios, y el 

más y el menos son los contrarios del medio o del término medio. La 

causa del error es el placer o la pena que sentimos, porque estamos

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180 

hechos de tal manera que el alma mira como un bien lo que le es 

agradable, y lo que le es más agradable le parece mejor, así como lo 

que es penoso le parece malo y lo que es mas penoso le parece también 

peor. Esto mismo nos debe hacer ver claramente que el vicio y la 

virtud sólo se refieren a los placeres y a las penas. En efecto, la virtud y 

el vicio se aplican exclusivamente a actos en que podemos señalar 

nuestra intención y nuestra preferencia. Pero la preferencia se aplica al 

bien y al mal, o, por lo menos, a lo que nos parece tal, y en el sentido 

ordinario de la naturaleza el placer y el dolor son el bien y el mal. 

Además, hemos mostrado que toda virtud moral es siempre una especie 

de medio en el placer y en la pena, y que el vicio consiste en el exceso 

o en el defecto relativamente a las mismas cosas a que se refiere la 

virtud. La consecuencia necesaria de estos principios es que la virtud 

es este modo de ser moral que nos induce a preferir el medio en lo que 

toca a nosotros mismos, así en las cosas agradables como en las 

penosas; en una palabra, en todas las cosas que constituyen 

verdaderamente el carácter moral del hombre, sea en la pena, sea en el 

placer, porque jamás se dice de un hombre que tiene tal o cual carácter 

por el simple hecho de que guste de las cosas dulces o de las amargas.

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181 

CAPÍTULO XI 

EL ACTO Y LA INTENCIÓN 

Después de haber fijado todos estos puntos, veamos si la virtud 

hace infalible la referencia y bueno el fin a que aspira, de tal manera 

que la preferencia sólo escoja con intención lo que debe de hacerse, o 

bien si como por algunos se pretende, es la razón la que ilustra a la 

virtud. A decir verdad, esta virtud es el dominio de sí mismo, la 

templanza, la cual no destruye, al parecer, la razón. Pero la virtud y el 

dominio de sí mismo son dos cosas diferentes, como se probará más 

tarde, y si se admite que es la virtud la que nos da una razón recta y 

sana, es porque se supone que el dominio de sí es la virtud misma, y 

que, por tanto, es verdaderamente digna de las alabanzas que se le 

tributan. 

Pero antes de hablar de esto, examinemos algunas cuestiones 

preliminares. En muchos casos es muy posible que el fin que uno se 

propone sea excelente, y, sin embargo, que se engañe en los medios 

que conducen a él. Puede suceder, por lo contrario, que el fin sea malo, 

y que los medios que se emplean sean muy buenos. En fin, puede 

suceder que unos y otros sean igualmente erróneos. ¿Es la virtud la que 

forma el fin? ¿Hace solamente las cosas que conducen a él? Creemos 

que es ella la que constituye el fin, puesto que el que nos proponemos 

no es consecuencia ni de un silogismo ni de un razonamiento. 

Supongamos, pues, que el fin es, en cierta manera, el principio y el 

origen de la acción. Por ejemplo, el médico, al parecer, no examina si 

es preciso o no curar al enfermo, y sí sólo si el enfermo debe andar o 

no. El gimnasta no examina si es preciso o no tener vigor, sino tan sólo 

si es preciso o no que tal discípulo luche. Lo mismo sucede con todas 

las demás ciencias; no hay ninguna que se ocupe del fin mismo a que 

aspira, y así como las hipótesis iniciales sirven de principios en las 

ciencias de pura teoría, así el fin que se busca es el principio y como la 

hipótesis de todo lo demás en las ciencias que tienen que producir 

alguna cosa. Para curar tal enfermedad se necesita precisamente tal

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182 

remedio, a fin de conseguir la curación: en la misma forma que en el 

triángulo, si sus tres ángulos son iguales a dos rectos, necesariamente 

ha de salir tal consecuencia de este principio, una vez admitido. Y así, 

el fin que nos proponemos es el principio del pensamiento, y la 

conclusión misma del pensamiento es el principio de la acción. Luego, 

si la razón o la virtud son las verdaderas causas de toda rectitud, sea en 

los pensamientos, sea en los actos, desde el momento que no es la 

razón será preciso que sea la virtud la que hace que el fin sea bueno. 

Pero carecerá de influencia sobre los medios que se empleen para 

llegar al fin. El fin es aquello porque se obra, puesto que toda 

intención, toda preferencia, se dirige a una cierta acción y tiene 

siempre en vista una cierta cosa. El fin que se quiere realizar con el 

auxilio del medio es producido por la virtud, que consiste en escoger 

este fin con preferencia a cualquier otro; pero la intención o preferencia 

no se aplica, sin embargo, a este fin mismo, sino que se aplica tan sólo 

a los medios que pueden conducir a él. Y así, otra es la facultad a la 

que pertenece revelarnos todo lo que es preciso hacer para alcanzar el 

fin a que aspiramos. La virtud es la que hace que el fin que se propone 

nuestra intención sea bueno, y ella es la única causa de esto. 

Ahora se debe comprender cómo por la intención se puede juzgar 

del carácter de alguno, es decir, cómo debe mirarse al porqué de su 

acción más bien que a su acción misma. Por una especie de analogía 

debe decirse que el vicio no hace su elección, ni dirige su intención 

sino en vista de los contrarios. Basta, pues, que uno, que es libre de 

hacer buenas acciones y de no hacerlas malas, haga todo lo contrario, 

para que sea evidente que este hombre no es virtuoso. De aquí resulta 

como consecuencia necesaria que el vicio es voluntario, lo mismo que 

la virtud, porque nunca hay necesidad de querer el mal. Por esta razón, 

el vicio es reprensible y la virtud es digna de alabanza. Las cosas 

involuntarias, por malas y vergonzosas que puedan ser, no son 

reprensibles, ni las buenas son laudables, porque sólo lo son las 

voluntarias. Atendemos más a la intención que el acto para alabar o 

reprender a los hombres, por más que el acto sea preferible a la virtud, 

porque se puede hacer el mal como resultado de una necesidad, y no

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183 

hay necesidad que pueda violentar nunca a la intención. Pero como no 

es fácil ver directamente la intención, nos vemos forzosamente 

obligados a juzgar del carácter de los hombres por sus actos. El acto 

vale ciertamente más que la intención, pero la intención es más 

laudable. Eso es lo que resulta de los principios que hemos sentado; y 

además, esta consecuencia está perfectamente conforme con los hechos 

que se pueden observar.

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184 

LIBRO TERCERO 

ANÁLISIS DE ALGUNAS VIRTUDES 

PARTICULARES 

CAPÍTULO PRIMERO 

DEL VALOR 

Hemos demostrado hasta aquí, de una manera general, que los 

medios son los que constituyen las virtudes y que éstas sólo dependen 

de nuestra intención. Hemos demostrado, igualmente, que los 

contrarios de estos medios son los vicios, y hemos indicado lo que son. 

Hagamos ahora un análisis de cada virtud en particular, comenzando 

por el valor. 

Están todos de acuerdo, por punto general, en que el hombre 

valiente es el que sabe resistir a toda clase de temores, y que el valor 

debe ocupar un lugar entre las virtudes. En las divisiones que hemos 

hecho hemos colocado la audacia y el miedo entre los contrarios, y es 

preciso confesar que son, en cierta manera, opuestos entre sí. Es claro, 

igualmente, que los caracteres que se denominen conforme a estas 

diversas maneras de ser no serán menos opuestos entre sí. Por ejemplo, 

el cobarde y el temerario serán recíprocamente contrarios, porque al 

cobarde se le da este nombre porque tiene más miedo y menos valor de 

lo debido, mientras que el otro es de tal condición que tiene menos 

miedo que el que debía tener y más confianza que la que conviene; lo 

cual es origen de que se le dé un nombre derivado, y así al temerario se 

le denomina tal por derivación de temeridad. Por consiguiente, siendo 

el valor un hábito y la mejor disposición del alma en lo que concierne 

al temor y a la confianza, no conviene ser ni como los temerarios, que 

participan del exceso en cierta manera y del defecto en otra, ni como 

los cobardes, que son igualmente incompletos, si bien no lo son de la 

misma manera y sí en sentido contrario, porque pecan por falta de 

seguridad y por exceso de temor. Luego, el valor evidentemente, es la

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185 

disposición media que ocupa el lugar intermedio entre la temeridad y la 

cobardía, y es sin contradicción la mejor. El hombre valeroso parece la 

mayoría de las veces que no experimenta ningún temor, y el cobarde, 

por lo contrario, está siempre en angustias. Éste teme sin cesar lo poco 

y lo mucho, las cosas pequeñas como las grandes, y se aterra mucho y 

pronto. El otro, por lo contrario, no teme nada o teme muy poco, teme 

con dificultad y sólo en los grandes peligros. El uno sabe soportar las 

cosas más temibles; el otro no sabe resistir las que apenas merecen ser 

temidas. 

Pero, ante todo, ¿cuáles son, precisamente, las cosas que arrostra 

el hombre de valor? ¿Es el peligro que él cree digno de ser temido, o el 

que lo es en opinión de los demás? Si sólo desprecia los peligros que a 

otro parecen tales, podría suceder que esto no tuviera nada de 

maravilloso; y si son los peligros que a su juicio son reales y 

verdaderos, puede suceder que este peligro sólo sea grande para él. Las 

cosas temibles no inspiran a cada cual temor, sino en la medida que a 

los ojos de cada uno son temibles. Si le parecen excesivamente 

temibles, el temor es excesivo; si le parecen poco temibles, el temor es 

débil. Por consiguiente, puede suceder muy bien que el hombre 

valiente experimente temores tan violentos como numerosos. Pero 

acabamos de decir, por lo contrario, que el valor pone al hombre al 

abrigo de toda especie de temor, y que consiste, ya en no temer nada, 

ya en temer pocas cosas, y ya en temer débilmente y con gran 

dificultad, y quizá la palabra temible, lo mismo que las de agradable y 

bueno, tiene dos sentidos muy diferentes. Así, hay cosas que son 

absolutamente agradables y buenas, mientras que otras lo son sólo para 

tal persona, y, lejos de serlo absolutamente, son, por lo contrario, malas 

y desagradables, como, por ejemplo, todas las que son útiles a los seres 

malos y perversos, o que sólo pueden ser agradables a los niños, en 

tanto que son niños. Lo mismo sucede con las cosas que pueden causar 

temor; unas son absolutamente temibles y otras sólo lo son para ciertas 

personas. Las cosas que el cobarde terne como cobarde no son temibles 

para ningún otro, o lo son muy poco. Pero lo que es temible para la 

mayor parte de los hombres y lo que es verdaderamente temible a la

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186 

naturaleza humana, es lo que nosotros miramos como absolutamente 

temible. Enfrente de estas cosas el hombre de valor permanece sin 

miedo, arrostra los peligros que son en parte temibles para él y en parte 

no: temibles en tanto que es hombre; no temibles, o por lo menos muy 

poco temibles o lo menos temibles que es posible, en cuanto es 

valiente. Sin embargo, estas cosas son las que realmente deben 

temerse, puesto que las temen la mayor parte de los hombres. Esta 

manera de ser es digna de alabanzas, y debe mirarse al hombre valiente 

tan completo en su línea como lo son en la suya el hombre fuerte y el 

hombre sano. No quiere decir que estos hombres, tales como son, 

puedan ser superiores a todo, éste resistiendo a la fatiga, aquél 

soportando todos los excesos, cualquiera que sea su clase; pero se dice 

que son sanos y fuertes porque no padecen absolutamente o, por lo 

menos, padecen muy poco, con lo que hace padecer a muchos hombres 

o, por mejor decir, a la mayor parte. Los valetudinarios, los débiles y 

los cobardes pasan por duras pruebas y experimentan impresiones con 

más frecuencia, o más pronto, o más vivamente que el resto de los 

hombres; y, de otro lado, con las cosas con que la mayoría de los 

hombres padecen realmente, ellos no padecen nada o, cuando más, 

muy poco. 

Se puede suscitar la cuestión de saber si verdaderamente no hay 

nada que sea temible para el hombre de valor, y si es imposible que 

alguna vez se aterre. Pero ¿qué impide que también él sienta miedo en 

la medida que hemos indicado? El verdadero valor es una sumisión a 

las órdenes de la razón; y la razón ordena escoger siempre el partido 

del bien. El hombre que, guiado por la razón, no sabe soportar estos 

nobles peligros, ha perdido el sentido o es un temerario. No es 

verdaderamente valiente sino el que se hace superior a todo temor para 

realizar el bien y el deber. Así, el cobarde teme lo que no debe temer, y 

el temerario muestra una ciega confianza cuando no debería tenerla. 

Sólo el hombre valiente sabe hacer en ambos casos lo que debe, y por 

esto ocupa el medio entre los dos excesos. Teme y desprecia lo que la 

razón le ordena temer y despreciar; y la razón nunca manda soportar 

los peligros grandes, los peligros de muerte, si no es cuestión de honor

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187 

el hacerlo. En resumen, mientras que el temerario toma a juego el 

despreciarlos, aun cuando la razón no lo ordene, y el cobarde no sabe 

arrostrarlos, aunque la razón se lo mande, el verdadero valor es el que 

sabe conformarse siempre con las órdenes de la razón. 

Hay cinco especies de valor, que designamos todas con este 

nombre por la semejanza que tienen entre sí. Se corren en estos 

diversos casos los mismos peligros, pero no por los mismos motivos. 

La primera especie de valor es el valor civil, y el respeto humano es el 

que lo produce. La segunda es el valor militar, el cual nace de la 

experiencia adquirida anteriormente y del conocimiento que se tiene, 

no del peligro, como decía Sócrates, sino de los recursos con que se 

espera contar en el momento del peligro. La tercera especie de valor 

nace de la inexperiencia y de la ignorancia; es el que tienen los niños y 

los locos; éstos, que arrostran y sufren las cosas más horribles, y 

aquéllos, que agarran con la mano las serpientes. Otra especie de valor 

es el que da la esperanza; él hace que arrostren los peligros saliendo 

generalmente bien de sus empresas, se obcecan con el triunfo, a la 

manera de aquellos que, en medio de los vapores del vino, conciben las 

esperanzas mas risueñas. La última especie de valor es el que inspira 

una pasión sin razón y sin freno, el temor o la cólera. El enamorado 

generalmente es más temerario que cobarde y arrostra todos los 

peligros, como el héroe que mató al tirano de Metaponte , o como 

aquel cuyas empresas tuvieron lugar en Creta, según cuenta la 

mitología. La cólera y los arrebatos del corazón nos arrastran a hacer 

tales proezas, porque los arranques del corazón ponen a uno fuera de 

sí. Por esto nos parece que las bestias feroces tienen el valor, si bien, a 

decir verdad, no lo tienen. Cuando se ven extremadamente provocadas 

se muestran valientes; pero cuando no se las exaspera son tan 

desiguales como lo son los hombres temerarios. La especie de valor, 

que nace de la cólera, es la más natural de todas, porque el corazón y la 

cólera son, en cierta manera, invencibles, y por esto los niños se baten 

tan bien. En cuanto al valor civil, tienen siempre su apoyo en las leyes. 

Pero el verdadero valor no está en ninguna de las especies que 

acabamos de enumerar, por más que estos diferentes motivos puedan

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188 

ser muy últimamente invocados en los peligros para provocarlo y 

sostenerlo. 

Después de estas generalidades sobre las diversas especies de 

peligros que se pueden temer, será bueno descender a algunos detalles 

todavía más precisos. Ordinariamente se llaman cosas temibles 

aquellas que producen temor en nosotros, y lo son todas las que, al 

parecer deben causarnos un dolor capaz de destruirnos. Cuando se 

espera un dolor de diferente género, puede muy bien experimentarse 

otra emoción o cualquier otro sufrimiento, pero esto ya no es temor; 

por ejemplo, puede uno padecer mucho, presintiendo que bien pronto 

habrá de sufrir la pena que llevan consigo la envidia, los celos o la 

vergüenza. El temor propiamente dicho sólo se produce con relación a 

dolores capaces por su naturaleza de destruir nuestra vida. Esto explica 

cómo personas muy flojas, por otra parte, muestran en ciertos casos 

mucho valor; y cómo otras, que son tan firmes como pacientes, 

muestran, a veces, una singular cobardía. 

Además, el carácter propio del valor resalta, al parecer, 

exclusivamente en la manera con que se mira a la muerte y en el modo 

de soportar el dolor que ella causa. En efecto, podrá uno soportar el 

exceso de calor y de frío y todas esas otras pruebas que ordena la 

razón, pero que no encierran peligro; mas si se muestra debilidad y 

temor delante de la muerte, sin otro motivo que el terror de la 

destrucción misma que ella nos acarrea, pasara por un cobarde; 

mientras que otro que no tenga fuerza para luchar con la intemperie de 

las estaciones, pero que se muestra impasible enfrente de la muerte, 

pasará por un hombre lleno de valor. Esto prueba que no hay verdadero 

peligro en las cosas temibles, sino cuando, se siente de cerca lo que 

debe causar nuestra destrucción. El peligro sólo se muestra en toda su 

grandeza cuando la muerte está cerca. Así, pues, las cosas peligrosas, 

con ocasión de las que, según nosotros, se manifiesta el valor, son 

precisamente aquellas oue deben causar un dolor capaz de destruirnos. 

Pero es necesario, además, que estas cosas estén a punto de afectarnos 

de cerca y no se muestren sólo distantes, y que sean o parezcan ser de 

una grandeza proporcionada a las fuerzas ordinarias del hombre. Hay

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189 

cosas, en efecto, que necesariamente deben parecer temibles a todo 

hombre, cualquiera que él sea, y hacerle temblar, porque así como 

ciertos grados extremos de calor y de frío y otras influencias naturales 

son superiores a todas nuestras fuerzas, y en general, a la de la 

organización humana, es muy llano que debe de suceder lo mismo con 

las emociones del alma. A los cobardes y a los hombres bravos los 

engaña la disposición en que se encuentran. El cobarde teme cosas que 

no son temibles, y le parecen graves las que lo son muy poco. El 

temerario, por lo contrario, desprecia las cosas más temibles, y las que 

en realidad lo son, apenas le parecen tales a sus ojos. En cuanto al 

hombre valiente, reconoce el peligro allí donde realmente existe. No es 

uno verdaderamente valiente cuando arrostra un peligro que ignora; 

como, por ejemplo, si en un acceso de locura desprecia el rayo; así 

como cuando, conociendo toda la extensión del peligro, se deja uno 

arrastrar por una especie de rabia, como los celtas que empuñan las 

armas para marchar contra las olas. En general, puede decirse que el 

valor de los pueblos bárbaros siempre va acompañado de un ciego 

arrebato. 

A veces se arrostra el peligro por un placer de otra especie; y 

hasta la cólera tiene también su placer, que procede de la esperanza de 

la venganza. Sin embargo, si algún, arrastrado por un placer de este 

género o por cualquier otro, se resuelve a soportar la muerte o la busca 

para evitar mayores males, no puede, con justicia, dársele el dictado de 

valiente. Si efectivamente fuese dulce el morir, habría muchos 

intemperantes que, arrastrados por esta ciega pasión, se darían la 

muerte; así como, en el actual modo de ser, siendo dulces las cosas que 

provocan la muerte, ya que la muerte misma no lo sea, se ve una 

multitud de hombres relajados que, sabiendo bien lo que hacen, se 

precipitan en ella a causa de la intemperancia que los arrastra. Y, sin 

embargo, ninguno de éstos puede pasar por valiente, por más que esté 

dispuesto a morir para dar gusto a sus pasiones. Tampoco es valiente el 

que muere por huir del dolor, como lo hacen aquellos de quienes habla 

el poeta Agathon, cuando dice:

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"Los débiles mortales, disgustados de su suerte, 

“Muchas veces han preferido al dolor la muerte.” 

Es el mismo caso de Quirón, que, si hemos de creer la fábula, 

pidió, siendo inmortal, quedar sujeto a la muerte, dominado por el 

sufrimiento cruel que le causaba su herida. Otro tanto puede decirse de 

los que soportan los peligros por la experiencia que de ellos tienen, que 

es en lo que consiste el valor de la mayor parte de los soldados. Sin 

embargo, esto es muy distinto de lo que creía Sócrates, el cual hacía 

del valor una especie de ciencia. En efecto, los que están diestros en 

subir a los aparejos de los navíos no arrostran el peligro porque sepan 

exactamente la gravedad de lo que van a hacer, sino porque tienen 

seguridad del resultado de la maniobra que se proponen ejecutar. 

Tampoco se puede llamar valor a aquello que obliga a los soldadas a 

combatir con más seguridad, porque, en este caso, la fuerza y la 

riqueza serían el único valor, según la máxima de Theognis, que dice: 

"El mortal encadenado por la ruda miseria 

“Nada podría querer, ni nada hacer.” 

Hay personas que, siendo notoriamente cobardes, saben, merced 

únicamente a la experiencia que tienen del peligro, soportarlo muy 

bien; se imaginan que no hay verdadero peligro porque conocen los 

medios de evitarlo, y la prueba es que cuando se convencen de que los 

medios no alcanzan y el peligro se acerca, no son ya capaces de 

soportarlo. 

Pero entre los que por todas estas causas arrostran el peligro, 

aquellos a quienes debe con más razón reconocerse valor son los que 

se exponen por honor y por respetos humanos. Éste es el retrato que 

Homero nos hace de Héctor, cuando se trata del peligro que corre al 

medir sus fuerzas con Aquiles: 

    "El pudor y el honor se apoderaron del alma de Héctor... 

Polidamas a seguida me llenaría de injurias.”

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191 

Esto es lo que puede llamarse valor social y político. 

Pero el verdadero valor no es todavía éste, ni ninguno de los que 

hemos analizado. Sólo se le parecen, como se parece al valor humano 

el de los animales feroces, que se irritan con furor en el momento que 

reciben un golpe. Cuando uno está expuesto a un peligro no debe 

permanecer en su puesto ni por temor al deshonor, ni por la cólera, ni 

por la certidumbre que se tiene de estar al abrigo de la muerte, ni por la 

seguridad de los auxilios con que contamos, porque, en tal caso, se 

creería siempre que no había nada que temer. Recordemos que toda 

virtud es siempre un acto de intención y de preferencia; y ya liemos 

dicho más arriba en qué sentido entendíamos esta teoría. La virtud, 

decíamos, nos obliga constantemente a escoger el camino porque nos 

decidimos en vista de cierto fin, y este fin es siempre, en el fondo, el 

bien. Es claro, por consiguiente, que siendo el valor una virtud de 

cierta especie, nos hará soportar las cosas temibles en vista de un fin 

especial que tratamos de realizar. Por tanto, arrostraremos el peligro, 

no por ignorancia, puesto que la virtud produce el efecto de juzgar bien 

de las cosas, ni por placer, sino por el sentimiento del deber; por que si 

no fuese un deber el arrostrarlo y sólo fuese un acto de locura, sería 

entonces una vergüenza exponerse al peligro. 

He aquí, poco más o menos, lo que teníamos que decir en el 

presente tratado acerca del valor, de los extremos entre los cuales 

ocupa un justo medio, de la naturaleza de estos extremos, de las 

relaciones que el valor mantiene con ellos, y, en fin, sobre la influencia 

que deben ejercer sobre el alma los peligros que sean temibles.

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192 

CAPÍTULO II 

DE LA INTEMPERANCIA 

Después de la teoría del valor, es preciso tratar de la templanza 

que sabe contenerse, y de la intemperancia que jamás sabe dominarse. 

La palabra intemperante puede tomarse en muchos sentidos. Puede 

entenderse, en primer lugar, si se quiere, que si nos atenemos al valor 

de la palabra griega, que lo es aquel que no ha sido templado ni curado 

por medio de remedios, así como se dice de un animal no castrado que 

está sin castrar. Pero entre estos dos términos hay la diferencia de que 

de un lado se supone cierta posibilidad y de otra no se la supone, 

porque se llama igualmente no castrado al que no puede ser castrado y 

al que, pudiendo serlo, no lo está. La misma distinción tiene lugar 

respecto a la intemperancia, pues este término puede decirse, a la vez 

del que es incapaz por naturaleza de templanza y de disciplina, y del 

que es, naturalmente, capaz de ellas, pero que no las aplica a las faltas 

que evita el hombre templado. Por ejemplo, en este caso se encuentran 

los niños a quienes se llama muchas veces intemperantes, por más que 

no lo sean absolutamente en este sentido. Pero hay también otra clase 

de intemperantes, que son los que se curan con dificultad, o no se curan 

ni poco ni mucho bajo la influencia de los cuidados que se emplean 

para que sean templados. Pero cuales quiera que sean las acepciones 

diversas de la palabra intemperancia, se ve que ésta se refiere siempre a 

las penas y a los placeres, y la templanza y la intemperancia difieren 

entre sí y de los demás vicios en cuanto se conducen de cierta manera 

respecto a los placeres y a las penas. Hemos explicado un poco más 

arriba la metáfora que hace que se dé a la intemperancia este nombre. 

En efecto, se llama impasibles a los que no sienten nada en presencia 

de los mismos placeres que conmueven profundamente a otros 

hombres; y también se les da otros nombres análogos. Pero esta 

disposición especial no es fácil observarla y es poco común, porque, en 

general, los hombres pecan más bien por el exceso opuesto, siendo el 

dejarse vencer por tales placeres y gustarlos con ardor, cosa muy

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193 

natural en todos los hombres, casi sin excepción. Estos seres 

insensibles son esa especie de zafios y salvajes que los autores cómicos 

nos presentan en sus obras, y que no saben ni aun gozar de los placeres 

moderados y necesarios. 

Pero si el templado ejerce su templanza con relación a los 

placeres, también tiene que luchar contra ciertos deseos y pasiones. 

Indaguemos cuáles son estos deseos particulares. El hombre templado 

no lo es contra toda especie de placeres, contra todos los objetos 

agradables; lo es, al parecer contra dos especies de deseos, que 

proceden de los objetos que afectan al tacto y al gusto; y, en el fondo, 

sólo lo es contra uno que nace exclusivamente del tacto. Y así, el 

templado no tiene que luchar con los placeres de la vista, que nos 

hacen percibir lo bello, y en los cuales no entra ningún deseo amoroso 

ni carnal. No hay que luchar contra la pena que causan las cosas feas. 

Tampoco resiste a los placeres que el oído nos proporciona en la 

armonía, o al dolor que nos causan los sonidos discordantes; ni tiene 

nada que ver con los goces del olfato, que proceden de un olor bueno, 

ni con las molestias que nacen de un olor malo. Por otra parte, para 

merecer el nombre de intemperante, no basta sentir o no sentir las 

cosas de esta clase de una manera general. Si alguno, contemplando 

una bella estatua, un precioso caballo o un hombre hermoso, u oyendo 

cantos armoniosos, llegase a dejar de sentir el deseo de comer y beber 

y todas las necesidades sensuales, absorbido únicamente por el placer 

de ver estas cosas bellas y oír estos admirables cantos, no pasaría 

ciertamente por un hombre intemperante, como no lo serían los que se 

dejasen encantar por los dulces acentos de las Sirenas. La 

intemperancia sólo se dirige a estos dos géneros de sensaciones, porque 

se dejan dominar igualmente todos los animales dotados del privilegio 

de la sensibilidad, y en las que se encuentra placer o pena, es decir, las 

del gusto y del tacto. En cuanto a las otras sensaciones agradables, los 

animales son casi insensibles respecto de ellas; por ejemplo, no gozan 

ni de la armonía de los sonidos, ni de la belleza de las formas. No hay 

entre ellos uno que goce al contemplar las cosas bellas o al oír sonidos 

armoniosos, fuera de algún caso prodigioso. Tampoco se advierte en

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194 

ellos que gocen con los buenos o malos olores, a pesar de que los 

animales en general tienen la sensibilidad más delicada que los 

hombres. Además, debe observarse que no experimentan placer sino 

con aquellos olores que atraen indirectamente y no por sí mismos; y 

cuando digo po sí mismos me refiero a los olores de que gozamos por 

otro motivo que por la esperanza o el recuerdo que engendran. Por 

ejemplo, el olor de los alimentos que se pueden comer o beber no nos 

afecta sino indirectamente. Gozamos, en efecto, con ellos, porque nos 

causan placeres distintos de los suyos propios, esto es, los de comer y, 

beber. Son, por lo contrario, olores que nos encantan por sí mismos, los 

de las flores, por ejemplo. Stratónico tenía razón al decir que, entre los 

olores, unos tienen un bello perfume y otros un perfume agradable. Por 

lo demás, los animales, en materia de gusto, no gozan de un placer tan 

completo como podría creerse. No gustan de las cosas que hacen 

impresión solamente en la extremidad de la lengua; y gustan sobre todo 

de las que obran sobre el gaznate; y la sensación que experimentan se 

parece más bien a la de tacto que a un verdadero gusto. Así, los 

glotones no desean tener una lengua muy desenvuelta, sino que 

prefieren, más bien, un cuello largo como de cigüeña, corno sucedía a 

Filoxenes de Erix. En resumen, puede decirse que, en general, la 

intemperancia se refiere por entero al sentido del tacto. 

Asimismo, puede decirse que el intemperante lo es en las cosas de 

esta clase. La borrachera, la glotonería, la lujuria, la relajación y todos 

los excesos de este género sólo se refieren a los sentidos que acabamos 

de indicar y que comprenden todas las divisiones que se pueden 

reconocer en la intemperancia. A nadie se le llama intemperante y 

estragado a cansa de las sensaciones de la vista, ni de las del oído o del 

olor, aunque se las procure en demasía. Todo lo que puede hacerse con 

estos últimos excesos es censurarlos, sin despreciar por esto al que los 

comete, como se censuran, en general, todas las acciones en que uno 

no sabe dominarse. Pero porque uno no sepa moderarse no es por eso 

estragado, si bien no será templado. 

Es hombre insensible, o llámesele como se quiera, el que es 

incapaz, por defecto, de experimentar impresiones de que

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195 

ordinariamente participan todos los hombres, y que éstos sienten con 

verdadero goce. El que, por lo contrario, se entrega a ellas con exceso 

es un hombre estragado. Todos los hombres, por ley de su naturaleza, 

tienen placer en estas cosas, tienen deseos apasionados, y no por esto 

se les llama hombres corrompidos, porque no cometen exceso 

incurriendo en una alegría exagerada cuando gustan de estos placeres, 

ni en una aflicción sin límites cuando no los gustan. Pero tampoco 

puede decirse que los hombres en general sean indiferentes a estas 

sensaciones, porque por uno y otro sentido no dejan de regocijarse ni 

de afligirse, y más bien caerán en el exceso bajo estas dos estas dos 

relaciones. En estas diversas circunstancias cabe exceso, cabe defecto, 

y, por consiguiente, hay posibilidad de un medio. Esta disposición 

media es la mejor y la contraria a las otras dos. Y así, la templanza es 

la mejor manera de ser en las cosas en que la relajación es posible; es 

el medio entre los placeres que afectan a las sensaciones de que hemos 

hablado, es decir, es un medio entre el estragamiento y la 

insensibilidad. El exceso en este género es la relajación, y el defecto 

opuesto, o no tiene nombre, o debe designársele con alguno de los 

precedentemente indicados. 

Después hablaremos con más precisión de la naturaleza de los 

placeres, cuando nos ocupemos de lo que queda por decir sobre la 

intemperancia y la templanza.

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196 

CAPÍTULO III 

DE LA DULZURA 

Es conveniente seguir el mismo método para analizar la dulzura y 

la dureza de carácter. Se ve si un hombre es dulce por el modo cómo 

siente el dolor que nace de la coléra. En el cuadro que hemos trazado 

más arriba, al hombre colérico, duro o grosero, que son todos grados de 

una misma disposición, hemos opuesto el hombre servil y sin juicio. 

Estos últimos nombres son los que ordinariamente se da a aquellos 

cuyo corazón no sabe irritarse por cosas que valen la pena, y lejos de 

esto toleran fácilmente los ultrajes, y se rebajan tanto más cuanto más 

se los desprecia. En este dolor que llamamos cólera, la frialdad, que 

con dificultad se conmueve, es lo opuesto al ardor, que se irrita en el 

acto. La debilidad es lo opuesto a la violencia, y la poca duración a la 

larga duración. En éste, como en los demás sentimientos que hemos 

estudiado, puede haber exceso o defecto. El hombre irascible y duro es 

el que se irrita mas violentamente, más pronto y por más tiempo de lo 

justo en casos en que no hay necesidad, por cosas que no lo merecen y 

por toda especie de las mismas sin discernimiento. El hombre débil y 

servil es todo lo contrario. Es claro que entre estos dos extremos 

desiguales hay un medio. Por consiguiente, si estas dos disposiciones 

son viciosas y malas, es evidente que la disposición media es la buena. 

Ella ni se anticipa, ni se retrasa; no se irrita por cosas que no deben 

irritar, ni deja de sentir la cólera en los casos en que debe sentirse. 

Luego, si en este orden de sentimientos la dulzura es la mejor 

disposición, es claro que es una especie de medio, y que el hombre 

dulce o suave está entre el hombre duro y el servil.

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197 

CAPÍTULO IV 

DE LA LIBERALIDAD 

La grandeza del alma, la magnanimidad y la liberalidad son 

también medios. La liberalidad particularmente se refiere a la 

adquisición y a la pérdida de las riquezas. Cuando se regocija uno con 

cualquier adquisición de fortuna más de lo justo, o cuando se aflige con 

cualquier pérdida de dinero más de lo debido, es prueba de que es un 

hombre iliberal. Cuando se sienten menos de lo que deben sentirse 

estas dos circunstancias, es uno pródigo. Verdaderamente liberal es el 

que en estos dos casos es como debe de ser. Cuando digo que es como 

debe de ser, entiendo aquí, como en todas las demás situaciones, que se 

obedece a la recta razón. Hay posibilidad de  pecar en esto por exceso 

o por defecto. Donde hay extremos, hay también un medio; y este 

medio siempre es el mejor. Siendo lo mejor único en su especie para 

cada cosa, se sigue de aquí, necesariamente, que la liberalidad es el 

medio entre la prodigalidad y la liberalidad, en lo relativo a la 

adquisición y pérdida de las riquezas. Es sabido que estas palabras, 

riqueza y enriquecerse, pueden tomarse en dos sentidos. Hay, en 

primer lugar, el empleo de la cosa o riqueza en sí, es decir, en tanto que 

es lo que es; por ejemplo, el empleo del calzado o de un vestido, en 

tanto que son calzado y vestido. Hay, además, el empleo accidental de 

las cosas, sin que esto quiera decir que, por ejemplo, pueda uno 

servirse de un zapato a manera de balanza, sino que hablamos del 

empleo accidental de las cosas, sea para comprar, sea para vender 

otras, y en este sentido puede uno muy bien servirse de su calzado. El 

hombre codicioso de dinero es el que sólo se cuida de reunirlo, 

convirtiéndose para él el dinero acumulado de esta manera en una 

posesión permanente, en lugar de hacer de él el uso accidental que 

podía. El liberal, el avaro, puede ser hasta pródigo por la manera 

indirecta y accidental en que puede emplear la riqueza, porque sólo 

busca el aumento de su fortuna amontonándola como lo quiere la 

naturaleza. Pero el pródigo llega hasta carecer de las cosas necesarias,

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198 

mientras que el hombre prudentemente liberal sólo da lo que le sobra. 

Las especies en estos diversos géneros difieren entre sí por el más y 

por el menos. Y así, entre los hombres iliberales se distinguen el 

mezquino, el avaro y el sórdido; el avaro es el que teme dar cosa 

alguna, sea lo que quiera; el sórdido es el que busca la ganancia, 

aunque sea a costa del pudor; el mezquino es siempre el que pone todo 

su cuidado en escatimar las cosas más pequeñas; en fin, hay también el 

estafador y el bribón, los cuales llevan hasta el crimen su iliberalidad. 

Lo mismo sucede respecto al pródigo; se pueden distinguir el 

disipador, que gasta con un absoluto desorden, y el hombre insensato, 

que no lleva cuenta de nada, porque no puede soportar el fastidio de 

averiguar sus gastos.

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199 

CAPÍTULO V 

DE LA GRANDEZA DE ALMA 

Para juzgar con acierto la grandeza de alma, es preciso indagar el 

carácter propio de las cualidades que se atribuyen ordinariamente a los 

que pasan por magnánimos. A manera como muchas cosas por su 

proximidad y su semejanza llegan a confundirse cuando están a cierta 

distancia, así la grandeza de alma puede dar lugar a muchos errores. 

Sucede a veces que caracteres opuestos tienen Las mismas apariencias; 

por ejemplo, el pródigo y el liberal, el tonto y el hombre serio, el 

temerario y el valiente; lo cual sucede porque están en relación con los 

mismos objetos y son, hasta cierto punto, limítrofes. El valiente y el 

temerario soportan los peligros, pero éste los soporta de una manera y 

aquél de otra, y esta diferencia es capital. Cuando decimos de un 

hombre que tiene grandeza de alma, es porque encontramos en él, 

como la misma palabra lo indica, cierta grandeza en su alma y en sus 

acciones. Puede también añadirse que el magnánimo se parece mucho 

al magnífico y al hombre grave, porque la grandeza de alma parece ser 

la consecuencia natural de todas las demás virtudes. Porque saber 

juzgar con seguro discernimiento cuáles son los bienes verdaderamente 

grandes y cuáles los de poca importancia es una de las cualidades más 

dignas de alabanza, y los bienes que realmente deben parecernos 

grandes son aquellos a que aspira el hombre que está mejor constituido 

para sentir todo su encanto. Pero la grandeza de alma es la más propia 

para hacérnoslos apreciar, porque la virtud, en cada caso, sabe discernir 

siempre con plena certidumbre lo más grande y lo más pequeño; y la 

grandeza de alma juzga de las cosas como la sabiduría y la virtud 

misma lo harían. Por consiguiente, todas las virtudes son una 

consecuencia de la magnanimidad, o la magnanimidad es la 

consecuencia de todas las virtudes. 

Más aún, la tendencia a desdeñar las cosas es, al parecer, uno de 

los rasgos de la grandeza de alma. Desde luego, no hay virtud que en 

su clase no inspire al hombre el desprecio de ciertas cosas, hasta de las

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200 

muy grandes, cuando son contrarias a la razón. Así, el valor desprecia 

los mayores peligros, porque el hombre de corazón cree que sería una 

vergüenza huir, v también que una multitud de enemigos no es siempre 

temible. El hombre templado desprecia numerosos placeres, y hasta los 

mayores, y el hombre liberal no desprecia menos las grandes riquezas. 

Pero lo que hace que el magnánimo experimente más particularmente 

estos sentimientos es que sólo quiere ocuparse de pocas cosas, y éstas 

han de ser verdaderamente grandes a sus propios ojos y no a los ajenos. 

Al hombre que tiene un alma grande más le preocupa la opinión 

aislada de un solo individuo, que sea hombre de bien, que la de la 

multitud y del vulgo. Esto es lo que Antifón decía, cuando fue 

condenado, a Agathon, que le felicitaba por su defensa. En una palabra, 

el desdén respecto de muchas cosas parece ser el signo propio y 

principal de la grandeza de alma. Además, en todo lo relativo a los 

honores a la vida y a la riqueza, de que tan ardientemente preocupados 

se muestran en general los hombres, el magnánimo sólo se fija en el 

honor y olvida todo lo demás. Lo único que puede afligirle es verse 

insultado o a las órdenes de un jefe indigno; su goce más vivo consiste 

en conservar su honor y obedecer a jefes dignos de mandarle. 

Podrá encontrarse en esta conducta cierta contradicción, puesto 

que de un lado se muestra tan celoso de su honor y de otro tan 

desdeñoso con la multitud y la pública opinión, cosas que ciertamente 

no se compadecen; pero es necesario precisar y esclarecer esta 

cuestión. El honor puede ser pequeño o grande en dos diversos 

sentidos; puede diferir según de donde procede, ya sea de la multitud 

incapaz de juzgar, ya de personas que merezcan ser atendidas, y 

también según el objeto a que se dirija. La grandeza del honor no 

depende sólo del número, ni de la cualidad de los que os honran; sino 

que depende, sobre todo, de que el honor que se recibe sea 

verdaderamente de gran estima. En realidad, el poder y todos los 

demás bienes sólo son preciosos y dignos de ser deseados, cuando son 

verdaderamente grandes. Como no hay una sola virtud sin grandeza, 

cada una de ellas hace, al parecer, magnánimos a los hombres en la 

cosa especial a que se refiere, como ya lo hemos dicho. Pero esto no

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201 

impide que, fuera de todas las virtudes, haya una cierta virtud distinta, 

que es la grandeza de alma, en la misma forma que se aplica el nombre 

especial de magnánimo al que posee esta virtud particular. Ahora bien, 

como entre los bienes hay unos que son muy preciosos, y otros que 

sólo lo son en la medida que dijimos antes, y, en realidad, de todos 

estos bienes unos son grandes y otros pequeños; y como, 

recíprocamente hay entre los hombres algunos que son dignos de estos 

grandes bienes y así lo creen ellos mismos, necesariamente entre ellos 

hemos de buscar al magnánimo. 

Resultan, pues, cuatro matices diferentes, que es preciso 

distinguir. En primer lugar, puede ser uno digno de grandes honores y 

creerlo él mismo. En segundo lugar, puede uno ser digno solamente de 

pequeños honores, y no aspirar a más. Por último, es posible que en 

ambos casos aparezcan invertidas las condiciones; quiero decir, que 

puede suceder que, no mereciendo uno más que un pequeño honor se 

crea digno de los más grandes; o que, siendo digno de los más grandes, 

se contente en su pensamiento con los más pequeños. Cuando es uno 

digno de poco y se cree digno de todo es reprensible; porque es un 

insensato, puesto que no es justo que acepte distinciones sin haberlas 

merecido. Pero también es uno censurable cuando, mereciendo 

plenamente los honores que se le dispensan, no se cree él mismo digno 

de ellos. Mas queda aún el hombre dotado de un carácter contrario a 

estos dos: el que, siendo digno de las mayores distinciones, se 

considera acreedor a ellas, como lo es, en efecto, siendo de este modo 

capaz de hacerse a sí mismo justicia. Éste es el único que merece 

elogio, porque sabe ocupar un justo medio entre los otros dos. 

La grandeza de alma es, pues, una disposición moral que nos hace 

apreciar lo mejor posible cómo debe aspirarse y emplearse el honor y 

todos los bienes honoríficos. Además, el magnánimo, como ya hemos 

dicho, sólo se ocupa de las cosas útiles. Por consiguiente, el medio que 

sabe guardar en todo esto es perfectamente laudable, y es claro que la 

grandeza de alma es un medio como todas las demás virtudes. Dos 

contrarios hemos presentado en nuestro cuadro. El primero es la 

vanidad, que consiste en creerse uno digno de las mayores distinciones,

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202 

cuando no lo es; y, realmente, se da casi siempre el nombre de 

vanidosos a los que se creen dignos, sin serlo en realidad, de los 

mayores honores. El otro contrario en lo que puede llamarse pequeñez 

de alma, que consiste en no creerse uno digno de grandes honores, a 

pesar de serlo; y, en efecto, es un signo de la pequeñez de alma el no 

creerse digno de distinción alguna cuando se tienen condiciones 

estimables. Resulta, pues, como consecuencia necesaria de todas estas 

consideraciones, que la grandeza de alma es un medio entre la vanidad 

y la pequeñez de alma. 

El cuarto de los caracteres, que acabamos de indicar, no es 

absolutamente digno de censura, pero tampoco es magnánimo, porque 

no tiene grandeza de alma en ningún sentido; no es digno de grandes 

honores, pero tampoco tiene pretensiones grandes, y, por consiguiente, 

no puede decirse que sea un verdadero contrario de la magnanimidad. 

Sin embargo, podría suceder que el creerse digno de grandes 

distinciones, cuando se merecen en realidad, tiene por contrario el 

creerse digno de pequeños honores, cuando de hecho no se merece 

más. Pero, bien mirado, no hay aquí un verdadero contrario, porque el 

hombre que se hace a sí mismo justicia no puede ser censurable, como 

no lo es el magnánimo; se conduce como lo exige la razón, y en su 

clase se parece perfectamente al mismo magnánimo. Ambos se juzgan 

acreedores a los honores de que justamente son dignos. Podrá, pues, 

llegar a ser magnánimo, porque sabrá siempre juzgarse digno de, lo 

que merece. Pero en cuanto al otro que tiene pequeñez de alma y que, 

dotado como está dé grandes condiciones, por las que es merecedor de 

las mayores distinciones, se cree, sin embargo, indigno de ellas, ¿qué 

podría decir si verdaderamente sólo fuera digno de los más pequeños 

honores? Creía vanidoso el aspirar a grandes honores, y lo cree aun 

cuando piensa en honores inferiores a su mérito. No puede acusarse de 

pusilánime a aquel que, siendo un simple meteco, se creyese indigno 

del poder y se sometiese a los ciudadanos. Pero este cargo se podría 

muy bien dirigir a aquel que, siendo de nacimiento ilustre, estimara el 

poder más de lo debido.

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203 

CAPÍTULO VI 

DE LA MAGNIFICENCIA 

No es uno magnífico porque observe una conducta o tenga una 

intención cualquiera; lo es únicamente en lo relativo al gasto y al 

empleo del dinero, por lo menos cuando la palabra magnífico se toma 

en su sentido propio, y no en otro figurado y metafórico. No hay 

magnificencia posible sin gasto. El gasto que corresponde a la 

magnificencia es el espléndido, y el verdadero esplendor no consiste en 

los primeros gastos que ocurren; consiste exclusivamente en hacer 

gastos necesarios que se extienden hasta el último límite. Aquel que, al 

hacer un gran gasto, sabe fijar su extensión conveniente y desea 

mantenerse dentro de estos justos límites, que son de su gusto, es el 

hombre magnífico. El que traspasa estos límites y hace más de lo que 

calcula, éste no tiene nombre particular. Sin embargo, alguna relación 

de semejanza tiene con los que se llaman frecuentemente pródigos y 

manirrotos. Citemos varios ejemplos. Si algún rico cree que para los 

gastos de boda de su único hijo no debe traspasar el gasto que suelen 

hacer las gentes modestas que reciben a sus huéspedes, dándoles lo que 

encuentran, como suele decirse, es un hombre que no sabe respetarse a 

sí propio y que se muestra mezquino y miserable. Por lo contrario, el 

que recibe huéspedes de esta clase con todo el aparato propio de una 

boda, sin que ni su reputación ni su dignidad lo exijan, puede, con 

razón, parecer pródigo. Pero el que en estos casos hace las cosas como 

conviene a su posición y como lo pide la razón, es un hombre 

magnífico. La conveniencia se gradúa según la situación en cada caso, 

y todo lo que se opone a esta relación cesa de ser conveniente. Ante 

todo, es preciso que el gasto sea conveniente, para que haya 

magnificencia, y para ello observar las exigencias que llevan consigo la 

posición personal y la cosa que ha de ejecutarse. No es, al parecer, lo 

conveniente en el matrimonio de un esclavo lo mismo que es en el de 

una persona que se ama. Lo conveniente varía igualmente con la 

persona, según que ella hace únicamente lo que debe hacer, sea en

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204 

cantidad, sea en calidad, y hubo razón para decir que la función hecha 

en Olimpia por Temístocles no cuadraba con la escasez de su fortuna y 

que hubiera convenido mejor a la opulencia de Cimón. Por lo menos, 

éste podía hacer todo lo que exigía su posición, y era el único que se 

encontraba en un caso en que no se hallaban todos los demás. 

Podría decir de la liberalidad lo que he dicho de la magnificencia; 

es una especie de deber el ser liberal, cuando se ha nacido entre 

hombres libres.

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205 

CAPÍTULO VII 

EXAMEN DE VARIOS CARACTERES 

De todos los demás caracteres que son laudables o reprensibles 

moralmente, puede decirse, casi sin excepción, que son excesos, 

defectos o medios respecto de los sentimientos que se experimentan; 

como, por ejemplo, el envidioso y el carácter odioso que se regocija 

con el mal de otro. Según las maneras de ser de ambos y los nombres 

que se les dan, la envidia consiste en disgustarse de la felicidad que 

alcanzan los que la merecen; la pasión del hombre que se regocija con 

el mal de otro no tiene nombre especial, pero el que siente esta pasión 

se pone de manifiesto al regocijarse con las desgracias ajenas más 

inmerecidas. El medio entre estos dos sentimientos es el carácter que 

siente una justa indignación, llamada por los antiguos némesis, o 

indignación virtuosa, que consiste en afligirse de los bienes y males de 

otro cuando no son merecidos, y regocijarse con los que lo son. Y así, 

no es extraño que de Némesis se haya hecho una diosa. 

En cuanto al pudor o respeto humano, ocupa el medio entre la 

impudencia, que todo desprecia, y la timidez, que por todo se encoge. 

Cuando uno no se preocupa para nada de la opinión, cualquiera que 

ella sea, es imprudente; cuando le asusta sin discernimiento toda 

opinión, es tímido. Pero el hombre que conserva el respeto humano y 

el verdadero pudor, sólo se preocupa con el juicio de los hombres que 

le parecen respetables. 

La amabilidad ocupa el medio entre la enemistad y la adulación. 

El que se apresura a ceder ante todos los caprichos de las personas con 

quienes trata es un adulador; y el que las contradice sin cesar y sin 

venir a cuento, es una especie de enemigo. En cuanto al hombre 

amable y benévolo, no transige ciegamente con todos los caprichos de 

los demás, ni tampoco los combate, sino que procura en todas 

ocasiones practicar lo que tiene por mejor. 

La formalidad y la gravedad son un medio entre el egoísmo, que 

sólo piensa en sí, y la lisonja, que quiere satisfacer a todo el mundo. El

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206 

que no sabe ceder nada en sus relaciones con los demás y es siempre 

desdeñoso es un egoísta. El que concede todo a los demás y se pone 

siempre por bajo de ellos es un lisonjero. En fin, el hombre grave que 

se respeta a sí mismo es el que concede ciertas cosas y otras no, y que 

sabe conducirse teniendo en cuenta el mérito de los demás. 

El hombre verídico y sencillo que, según la expresión vulgar, dice 

las cosas como son, ocupa un medio entre el disimulado, que todo lo 

oculta, y el fanfarrón, que charla sin cesar. El uno, que a sabiendas 

rebaja y achica a todo lo que le concierne, es disimulado; el otro, que 

todo lo exagera, es el fanfarrón. Pero el que sabe decir las cosas tales 

como son es hombre verídico y sincero, y, usando las palabras de 

Homero, es un hombre circunspecto. En general, el uno sólo ama la 

verdad, mientras que los otros sólo aman la mentira. 

También es un medio la cortesía. El hombre cortés ocupa el 

medio entre el hombre rústico y grosero y el gracioso de mal género. 

Así como en materia de alimentos el hombre enclenque y delicado 

difiere del glotón, que todo lo devora, porque el uno come poco o nada 

y aun con dificultad, y el otro traga sin discernimiento todo lo que 

encuentra; en igual forma, el hombre rústico y grosero difiere del mal 

educado y del bufón vulgar. El uno nunca encuentra nada que deba 

hacerle desarrugar la frente, y recibe con aspereza todo lo que se le 

dice; el otro, por lo contrario, acepta todo con igual facilidad y con 

todo se divierte. El hombre no debe ser ni lo uno ni lo otro, sino que 

tan pronto debe admitirse esto como desecharse aquello, y siempre 

conformándose con la razón; el que tal hace es el hombre cortés. He 

aquí la prueba y que es la misma de que nos hemos servido muchas 

veces. La cortesía que merece verdaderamente este nombre, y no la que 

se llama así metafóricamente, es, en esta clase de cosas, la manera de 

ser más digna, siendo este medio merecedor de alabanza, como lo son 

los extremos de censura. Ahora bien, la verdadera cortesía puede ser de 

dos clases. Tan pronto consiste en saber aceptar las bromas, sobre todo 

las que se dirigen a uno mismo, y en este caso soportarlas hasta el 

sarcasmo, como consiste en poder, si llega el caso, embromar uno a los 

demás. Estos dos géneros de cortesía son diferentes, y, sin embargo,

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207 

ambos son medios; porque el que sabe llevar las cosas hasta el punto 

de causar placer al hombre de gusto, podrá, cuando alguien se ría a su 

costa, mantenerse en el justo medio entre el palurdo que insulta y el 

hombre frío que no sabe nunca decir una gracia. Esta definición me 

parece mejor que si se dijese que es preciso obrar de tal manera que la 

palabra no sea jamás molesta para la persona que es objeto de la burla, 

cualquiera que ella sea; porque lo que más bien debe intentarse es 

complacer al hombre de gusto, que permanece siempre en una justa 

imparcialidad, y que es, por lo mismo, un buen juez en estas cosas. 

Por lo demás, todos estos medios, aunque laudables, no son, sin 

embargo, virtudes, lo mismo que los contrarios no son vicios, porque 

en todo esto no hay intención ni voluntad reflexiva. A decir verdad, no 

son más que divisiones secundarias de sentimientos y de pasiones, y 

todos estos matices de carácter, que acabamos de analizar, no son más 

que sentimientos diversos. Como son todos naturales y espontáneos, se 

les puede hacer entrar en la clase de virtudes naturales. Además, cada 

virtud, como se verá en el curso de este tratado, es, a la vez, natural y 

de otra cierta manera, es decir, que va acompañada de prudencia y de 

reflexión. Y así, la envidia de que hemos hablado puede relacionarse 

con la justicia, porque los actos que ella inspira van dirigidos contra 

otro. La indignación virtuosa, que también hemos explicado, puede ser 

referida a la justicia; y el pudor, que nace del respeto humano, a la 

prudencia, que templa las pasiones, y he aquí por qué se clasifica 

también la prudencia entre las virtudes naturales. Añado, para concluir, 

que del hombre verdadero y del hombre falso puede decirse que el uno 

tiene prudencia y el otro no la tiene. 

 A veces sucede que el medio es más contrario a los extremos que 

lo son los extremos entre sí. La causa de esto es que el medio jamás se 

encuentra con ninguno de ellos, mientras que los contrarios marchan 

frecuentemente a la par, y muchas veces hay hombres que son, a la 

vez, cobardes y temerarios, pródigos en una cosa y avaros en otra; en 

una palabra, que están en oposición consigo mismos, cometiendo las 

acciones más villanas. Cuando son de este modo irregulares y 

desiguales para el bien, concluyen por encontrar el verdadero medio,

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Aristóteles donde los libros son gratis 

208 

porque los extremos están hasta cierto punto en el medio que los separa 

y los une, pero la oposición de los extremos en las relaciones de éstos 

con el medio no resulta siempre igual en ambos sentidos, y tan pronto 

domina el exceso como el defecto. Las causas de estas diferencias son 

las que hemos expresado más arriba; que son, en primer lugar, el corto 

número de personas que tienen estos vicios extremos; por ejemplo, son 

pocos los que son insensibles a los placeres; y en segundo lugar, esta 

disposición de espíritu que nos hace creer que la falta que cometemos 

con más frecuencia es también la que más contraria al medio. Puede 

añadirse, en tercer lugar, que lo que se parece más al medio parece ser 

lo menos contrario, como sucede con la relación que tienen la 

temeridad con la prudente confianza y la prodigalidad con la 

generosidad verdadera. 

Hemos hablado hasta aquí de casi todas las virtudes que son 

dignas de alabanza, y ya es tiempo de que tratemos de la justicia

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209 

LIBRO CUARTO 

TEORÍA DE LA JUSTICIA 

Es el libro V de la Moral a Nicómaco, reproducido 

textualmente. 

LIBRO QUINTO 

TEORÍA DE LAS VIRTUDES INTELECTUALES 

Es el libro VI de la Moral a Nicómaco, reproducido tex- 

tualmente. 

LIBRO SEXTO 

TEORÍA DE LA INTEMPERANCIA Y DEL PLACER 

Es el libro VIII de la Moral a Nicómaco, reproducido tex- 

tualmente

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210 

LIBRO SÉPTIMO 

TEORÍA DE LA AMISTAD 

CAPÍTULO PRIMERO 

DE LA AMISTAD 

Es preciso que ahora nos consagremos al estudio de la amistad, 

analizando su naturaleza y sus especies, y haciendo ver lo que es el 

verdadero amigo. Después examinaremos si la palabra amistad puede 

tener uno o muchos sentidos, y en caso de tener muchos, cuántos son. 

Deberemos indagar también cómo debemos conducirnos en la amistad, 

y qué justicia es la que debe reinar entre los amigos. Es éste un asunto 

que merece que le estudiemos con interés, como que es una de las 

virtudes más bellas y más deseables de que puede tratarse en moral. El 

objeto principal de la política consiste, ciertamente, en crear el afecto y 

la amistad entre los miembros de la sociedad, y desde este punto de 

vista es cómo ha podido alabarse muchas veces la utilidad de la virtud, 

porque es imposible permanecer por mucho tiempo amigos cuando se 

dañan mutuamente los unos a los otros. Además, todo el mundo 

conviene en que lo justo y lo injusto se muestran principalmente entre 

amigos, y a nuestros ojos el ser hombre de bien y el amar son una sola 

y misma cosa. La amistad no es sino cierta disposición moral, y si 

pudiera conseguirse que los hombres se condujeran de tal manera que 

no se dañaran los unos a los otros, no habría otra cosa que hacer que 

procurarse amigos, puesto que los verdaderos amigos jamás se hacen 

daño. Además, si los hombres fuesen justos, nunca harían mal, y, por 

consiguiente, puede decirse que la justicia y la amistad son hasta cierto 

punto idénticas o, por lo menos, muy próximas. También debe 

observarse que un amigo nos parece el más precioso de los bienes de la 

vida, y que la privación de amigos, el aislamiento, es la cosa más 

terrible, porque ni la vida entera ni las relaciones voluntarias son 

posibles sin los amigos. Toda nuestra existencia la pasamos, en efecto,

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211 

constantemente con conocidos, sean parientes o camaradas, sean 

nuestros hijos, nuestros padres o nuestra mujer. Pero las relaciones 

especiales y los derechos mutuos, que nacen de la amistad, sólo 

dependen de nosotros, mientras que las demás relaciones que nos unen 

con otro han sido arregladas por las leyes generales de la ciudad y no 

dependen de nosotros. 

Se discute mucho acerca de la amistad, habiendo algunos que, 

considerándola sólo desde un punto de vista exterior, le dan demasiada 

extensión. Unos pretenden que lo semejante es amigo de lo semejante, 

y de aquí los proverbios bien conocidos: 

"Lo que se parece, un Dios la junta siempre." 

"El grajo busca al grajo." 

"El lobo conoce al lobo, el ladrón al ladrón.” 

Los naturalistas, por su parte, procuran hasta explicar el sistema 

entero de la naturaleza partiendo de este único principio: que lo 

semejante tiende hacia lo semejante. Y he aquí por qué Empédocles, 

hablando de una perra que iba a acostarse habitualmente sobre una 

imagen de perra grabada en un ladrillo, pretendía que se sentía atraída 

porque se parecía a ella la imagen. 

Pero si unos explican de esta manera la amistad, nos encontramos 

con que otros, mirándola desde un punto de vista completamente 

opuesto, dicen que lo contrario es amigo de lo contrario. Todo lo que el 

corazón adora y desea excita el afecto en todo el mundo. No es lo seco 

y sí lo húmedo lo que desea y gusta de lo seco. De aquí este verso: 

"La tierra gusta de la lluvia…" 

y este otro: 

"El cambio es siempre lo que más agrada.”

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212 

Es porque el cambio tiene lugar pasando de lo contrario a lo 

contrario. Por otra parte, se añade, lo semejante es siempre enemigo de 

lo semejante, si hemos de creer al poeta. 

"Constantemente el alfarero detesta al alfarero.” 

Y los animales, cuando tienen que vivir de los mismos alimentos, 

casi siempre se combaten. 

Como se ve, todas estas explicaciones de la amistad están muy 

distantes unas de otras. Unos sostienen que lo semejante es el amigo y 

que lo contrario es el enemigo: 

"Si, constantemente lo menos es enemigo de lo más; 

                Y cada día aumenta el odio de los vencidos." 

Hasta los sitios en que se encuentran los contrarios están 

separados, mientras que la amistad parece aproximar y reunir a los 

seres. Otros, explicándolo de un modo opuesto, sostienen que sólo los 

contrarios son amigos; y Heráclito reprendía al poeta por haber dicho: 

"¡Ah!, cese la discordia entre los dioses y entre los hombres.” 

Para defender esta opinión se añade que no podría haber armonía 

en la música si no hubiera lo grave y lo agudo, lo mismo que no podría 

haber animales sin el macho y la hembra, los cuales son contrarios. 

Ya tenemos aquí dos sistemas sobre la amistad. Se advierte desde 

luego, que son muy generales, y que están muy distantes uno de otro. 

Pero hay otros que se aproximan más a los hechos y que los explican 

perfectamente. Así se pretende por unos que los malos no pueden ser 

amigos y que sólo los buenos pueden serlo; y por otros se sostiene lo 

contrario, porque parece absurdo y monstruoso el suponer que las 

madres puedan en caso alguno dejar de amar a sus hijos. La afección y 

el amor se encuentra, al parecer, hasta en las bestias, y se ve muchas 

veces que desprecian la muerte por defender a sus hijos.

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213 

Hay otras teorías que pretenden fundar la amistad en el interés; y 

prueba de ello es, dicen, que todos los hombres buscan su propia 

utilidad, mientras que rechazan todas las cosas que son para ellos 

inútiles. Así, el viejo Sócrates decía que, al escupir y al dejar cortarse 

el pelo y las uñas, abandonamos todos los días estas partes de nuestro 

cuerpo, hasta que, por último, abandonamos el cuerpo mismo. Cuando 

llega la muerte, el cadáver no sirve para nada, y sólo se le guarda 

cuando puede ser de alguna utilidad, como en Egipto. Estas últimas 

opiniones parecen bastante opuestas a las precedentes. Lo semejante es 

inútil a lo semejante, y nada está más distante de parecerse que los 

contrarios. Lo contrario es lo más inútil a su contrario, puesto que lo 

contrario destruye infaliblemente a su contrario. Además, sucede que, 

tan pronto se considera la cosa más fácil del mundo el poseer un 

amigo, como se pretende que nada hay más difícil que conocer a sus 

amigos, y que sólo en la adversidad se los puede probar, porque en la 

prosperidad todos quieren parecer buenos amigos. En fin, hay personas 

que llegan hasta el extremo de creer que no debemos fiarnos ni aun de 

los amigos que nos son fieles en la desgracia, porque, según dicen, 

entonces también engañan y disimulan, y si permanecen fieles en el 

infortunio es como un medio de utilizar la afección más tarde, cuando 

vengan los días de felicidad.

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214 

CAPÍTULO II 

CONTINUACIÓN DE LA TEORÍA DE LA AMISTAD 

Debemos adoptar en esta materia la teoría que, a la vez, 

reproduzca del modo más completo nuestras opiniones y que resuelva 

mejor todas las cuestiones conciliando las contradicciones aparentes. 

Conseguiremos esto si demostramos que estas cosas contrarias son 

realmente como son a los ojos de la razón, y esta teoría estará 

ciertamente más de acuerdo que ninguna otra con los hechos mismos. 

Las oposiciones de los contrarios no subsistirán menos si puede 

demostrarse que lo que se ha dicho es en parte verdadero y en parte 

falso. 

En primer lugar se pregunta: si es el placer o el bien el objeto del 

amor. En efecto, si amamos lo que deseamos, y si el amor no es otra 

cosa, porque 

"No es uno amante si no ama siempre," 

y si el deseo sólo se aplica a lo que agrada, se sigue que en este sentido 

el objeto amado es el objeto que nos es agradable. Pero, por otra parte, 

si el objeto amado es lo que queremos, si es objeto de la volutad, 

entonces es el bien y no el placer, lo que buscamos, y ya se sabe que el 

bien y el placer son cosas muy diferentes. Analicemos esta idea y otras 

análogas, partiendo del principio de lo que se desea y lo que se quiere 

es el bien, o, por lo menos, lo que parece ser el bien. En este sentido, 

también lo agradable, el placer, puede llegar a ser objeto de nuestras 

aspiraciones; puesto que parece que es un bien de cierto género, ya que 

unos creen que el placer es un bien, y otros, sin tenerlo precisamente 

por un bien, encuentran en él la apariencia del bien; variedad de 

opiniones que nace de que la imaginación y el juicio no residen en la 

misma parte del alma. 

Sea de esto lo que quiera, se ve que el placer y el bien pueden ser 

ambos objeto de amor. Sentado este primer punto, pasemos a otra

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215 

consideración. Entre los bienes, unos son bienes absolutos y otros son 

bienes en ciertos conceptos, sin ser absolutamente bienes. Por lo 

demás, son las mismas cosas las que son a la vez absolutamente buenas 

y absolutamente agradables. Y así decimos que todo lo que es bueno y 

conveniente para un cuerpo sano es bueno absolutamente para el 

cuerpo. Pero no diremos que lo que es bueno especialmente para un 

cuerpo enfermo, es decir, remedios y las amputaciones, sea bueno 

también para el cuerpo absolutamente. En igual forma, son cosas 

absolutamente agradables las que lo son para el cuerpo sano que está 

en el pleno goce de sus facultades; por ejemplo, es agradable ver en 

medio de la luz y no en la obscuridad, por más que suceda todo lo 

contrario, si se tienen enfermos los ojos. Del mismo modo, el vino más 

agradable no es el que gusta a un paladar estragado por la embriaguez, 

que sería incapaz de distinguirlo del vinagre, sino que es el que agrada 

más a una sensibilidad que no está embotada ni pervertida. 

En el mismo caso se encuentran absolutamente las cosas del 

alma. Las cosas que le encantan verdaderamente no son las que 

agradan a los niños y a las bestias y sí las que agradan a los mayores de 

edad y bien organizados; y ateniéndonos a estos dos puntos es cómo 

discernimos y escogemos las cosas moralmente agradables. Pero lo que 

el niño y la bestia son, respecto al hombre desenvuelto y bien 

organizado, lo son el malvado y el insensato respecto al prudente y al 

hombre de bien. Estos dos últimos sólo se complacen con las cosas 

conformes a sus facultades, que son las cosas buenas y bellas. Pero esta 

palabra, bien, puede tomarse en distintos sentidos, y así decimos que 

una cosa es buena porque lo es efectivamente; y que lo es otra, porque 

es útil y provechosa. En igual forma distinguirnos lo agradable, que 

puede ser absolutamente agradable y absolutamente bueno, de lo 

agradable, que sólo puede serlo bajo ciertos conceptos o que es, en 

cierto modo, un bien sólo aparente. Así como, tratándose de los seres 

inanimados, podemos buscarlos y preferirlos por estos motivos, lo 

mismo sucede respecto del hombre. Amamos a éste porque es lo que es 

los a causa de su virtud; a aquél porque es útil y servicial; en fin, 

amamos a otro por placer y únicamente porque es agradable. El

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216 

hombre a, quien amamos se hace nuestro amigo cuando, amado por 

nosotros, paga afecto con afecto y ambos saben que se aman 

mutuamente. 

Hay, por tanto, necesariamente, tres clases de amistad que sería 

un error reunir y confundir en una sola, o considerarlas como especies 

de un solo y mismo género, o designarlas con un nombre común. 

Todas estas clases de amistad se comprenden, en efecto, bajo una 

designación única y primera. Sucede lo que con la expresión médico o 

medicinal, que se emplea de muy diversas maneras. Puede aplicarse 

este término, a la vez, al talento que el médico debe tener para ejercer 

su arte, al cuerpo que el médico debe curar, al instrumento que emplea 

y a la operación que practica. 

Pero, hablando propiamente, el término inicial es el término 

exacto. Entiendo por término inicial y primero aquel cuya noción se 

encuentra en todos los demás; por ejemplo, la expresión de instrumento 

médico o medicinal sólo quiere decir el instrumento de que se sirve el 

médico, mientras que en la noción de médico no hay la del 

instrumento. Se piensa siempre en el término primitivo. Pero como lo 

primitivo es también lo universal, se toma lo primitivo universalmente, 

y de aquí nace el error. Por esto, en materia de amistad no pueden 

explicarse tampoco todos los hechos por un término único; y desde el 

momento que una sola y única noción no sirve para explicar ciertas 

amistades, se declara que tales amistades no existen, y, sin embargo, 

existen, aunque no de la misma manera. Y cuando esta primitiva y 

verdadera amistad no puede aplicarse bien a tales o cuales amistades, 

porque es universal en tanto que primitiva, se cree uno autorizado para 

decir que las otras no son amistades. Esto nace de que hay muchas 

especies de amistad, y tal amistad, que no se admite, entra, sin 

embargo, entre las que se acaban de indicar. La amistad, repitámoslo, 

puede dividirse en tres especies, que descansan en bases diferentes: una 

sobre la virtud, otra sobre el interés, y la última sobre el placer. 

La más común de todas es la amistad por interés. Ordinariamente 

se aman los hombres porque son útiles los unos a los otros, y se aman 

sin pasar este límite. Es, como dice el proverbio:

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217 

"Glauco, él te sostendrá hasta que te hiera." 

O también: 

"Atenas detesta a Megara y es ingrata con ella.” 

La amistad por placer es la que contraen los jóvenes, que tienen 

un sentimiento tan vivo del placer; y por este motivo su amistad es tan 

variable, porque el placer varía con la edad y con los gustos diversos 

producidos por la edad misma. La amistad por virtud es la propia de 

los hombres más distinguidos y mejores. Como se ve, la amistad de los 

hombres virtuosos es la primera de todas, es una reciprocidad de 

afectos, y nace de la libre elección que hacen unos de otros. El objeto 

amado es amable para aquel que ama, y el amigo se hace amar por 

aquel a quien él ama mostrándole su ternura. Pero la amistad concebida 

de esta manera sólo puede existir en la especie humana, porque sólo el 

hombre es capaz de saber lo que son la intención y la elección. Las 

otras clases de amistad se encuentran igualmente en los animales, que 

hasta cierto punto no son extraños a la idea del interés, como se nota en 

los domésticos respecto al hombre, y en otros animales entre ellos 

mismos. Así, la hembra del reyezuelo se une con el cocodrilo, si hemos 

de creer la aserción de Herodoto, y los adivinos refieren asociaciones y 

emparejamientos análogos entre los animales que ellos han observado. 

Los hombres malos no pueden ser amigos unos de otros, sino por 

interés y por placer. Y si se considera que desconocen la primera y 

verdadera amistad, puede sostenerse que no son amigos. 

El malo siempre está dispuesto a dañar al malo, y cuando se 

dañan los unos a los otros es porque no se aman mutuamente. Sin 

embargo, es cierto que los malos se aman, sólo que no se aman como 

exige la suprema y primera amistad. Pero pueden todavía amarse según 

las otras dos, y así se ve que, mediante el atractivo del placer que los 

une, soportan los daños que se hacen recíprocamente, de lo cual dan 

ejemplos tantas veces los hombres corrompidos. Es cierto que los que

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218 

sólo se aman por placer no pueden ser verdaderos amigos cuando se 

examinan de cerca estas relaciones, porque la amistad que los une no 

es la primera amistad. Sólo esta última es sólida, y la otra no. La una es 

verdaderamente amistad, como ya he dicho; y la otra no lo es, y está a 

gran distancia de la primera. 

Por tanto, considerar al amigo desde este único y exclusivo punto 

de vista es violentar los hechos y reducirse a sostener sólo paradojas, 

porque es imposible comprender todas las amistades bajo una sola 

definición. 

La única solución que ya cabe se reduce a reconocer que, en un 

sentido, la amistad primera es la única amistad real y verdadera; y que, 

en un sentido diferente, todas las demás amistades existen lo mismo 

que ésta, no confundidas en una homonimia equívoca y teniendo entre 

sí una relación cualquiera y caprichosa, ni tampoco formando una sola 

especie, sino refiriéndose todas a un sólo término superior. Pero como 

el bien absoluto y el placer absoluto son una sola y misma cosa, y 

marchan siempre juntos, si algo no se opone a que así suceda, el 

verdadero amigo, el amigo absolutamente hablando, es también el 

primer amigo, el amigo en el sentido primordial de esta palabra. Éste 

es el que debemos buscar por lo que él es. Es preciso que tenga este 

mérito a nuestros ojos, porque, en general, se quieren los bienes que se 

desean en consideración a sí mismo, y, por tanto, es necesario que uno 

quiera ser elegido teniendo aquella cualidad eminente. El verdadero 

amigo stempre nos es absolutamente agradable, y he aquí por qué un 

amigo, a cualquier título que lo sea, puede complacernos siempre. 

Pero insistamos algo más sobre este punto, que constituye el 

fondo mismo de la cuestión. ¿El hombre ama lo que es bueno para él, o 

lo que es bueno en sí y absolutamente? ¿El acto mismo de amar no va 

acompañado siempre de placer, de tal manera que la cosa que se ama 

nos es siempre agradable? ¿O pueden negarse estos principios? Lo 

mejor, sin duda, sería reunir estas dos cosas estos y fundirlas en una 

sola. Por una parte, lo que no es absolutamente bueno y puede hacerse 

absolutamente malo en ciertos casos, debe evitarse. Pero, de otra, lo 

que no es bueno para el individuo, ninguna relación tiene con este

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219 

individuo. Lo que se busca precisamente es que los bienes absolutos 

continúen siendo bienes para el individuo. Ciertamente, se desea y se 

debe buscar el bien absoluto, pero lo que para sí mismo se busca es lo 

que es bien para uno, su bien personal, y es preciso obrar de manera 

que estos dos bienes concuerden. Ahora bien, sólo la virtud puede con- 

cordarlos, y la política en particular procura esta útil armonía a los que 

aún no la tienen en sí mismos, con tal que el ciudadano que ella educa 

esté predispuesto a seguirla en su cualidad de hombre; porque, gracias 

a su naturaleza, los bienes absolutos serán igualmente bienes para él 

individualmente. Por las mismas razones, si el hombre que ama a una 

mujer es feo, y ella hermosa, el placer es lo que une los corazones, y, 

por una consecuencia necesaria, el bien debe sernos agradable y dulce. 

Cuando hay desacuerdo en esto es porque el ser no es absolutamente 

bueno, y porque queda en el individuo una intemperancia que le 

impide dominarse, porque este desacuerdo del bien y del placer en los 

sentimientos que se experimentan es, precisamente, la intemperancia. 

Luego, si la primera y verdadera amistad está fundada en la virtud, 

resulta de aquí que los que la poseen son ellos también absolutamente 

buenos. No se aman sólo porque sean recíprocamente útiles los unos 

para los otros, sino que se aman, además, bajo otro concepto. Porque 

puede entenderse el bien, en este caso, en dos sentidos; lo que es bueno 

para tal persona en particular, y lo que es bueno de una manera 

absoluta. Si puede hacerse esta distinción en razón de lo útil, otra igual 

se puede hacer con respecto a las disposiciones morales en que uno 

puede encontrarse; pues son cosas muy diferentes el ser útil de una 

manera absoluta y el serlo, para tal individuo en particular; así, hay 

gran diferencia, por ejemplo, entre hacer ejercicio y tomar remedios 

para restablecer la salud. De aquí se infiere que la virtud es la 

verdadera cualidad del hombre. En efecto, puede incluirse al hombre 

entre los seres que son buenos por su propia naturaleza; y la virtud de 

lo que es bueno por naturaleza es el bien absoluto, mi entras que la 

virtud de lo que no es naturalmente bueno no es más que un bien 

puramente individual y relativo.

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220 

Lo mismo sucede respecto al placer. Pero, repito, la cuestión 

merece la pena que nos detengamos en ella, porque es preciso saber si 

la amistad es posible sin placer; qué importancia tiene esta 

intervención del placer en la amistad; en qué consiste la amistad 

precisamente; y, en fin, si es posible la amistad con alguno, únicamente 

porque es bueno, aunque, por otra parte, no nos agrade; o si puede ser 

un obstáculo a la amistad esta sola razón. Por otra parte,  tomándose el 

amor en dos sentidos, se puede preguntar si nace esto de que se cree 

que, siendo bueno el acto de amar, no puede considerársele exento de 

placer. Es cosa evidente que, así como en la ciencia las teorías que se 

van descubriendo y los hechos que se van averiguando causan el más 

sensible placer, así nos complacemos en ver y reconocer las cosas que 

nos son familiares, y la razón, en uno y otro caso, es absolutamente 

idéntica. Así, pues, lo que es bueno absolutamente es también 

absolutamente agradable por una ley de la naturaleza, y complace a 

aquellos para quienes es un bien. He aquí por qué los semejantes se 

agradan tan pronto mutuamente y por qué el hombre es la cosa más 

grata para el hombre. Ahora bien, si los seres gustan tanto unos de 

otros, hasta cuando son incompletos, con mucha más razón se agradan 

cuando son todo lo que deben de ser, y el hombre virtuoso es un ser 

completo, si es que existe alguno. Luego, si el acto de amar va siempre 

acompañado del que procura el conocimiento de la afección recíproca 

que se tiene, es claro que, en general, puede decirse de la primera 

suprema amistad que es una elección recíproca de cosas absolutamente 

bellas y agradables, que se buscan únicamente porque son bellas y 

agradables en sí. La amistad a esta altura es precisamente la 

disposición moral de donde proceden esta elección y esta preferencia. 

Su acto es toda su obra, y este acto nada tiene de exterior; pasa por 

entero en el corazón del que ama; mientras que toda potencia es 

necesariamente exterior, porque se ejerce sobre otro ser, o sólo se da a 

condición de que este otro ser exista. Por esto amar es gozar, mientras 

que no es gozar el ser amado. Ser amado es el acto del objeto que se 

ama; pero amar es el acto propio de la amistad. Este acto sólo puede 

encontrarse en el ser animado, mientras que el otro puede darse

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221 

también en el ser inanimado, puesto que los seres inanimados y sin 

vida pueden ser también amados. Pero, puesto que amar en acto el 

objeto amado es servirse de este objeto, en tanto que se le ama, y que el 

amigo es amado por su amigo en tanto que es amigo, y no, por 

ejemplo, en tanto que es músico o médico, el placer que nace de él, en 

tanto que es lo que es, puede llamarse justamente el placer de la 

amistad. El amigo ama al amigo por él mismo, y no por otra cosa que 

no es él, y, por consiguiente, si no goza en cuanto es virtuoso y bueno, 

la relación que los une no es la primera y perfecta amistad. Por otra 

parte, no hay circunstancia accidental que pueda dificultar la amistad, 

ni desvirtuar la felicidad, que les da su virtuosa relación. Y así, 

suponiendo que el  amigo sienta algún olor insoportable, podrá 

separarse de él en este caso, pero no por eso dejará de ser su amigo, ni 

dejarle de mostrar su benevolencia, aunque no haga la vida común con 

él. 

Todos convienen en que en lo dicho consiste la primera y perfecta 

amistad. 

En cuanto a las demás amistades, todas se miden por ésta, y se las 

discute, cotejándolas con ella. La amistad, en general, tiene algo de 

sólido y firme, y aquélla, que es la perfecta, es la única que tiene esta 

circunstancia. Es sólido aquello que se ha puesto a prueba, y las únicas 

cosas que la soportan como es debido y que os dan plena seguridad, 

son las que no se crean ni de repente ni fácilmente. No hay amistad 

sólida sin confianza, y la confianza se adquiere con el tiempo, porque 

es preciso experimentar a los hombres para poderlos apreciar; pues, 

como dice Theognis: 

"Para conocer los corazones, necesitamos más de un día;” 

"Experimentad a los humanos como se experimenta un buey en el 

trabajo.” 

Tampoco hay amistad sin tiempo, porque sin él sólo se tiene el 

deseo de ser amigos; simple disposición que se toma la mayoría de las 

veces, sin pensar en ello, por la verdadera amistad. Porque basta que

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222 

estén dispuestos a hacerse amigos, prestándose ya los mutuos servicios 

que exige la amistad, para pensar que no tienen solamente el derecho 

de ser amigos, sino, que lo son efectivamente; pero con la amistad 

sucede lo que en todas las demás cosas; no se cura uno sólo por querer 

curarse, y no basta tampoco querer ser amigos para serlo realmente. La 

prueba es que los que se encuentran en esta disposición, los unos 

respecto de los otros, y no han sido aún puestos a prueba, son 

fácilmente accesibles a las sospechas. En las cosas, por lo contrario, en 

que mutuamente se han mostrado lo que son, difícilmente se dejan 

llevar de la desconfianza; mientras que en aquellas en que no ha tenido 

lugar esa prueba es fácil dejarse sorprender cuando los calumniadores 

aducen hechos algún tanto verosímiles. También es evidente que la 

amistad, hasta en este grado, no se produce en el corazón de los 

hombres malos porque el malo no se fía de nadie; es malévolo para 

todo el mundo, y mide a los demás por sí mismo. También los buenos 

son más fáciles de engañar si no están prevenidos y son desconfiados 

como resultado de una experiencia anterior. He aquí por qué los malos 

anteponen siempre al amigo las cosas que pueden satisfacer su mala 

naturaleza. No hay uno sólo que ame más las personas que las cosas, y, 

por consiguiente, nunca son amigos verdaderos; porque con 

sentimientos de este género no es posible que todo llegue a ser común 

entre los amigos. Se toma entonces al amigo como una agregación de 

las cosas, y no a las cosas como una agregación de los amigos. 

Otra consecuencia de lo dicho es que la primera y perfecta 

amistad se extiende a pocos, porque es difícil poner a prueba un gran 

número de personas. Para conocerlas bien, sería preciso vivir largo 

tiempo con cada una de ellas, y no debe tratarse a un amigo como se 

trata a un vestido. Es cierto que en todas circunstancias es propio de un 

hombre sensato el escoger de dos cosas la mejor, y, ciertamente, si ha 

hecho uso por mucho tiempo de una cosa no tan buena, sin haber 

probado otra que es mejor, hará bien en probar esta última, Pero no 

debe tomarse en lugar de un amigo antiguo un desconocido, cuando no 

sabe si vale más. No hay amistad seria sin prueba; el ser amigo de uno 

no es negocio de un solo día, necesita tiempo. De aquí viene el

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223 

proverbio de la fanega de sal; es decir, que es preciso haber comido 

una fanega de sal con uno antes de responder de él. Esto prueba que no 

basta que el amigo sea bueno de una manera absoluta; es preciso que lo 

sea para vos, y, sin esto, este amigo no sería vuestro amigo. Es bueno, 

absolutamente hablando, por la sola razón de que es bueno, pero no se 

es amigo sino porque es bueno a los ojos de otro. Es absolutamente 

bueno y absolutamente amigo cuando se encuentran y concuerdan estas 

dos condiciones, a saber: que lo que es absolutamente bueno lo es 

también con relación a otro; y, por consiguiente, lo que es 

absolutamente bueno se hace útil para otro, con tal que este otro, 

aunque él mismo no sea absolutamente bueno, lo sea, sin embargo, 

para su amigo. Ser amigo de todo el mundo impide hasta el amar; 

porque es imposible acudir, a la vez, a tantas personas. 

Es claro, después de todo lo dicho, que tenemos decir que la 

amistad tiene algo de sólido, como la felicidad tiene algo de 

independiente; y repito que ha habido razón para decirlo,  porque sólo 

la naturaleza  tiene algo de sólido, y que las cosas exteriores jamás son 

sólidas. Con mas razón se ha dicho que la virtud está en la naturaleza, 

y que el tiempo es el que demuestra si es uno amado sinceramente, 

probándose los amigos en el infortunio y no en la prosperidad. 

Efectivamente, en las circunstancias penosas es cuando se ve con toda 

evidencia si los bienes son comunes entre los amigos, porque entonces 

los verdaderos amigos son los únicos que, sin preocuparse con los 

bienes y los males a que está expuesta nuestra naturaleza, y que 

constituyen habitualmente la desgracia o la fortuna de los hombres, 

prefieren la persona de su amigo y no tratan de saber si estos bienes o 

males existen o no existen. El infortunio descubre a los que no son 

amigos verdaderos, y que lo han sido sólo por un interés pasajero. El 

tiempo descubre igualmente a los unos y a los otros, a los verdaderos y 

a los falsos. No se descubre pronto al amigo que lo es por interés, pero 

en el momento se descubre al que lo es por placer, si bien no puede 

decirse que baste un instante para reconocer al que debe agradaros 

absolutamente. Muy bien pueden compararse los hombres a los vinos y 

a los alimentos. Se siente la dulzura de éstos en el acto, mas, pasado

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224 

algún tiempo, el objeto se hace desagradable y deja de ser grato al 

paladar. Lo mismo sucede con los hombres, y lo que en ellos es 

absolutamente agradable sólo con el tiempo y al final se sabe. El vulgo 

mismo puede convencerse de la exactitud de esta observación; en 

primer lugar, en vista de los hechos que ocurren en la vida, y en 

segundo, porque sucede en esto como con aquellas bebidas que 

parecen más dulces que otras, no precisamente porque sean agradables 

a causa de la sensación que producen, sino sólo porque no se está 

habituado a ellas y engañan al principio. 

Concluyamos, pues, de todo lo dicho, que la primera y perfecta 

amistad es la que hace que se pueda dar a todas las demás el amistad es 

la que hace q nombre que tienen, es la amistad que se funda en la 

virtud y en el placer causado por la virtud en la forma dicha más arriba. 

Las amistades distintas de ésta pueden tener lugar entre jóvenes, entre 

animales y entre los malos. Es bien conocido el proverbio que dice: 

"Fácilmente, gustan unos de otros los que son de la misma edad;” 

y también: 

"El malo siempre busca al malo.” 

No niego, en efecto, que los malos puedan gustar los unos de los otros, 

pero no es en tanto que son malos ni en tanto que están privados de 

vicio y dé virtud, sino en cuanto tienen cierta relación entre sí; como, 

por ejemplo, si son ambos músicos y el uno gusta de la música y el 

otro sabe tocar. En una palabra, puede decirse que nunca los hombres 

gustan unos de otros sino por aquel lado en que tienen alguna cosa 

buena. Además, los malos pueden ser útiles y serviciales los unos para 

los otros, no de una manera absoluta, sino con la mira de un plan 

particular, en el que no entra para nada el que sean buenos o malos. No 

es imposible tampoco que un hombre vicioso sea amigo de un hombre 

de bien, y que ambos puedan servirse según sus intenciones 

respectivas. El malo puede ser útil para los proyectos del hombre de

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225 

bien, y el hombre de bien emplea para estos proyectos hasta el hombre 

desordenado, mientras que el malo no hace más que seguir las 

tendencias de su naturaleza. En este caso, el hombre honrado no quiere 

menos el bien; quiere absolutamente los bienes absolutos; sólo quiere 

indirectamente los bienes que busca el malo, a quien se encuentra 

ligado, y que pueden ayudarle a evitar la miseria o la enfermedad. Pero 

el hombre de bien, aun en este caso, sólo obra en vista de los bienes 

absolutos, en la misma forma que se bebe una medicina, no 

precisamente porque se la quiere beber, sino sólo en vista de otra cosa, 

que es la salud. Repito que el malo y el hombre de bien pueden estar 

ligados como lo están los que no son virtuosos. El malo puede agradar 

al hombre de bien, no en tanto que malo, sino en cuanto tiene con él 

alguna cualidad común; por ejemplo, si es músico como él. El malo 

puede estar unido con el bueno en tanto que siempre hay algo de bueno 

en todos los hombres, y por esta razón muchos se unen entre sí, sin 

que, por otra parte, sean buenos, pero se ligan con cada uno por el 

punto por el que pueden entenderse, porque, repito, todos los hombres 

sin excepción tienen en sí mismo alguna pequeña parte de bien.

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226 

CAPÍTULO III 

DE LA IGUALDAD EN LA AMISTAD 

Éstas son, pues, las tres especies de amistad. En todas, según se 

ve, a consecuencia de cierta igualdad que hay entre las personas, se da 

a estas relaciones diversas el nombre común de amistad. Así, los 

amigos que se unen por la virtud son amigos mediante una igualdad de 

virtud que hay entre ellos. Pero hay otra diferencia en la amistad que 

resulta de la superioridad de uno de los dos amigos, como la virtud de 

Dios es superior a la virtud del hombre. Esta es otra clase de amistad, 

y, en general, es la amistad entre el jefe que manda y el súbdito que 

obedece, amistad tan diferente como el derecho del uno respecto del 

otro. Hay, sin embargo, entre ellos igualdad proporcional, pero no 

igualdad numérica. En este género de amistad pueden incluirse las 

relaciones entre el padre y el hijo, entre el bienhechor y el favorecido. 

Y aun en estos casos se encuentran diferencias de consideración, como, 

por ejemplo, en la afección del padre por el hijo y la del marido por la 

mujer, porque esta última es relación de jefe a súbdito, y la otra de 

bienhechor a favorecido. En estas amistades no hay reciprocidad de 

afecto, o, por lo menos, es una reciprocidad muy diferente. ¿Qué cosa 

más ridícula que echar en cara a Dios que no ame como se le ama, o 

dirigir este cargo al jefe con relación a su súbdito? El jefe debe ser 

amado y no está obligado a amar, o, si lo hace, debe amar de otra 

manera. Ninguna diferencia hay en el placer que causa el amor, sea que 

un hombre independiente y rico lo experimente al gozar de su 

propiedad o de los demás bienes domésticos, sea que a un pobre se lo 

produzca la fortuna que le proporcione medios de satisfacer las 

necesidades que experimenta. 

Las observaciones que preceden pueden aplicarse a los amigos, 

que se unen, ya por interés, ya por placer; quiero decir que unas veces 

hay igualdad entre ellos, y otras hay superioridad de parte de uno de 

los dos. Por esta razón, los que están unidos sobre la base de la 

igualdad se creen con derecho a quejarse cuando de su relación no

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227 

sacan un provecho igual o ventajas iguales, o placeres iguales. Esto es 

lo que sucede frecuentemente en las relaciones de amor, pues no es 

otro el origen de las querellas que tan frecuentemente separan a los 

enamorados. El que ama ignora que no son los mismos los motivos que 

mueven al corazón por una y otra parte; y el que es amado cree tener 

justo motivo de queja cuando dice: "Sólo un hombre que no ama puede 

hablar de esa manera". Esto nace de que cada cual cree, por su parte, 

que ambos se hallaban en la misma situación al unirse en amistad

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228 

CAPÍTULO IV 

DE LA DESIGUALDAD EN LA AMISTAD 

Así, pues, cada una de las tres especies de amistad que son, 

repito, la amistad por virtud, la amistad por interés y la amistad por 

placer, puede todavía dividirse en dos clases; unas que descansan en la 

igualdad, y otras que se forman a pesar de la superioridad de uno de los 

amigos. Ambas son amistades verdaderas; sin embargo los verdaderos 

amigos lo son mediante la igualdad, porque sería absurdo decir que un 

hombre es amigo de un niño, porque le ama y es amado por él. Hay 

casos en que es preciso que el superior sea sinceramente amado; y, sin 

embargo, si a su vez ama, se le echa en cara que ama a uno que no es 

digno de su afecto, porque se mide la amistad por el mérito de los que 

la cultivan y al tenor de cierta especie de igualdad que se establece 

entre los amigos. Unas veces es la diferencia de edad la que hace la 

amistad poco conveniente, y otras es la diferencia de virtud, de 

nacimiento o de cualquiera otra circunstancia la que da a uno de los 

amigos una superioridad demasiado señalada. El superior debe siempre 

amar menos o no amar, aun cuando en un principio haya tenido origen 

la amistad en el interés, en el placer y aun en la virtud. 

Cuando la diferencia de superioridad es poco sensible, se 

comprende que puede haber ciertas disensiones entre los amigos. Con 

respecto a las cosas materiales, hay casos en que una pequeña 

diferencia no tiene la menor gravedad; por ejemplo, cuando se trata de 

pesar madera; pero, en cambio, sucede lo contrario cuando se trata de 

pesar oro. Ordinariamente, se juzga muy mal de la pequeñez de las 

cosas; nuestro propio bien nos parece muy grande porque nos toca de 

cerca; mientras que el bien ajeno nos parece muy mezquino porque 

está distante. Pero cuando la diferencia es excesiva, a los hombres 

mismos no se les ocurre ya exigir la reciprocidad, sobre todo una 

reciprocidad exactamente igual. ¿Podrá suponerse, por ejemplo, que 

Dios debe amarnos tanto como nosotros le amamos?

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229 

Es, por tanto, perfectamente evidente que para ser amigos es 

preciso ser siempre en cierto modo iguales, y que dos pueden también 

amarse recíprocamente sin ser amigos. Esto explica por qué los 

hombres en general buscan la amistad en que son superiores, más bien 

que la amistad de igualdad, porque en ello encuentran a la vez la 

ventaja de ser amados y el sentimiento de su superioridad. He aquí 

también por qué muchos prefieren el adulador al amigo, porque la 

adulación hace creer al que se deja adular que tiene aquellas dos 

ventajas reunidas. Los ambiciosos son, principalmente, los que buscan 

esta clase de amistades, porque ser admirado es ser superior. En la 

amistad, los hombres se dividen, naturalmente, en dos clases; los unos 

son afectuosos, los otros ambiciosos. Es un hombre afectuoso cuando 

se complace más en amar que en ser amado, y es uno ambicioso 

cuando se complace más en ser objeto de afección que en corresponder 

a ella. El que goza en verse amado y admirado es amigo de su propia 

superioridad, mientras que el que se complace en amar es 

verdaderamente afectuoso. Cuando se ama, necesariamente se obra; 

mientras que el ser amado es un accidente puramente pasivo; puede no 

saberse que uno es amado, pero es imposible ignorar que se ama. 

Además, es más conforme con el carácter de la amistad el amar que el 

ser amado, y el ser amado afecta más el objeto mismo del amor. Prueba 

de ello es que el amigo prefiere conocer el objeto de su pasión a ser 

conocido por él en los casos en que la elección es inevitable. Esto es lo 

que hacen las mujeres en los transportes del corazón, y lo que hace 

Andrómaca de Antifón. Cuando se desea ser conocido, parece que no 

se piensa absolutamente en otra cosa que en sí mismo, y que se quiere 

gozar personalmente sin hacer partícipe a otro de este placer, mientras 

que conocer a aquel que se ama tiene por fin y término procurarle un 

placer y amarle. He aquí por qué estimamos tanto y alabamos a los que 

conservan afecto a los muertos, porque conocen y no son conocidos. 

En resumen, hemos hecho ver hasta aquí que hay muchas clases 

de amistad, y que son hasta tres; hemos demostrado que son cosas muy 

diferentes ser amado y corresponder a la afección de que es uno objeto; 

y, por último, hemos explicado las diferencias que hay entre los

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230 

amigos, según que son iguales o que hay superioridad de parte de uno 

de ellos.

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231 

CAPÍTULO V 

CONCILIACIÓN DE LAS OPINIONES OPUESTAS 

SOBRE LA NATURALEZA DE LA AMISTAD 

Como ya dije al principio de este tratado, la palabra amigo se ha 

tomado en un sentido demasiado general en las teorías superficiales 

que se han emitido sobre la amistad. Según hemos visto, unos 

sostenían que el amigo es lo semejante, y otros que lo contrario. Ahora 

debemos explicar las verdaderas relaciones de lo semejante y de lo 

contrario con las diversas amistades que hemos indicado. 

Se puede, desde luego, reducir la noción de lo semejante a la de 

lo agradable y de lo bueno, porque lo bueno es simple, mientras que lo 

malo es de formas muy múltiples. El hombre verdaderamente bueno 

siempre es semejante a sí mismo y no muda jamás de carácter; lejos de 

esto, el malo, el insensato, no se parece en nada de la mañana a la 

tarde. Y así, los malos, como no tengan que concertarse para algún 

objeto, no son amigos unos de otros, están constantemente divididos, y 

la amistad que no es sólida no es amistad. En este sentido, el semejante 

es el amigo, porque el bueno es semejante. Pero en otro sentido puede 

decirse que lo semejante se confunde con lo agradable porque las 

mismas cosas son agradables a los que se asemejan; y es una ley 

natural que todo ser gusta en primer lugar de sí mismo. He aquí por 

qué los mismos sonidos de la voz, las maneras, las relaciones 

cotidianas, son tan agradables a los miembros de una misma familia, y 

añado que lo mismo sucede entre los animales. Éstos son aspectos 

según, los que también los malos pueden, como los demás, amarse 

entre sí: 

"Y el malo siempre busca al malo.” 

Por otra parte, puede sostenerse que lo contrario es el amigo de lo 

contrario, como puede serlo lo útil, porque lo semejante es inútil a su 

semejanza. Así, el dueño tiene necesidad del esclavo, y el esclavo del

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232 

dueño; así, el marido y la mujer tienen necesidad el uno del otro, y así, 

lo contrario es a la vez agradable y deseado en tanto que útil, y si no es 

el objeto que se busca, sirve, por lo menos, para llegar a él. En efecto, 

cuando se obtiene lo que se desea se ha alcanzado ya el fin mismo a 

que se aspira, y no se desea ya lo contrario, como lo caliente desea lo 

frío, y como lo seco desea lo húmedo. Desde cierto punto de vista hasta 

la amistad de lo contrario puede pasar por un bien. Y, así, los 

contrarios se desean mutuamente por la interposición del medio en que 

se juntan. Se buscan como las piezas de un objeto que se recompone, 

porque de la reunión de ambos es como se forma un solo y único 

medio. Pero añado que sólo por accidente e indirectamente es como lo 

contrario desea lo contrario, porque en sí sólo desea la posición 

intermedia del medio; y, repito, los contrarios no pueden desearse 

mutuamente; sólo es el medio el que desean. Cuando ha habido 

demasiado frío, se busca el medio para calentarse; cuando ha habido 

demasiado calor, se busca también aquél para enfriarse; y lo mismo 

sucede en todas las demás cosas. Si acontece otra cosa, se está siempre 

en la esfera del deseo, y jamás en los medios. Por lo contrario, el que 

ha llegado al justo medio goza con él sin desear las cosas que son 

naturalmente agradables, mientras que los otros sólo gozan con lo que 

excede de las cualidades y de los límites naturales del medio. Hay más; 

esta especie de amistad entre los contrarios podría extenderse y 

aplicarse también a las cosas inanimadas; pero el verdadero amor sólo 

se produce cuando existe el medio con respecto a seres animados y 

vivos. He aquí por qué muchas veces gusta uno de los seres que son 

respecto de nosotros los más desemejantes; los hombres austeros 

gustan de los risueños y los de carácter ardiente de los perezosos. 

Podría decirse que los unos reemplazan a los otros en el verdadero 

medio. Sólo indirectamente, como acabo de decir, los contrarios son 

amigos, y sólo lo son a causa del bien que se hacen recíprocamente. 

Conforme a las explicaciones que acabarnos de dar, debe verse 

ahora cuáles son las especies de amistad, cuáles las diferencias que 

distinguen los amigos amantes de los amados, y, en fin, bajo qué

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233 

condiciones pueden los hombres ser amigos sin que exista un afecto 

recíproco.

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234 

CAPÍTULO VI 

DEL AMOR PROPIO 

Se ha discutido mucho si el hombre puede o no amarse a sí 

mismo. Hay personas que creen que lo primero de todo es amarse a sí 

mismo, y que, convirtiendo en regla el amor propio, miden por él todas 

amistades para juzgarlas. Pero si nos atenemos a la teoría y a los 

hechos que se producen evidentemente entre los amigos, estos dos 

géneros de afección son contrarios en ciertos conceptos y en otros 

parecen semejantes. La amistad que uno se profesa a sí mismo tiene 

cierta analogía con la amistad, pero, absolutamente hablando, no es la 

amistad, porque ser amado y amar deben necesariamente encontrarse 

en dos seres completamente distintos. Pero se dirá: lo que prueba que 

uno puede amarse a sí mismo es lo que se dice del hombre templado y 

del intemperante, que lo son en cierta manera a la vez con plena 

voluntad y a pesar suyo, porque en ellos las diversas partes del alma 

están en cierta relación las unas con las otras. Poco más o menos es el 

mismo fenómeno el ser uno su propio amigo o su propio enemigo, o el 

hacerse daño a sí mismo. Todo esto supone dos seres necesariamente, y 

dos seres separados y distintos. Si se admite que el alma puede ser dos 

en cierta manera y que se divide, entonces estos fenómenos son 

posibles en cierto sentido; pero si no se admite esta división, se hacen 

imposibles. Según las maneras de ser del individuo para consigo 

mismo, es como pueden definirse los diferentes modos de amar de que 

hablamos ordinariamente en nuestros estudios. Y así, a los ojos de 

muchos, el amigo es el que quiere el bien de otro o lo que cree ser su 

bien, sin pensar para nada en las ventajas personales que él pueda 

obtener, y sólo pensando en su amigo. Desde otro punto de vista parece 

que se ama, sobre todo, a aquel cuya existencia se desea por él, y no 

por uno mismo, aun sin participar de sus bienes y sin vivir con él. En 

fin, desde el último punto de vista, se llama amigo a aquel con quien se 

quiere vivir para gozar de su trato y no por otro motivo, como los

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235 

padres que desean la existencia de sus hijos y viven, sin embargo, con 

otras personas. 

 Todas estas opiniones sobre la amistad se rechazan y se excluyen 

mutuamente. Uno exige que vuestro amigo piense absolutamente sólo 

en vos; otro que sólo piense en vuestra existencia; un tercero que sólo 

desee vivir con vos; y de otra manera y sin estas condiciones se declara 

que no existe la amistad. En cuanto a nuestra opinión, creemos que 

participar del dolor de otro sin segunda intención es darle una prueba 

de verdadero afecto; pero no como los esclavos que cuidan a sus amos, 

porque estos enfermos, por lo común, tienen generalmente muy mal 

humor, y les prestan estos cuidados sin pensar para nada en ellos. Es 

preciso que sea al modo de las madres que participan de los disgustos 

de sus hijos; o de ciertos pájaros machos que comparten con las 

hembras el dolor y las penas de la maternidad. El verdadero amigo no 

se limita sólo a atestiguar su simpatía por el sufrimiento de su amigo, 

sino que trata también de participar de este sufrimiento; así, por 

ejemplo, compartiría la sed con su amigo, si fuese posible, o, por lo 

menos, se esfuerza siempre en acercarse cuanto puede a esta 

comunidad. La misma observación tiene lugar con respecto a la alegría 

que comparte con su amigo; es preciso que se regocije por el amigo 

mismo y sin otro motivo que el goce que éste experimenta. De aquí 

nacen todas esas explicaciones que se dan de la amistad, cuando se 

dice: "La amistad es una igualdad; los amigos verdaderos no tienen 

más que un alma". 

Con más razón se pueden aplicar todos estos razonamientos al 

individuo solo. Es bueno que el individuo desee para sí mismo su 

propio bien. Nadie se sirve a sí mismo con la mira de otro fin, ni por 

ganar el favor de nadie. No puede comunicarse uno a sí mismo el 

servicio que se ha hecho, porque él es uno solo; y el que quiera hacer 

saber a otro que le ama parece que quiere más bien que se le ame que 

no amar él realmente. En cuanto a desear la vida de alguno, a querer 

vivir siempre con él, participar de sus alegrías y de sus dolores, a no 

tener, en una palabra, mas que un alma, y a no poder pasar el uno sin el 

otro, y morir si  se es necesario juntos, he aquí lo que hace en grado

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236 

eminente el individuo, en tanto que es él solo y que, al parecer, está 

consigo mismo en una sociedad perpetua. Éstos son, lo reconozco, 

todos los sentimientos que el hombre de bien experimenta para consigo 

mismo. En el hombre malo, por lo contrario, todos estos sentimientos 

están en desacuerdo; no está menos dividido que el intemperante, y he 

aquí por qué puede ser hasta su propio enemigo. Pero, en tanto que el 

individuo es uno e indivisible, se desea y se ama siempre a sí mismo. 

Pues bien, esto es precisamente lo que son el hombre de bien y el 

amigo, cuya afección es inspirada sólo por la virtud. Pero el hombre 

malo no es uno: es muchos; cambia en un solo día absolutamente y está 

cien veces disgustado de sí mismo; de donde concluyo que el amor que 

tiene uno a su propia persona puede reducirse a la amistad del hombre 

virtuoso. Como el hombre de bien es, en cierto sentido, semejante a sí 

mismo, es uno y es bueno para sí, y en este sentido es su propio amigo 

y se desea a sí mismo. El hombre de bien es conforme a la naturaleza, 

mientras que el malo es un ser contra la naturaleza. 

Además, el hombre de bien no tiene motivo para ofenderse a sí 

mismo, como lo hace alguna vez el hombre corrompido; en su persona 

misma el último hombre no insulta al primero, como lo hace el que 

tiene remordimientos; ni el hombre actual insulta al precedente, como 

sucede con el mentiroso. En una palabra no hay en él esas distinciones 

de que hablan los sofistas cuando separan sutilmente a Corisco del 

buen Corisco. Lo que prueba todo lo bueno que hay hasta en estas 

naturalezas perversas es que los malos, acusándose a sí mismos, llegan 

hasta darse la muerte, por más que todo hombre trata siempre de ser 

bueno para consigo mismo. El hombre de bien, en tanto que es 

absolutamente bueno, trata de ser también su propio amigo, como ya 

he dicho, porque tiene en sí mismo dos elementos que, naturalmente, 

quieren ser amigos el uno del otro y que es imposible separar. He aquí 

como en la especie humana cada individuo puede decirse que es su 

propio amigo, mientras que nada de esto sucede con los demás 

animales; el caballo, por ejemplo, no puede pasar nunca por amigo de 

sí mismo. Avanzo a más y digo que en la especie humana los niños 

tampoco lo son, y que sólo se hacen amigos de sí mismos cuando son

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237 

capaces de escoger y preferir alguna cosa con intención. Sólo entonces 

puede estar el niño en desacuerdo consigo mismo, resistiendo al deseo 

que le arrastra. La amistad para consigo mismo se parece mucho a las 

afecciones de familia. No está en nuestra mano disolver ni éstas ni 

aquélla. Por mucho que regañen los parientes, no por eso dejan de serlo 

y el individuo, a pesar de sus divisiones intestinas, no por eso deja de 

ser uno durante toda su vida. 

Después de lo que acaba de decirse, puede verse en cuántos 

sentidos puede tomarse la palabra amar; y no es menos claro que todas 

las amistades, cualesquiera que ellas sean, pueden reducirse a la 

primera y perfecta amistad.

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238 

CAPÍTULO VII 

DE LA CONCORDIA Y DE LA BENEVOLENCIA 

Un punto que también pertenece a este estudio es el análisis de la 

concordia y de la benevolencia, porque la amistad y la benevolencia 

son sentimientos que, según muchos, se confunden, o que, por lo 

menos, no pueden existir el uno sin el otro. A mi parecer, la 

benevolencia no es la amistad, ni tampoco es absolutamente diferente. 

Lo que hay de cierto es que, dividiéndose la amistad en tres especies, la 

benevolencia no se encuentra ni en la amistad por interés, ni en la 

amistad por placer. Si queréis el bien para alguno porque os es útil, no 

lo queréis entonces por esa persona, lo queréis por vuestro interés. Por 

lo contrario, la benevolencia, lo mismo que la verdadera amistad, se 

dirige, no al que la siente, sino a aquel por quien se siente. Por otra 

parte, si la benevolencia se confundiese con la amistad por placer, se 

tendría benevolencia también para las cosas inanimadas. De aquí se 

infiere evidentemente que la benevolencia se refiere a la amistad 

moral. Por lo demás, el hombre benévolo no hace más que querer, 

mientras que el amigo debe llegar hasta realizar el bien que quiere, 

porque la benevolencia no es más que el principio de la amistad. Todo 

amigo es necesariamente benévolo, pero todo corazón benévolo no es 

un corazón amigo. El hombre benévolo no hace mas que comenzar a 

amar, y por esto se dice de la benevolencia que es el principio de la 

amistad, pero no es todavía la amistad. 

Los amigos están, al parecer, en un perfecto acuerdo, así como los 

que están de acuerdo entre sí parecen ser amigos. Pero la concordia, 

por amistosa que pueda ser, no se extiende a todo indistintamente, sino 

que se extiende tan sólo a las cosas que deben hacer de concierto los 

que están así en buen acuerdo y a todo lo que concierne a su vida 

común. No es, precisamente, el que estén de acuerdo en pensamientos 

y gustos, porque puede suceder que, por una y otra parte, se deseen 

cosas contrarias, y que suceda aquí lo que pasa con el intemperante, 

que vive en continuo desacuerdo. Pero lo que conviene es que la

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239 

resolución y el deseo de obrar concuerden completamente de ambos 

lados. 

La concordia, por otra parte, sólo es posible entre hombres de 

bien porque los malos, deseando y ansiando las mismas cosas, sólo 

piensan en dañarse mutuamente. 

La palabra concordia, lo mismo que la palabra amistad, no puede 

tomarse, al parecer, de una manera absoluta. Hay muchas especies de 

concordia. La primera, que es la verdadera, es buena por naturaleza, lo 

cual hace que los malos no puedan conocerla jamás; la otra puede 

encontrarse igualmente entre los malos, cuando por casualidad buscan 

y desean un mismo objeto. Pero para que los malos se entiendan es 

preciso que deseen las mismas cosas, de manera que ambos las 

obtengan al mismo tiempo, porque, a poco que deseen una sola y 

misma cosa, si no la pueden obtener a la vez, no dudan en luchar para 

arrancarla, y los que están verdaderamente en buen acuerdo no luchan 

jamás. Hay concordia verdadera cuando hay la misma opinión, por 

ejemplo, en lo tocante al mando y a la obediencia, no sólo para que el 

poder y la obediencia sean alternativos, sino, a veces, para que no 

muden de manos. Esta especie de concordia con la que constituye la 

amistad social, la unión de unos ciudadanos con otros. 

Esto es lo que teníamos que decir acerca de la concordia y de la 

benevolencia.

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240 

CAPÍTULO VIII 

DE LA AFECCIÓN RECÍPROCA ENTRE 

BIENHECHORES Y FAVORECIDOS 

Se pregunta por qué los bienhechores aman más a sus favorecidos 

que éstos a sus bienhechores. En buena razón parece que debería 

suceder todo lo contrario. Podría creerse que el interés y la utilidad 

personal explican suficientemente esto, y decir que el uno es un 

acreedor a quien se debe, y el otro un deudor que debe. Pero no sólo 

existe esta diferencia, sino que, además, hay una cosa que es muy 

natural. El acto simple es, en efecto, siempre preferible, y la relación es 

igual entre la obra producida por el acto y el acto que la produce. El 

favorecido, en cierta manera, es la obra del bienhechor, y por esto hasta 

los animales muestran una ternura tan viva para con los pequeños, 

primero al darles la existencia, y después al conservarlos una vez que 

han nacido. Por esta razón, los padres, menos tiernos, por otra parte, 

que las madres, aman más a sus hijos que éstos los aman a ellos, y 

estos hijos, a su vez, aman a los suyos más que a sus padres. Esto nace 

de que el acto es lo mejor y lo más superior que existe. Y si las madres 

aman más que los padres es porque creen que los hijos son más su 

obra. Se mide la obra por el trabajo que cuesta, y en la procreación 

lleva la madre la mayor pena. 

Hagamos aquí alto en lo relativo a la amistad, tanto la que puede 

uno tener consigo mismo, como la que puede tenerse con los demás.

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241 

CAPÍTULO IX 

DE LA JUSTICIA EN LA AMISTAD Y EN OTRAS 

RELACIONES 

Al parecer, la justicia es una especie de igualdad, y la amistad 

consiste en la igualdad, a no ser que sea un error el decir que la amistad 

no es más que una igualdad. Todas las constituciones políticas no son, 

en el fondo, otra cosa que formas de la justicia. Un Estado es una 

asociación, y toda asociación no se sostiene sino mediante la justicia, 

de tal manera que todas las formas de la amistad son otras tantas 

formas de la amistad son otras tantas formas de la justicia y de la 

asociación. Todas estas cosas se tocan, y sólo hay entre ellas 

diferencias casi insensibles. En las relaciones entre el alma y el cuerpo, 

el obrero y su instrumento, el dueño y su esclavo, que son casi las 

mismas, no hay verdadera asociación, porque en un caso no hay dos 

seres sino uno, y en otro sólo hay la propiedad de un solo y mismo 

individuo. Tampoco se puede concebir el bien de uno y de otro 

separadamente, sino que el bien de ambos es el bien del ser único en 

cuyo obsequio se ha hecho. Así, el cuerpo es un instrumento congénito 

del alma, y el esclavo es como una parte y un instrumento separable 

del dueño, y el instrumento del obrero es una especie de esclavo 

inanimado. Todas las demás asociaciones puede decirse que son una 

parte de la asociación política, tales como las asociaciones de las 

Fratrias, de los Misterios, etc., y hasta las asociaciones mercantiles y 

lucrativas son también especies de Estados. Ahora bien, todas las 

constituciones con sus diversos matices se encuentran en la familia, lo 

mismo las constituciones puras que las degeneradas, porque lo que 

pasa en los Estados se parece mucho a lo que tiene lugar en las 

diversas especies de armonías. Puede decirse que el poder real es el del 

marido sobre la mujer; y la república la relación de unos hermanos con 

otros. La degeneración de estas tres formas puras es sabido que da 

lugar a la tiranía, a la oligarquía y a la democracia, y hay tantos 

derechos y justicias diferentes como diferencias en la forma de las

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242 

constituciones. Por otra parte, como hay igualdad de número y, 

además, igualdad de proporción, debe haber otras tantas especies de 

amistad y de asociación. La simple asociación de compañeros y la 

amistad que los une sólo se refieren al número; en ella todos están 

sometidos a la misma medida. En las asociaciones proporcionales la 

que es aristocrática y real es la mejor, porque el derecho no es idéntico 

para el superior y para el inferior, siendo lo único justo entre ellos la 

proporción. 

Lo mismo sucede con la amistad entre el padre e hijo y con todas 

las asociaciones de este género.

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243 

CAPÍTULO X 

DE LA SOCIEDAD CIVIL Y POLÍTICA 

Entre las amistades pueden distinguirse las del parentesco, la del 

compañerismo, la de la asociación, y por último, la que puede llamarse 

civil y política. La amistad de familia o de parentesco tiene muchas 

especies: la de los hermanos, la del padre, la de los hijos, etc. La una, 

que es la del padre, es proporcional; la otra, la de los hermanos, es 

puramente numérica. Esta última se aproxima mucho a la afección de 

los compañeros, porque en aquella como en ésta se reparten con 

igualdad todos los beneficios. 

La amistad civil y política descansa en el interés, en cuya vista 

principalmente se ha formado. Los hombres se han reunido porque no 

podían bastarse a sí mismos en el aislamiento, si bien el placer de vivir 

juntos ha sido capaz por sí solo de fundar la sociedad. La afección que 

los ciudadanos se tienen mutuamente bajo un gobierno de forma 

republicana y de las derivadas de ésta tiene el privilegio de descansar, 

no sólo en la amistad ordinaria, sino en que los hombres se reúnen en 

este caso como amigos verdaderos, mientras que en las otras formas de 

gobierno hay siempre una jerarquía de superior a inferior. Lo justo 

debe establecerse, sobre todo, en la amistad de los que están unidos por 

interés, y esto es, precisamente, lo que realiza la justicia civil y 

política. De una manera muy distinta se reúnen el artista y el 

instrumento; por ejemplo, la sierra en manos del operario. Aquí no hay, 

a decir verdad, un fin común, porque su relación es la que tiene el alma 

con el instrumento, y viene únicamente en interés del que emplea el 

instrumento. Esto no impide que, por otra parte, se cuide el 

instrumento hasta donde sea necesario, para realizar la obra que ha de 

ejecutarse, porque el instrumento sólo existe en consideración a esta 

obra. Así, en el barreno pueden distinguirse dos elementos, siendo el 

principal el acto mismo del barreno, es decir, la perforación; y en esta 

clase de relaciones puede colocarse el cuerpo y el esclavo, como ya 

hemos dicho.

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244 

Indagar cómo debe uno conducirse con un amigo es, en el fondo, 

indagar lo que es la justicia. De una manera general, la justicia sólo se 

aplica a un ser amigo. Lo justo se refiere a ciertos seres, que están 

asociados por cierto motivo; y el amigo es un asociado, primero a 

causa de la raza y de la especie, y después mediante la vida común. Y 

esto es porque el hombre no sólo es un ser político y civil, sino también 

miembro de una familia. No se empareja el macho con la hembra por 

un tiempo dado, como los demás animales que lo hacen al azar, 

permaneciendo después en el aislamiento, sino que, para su unión, 

necesitan condiciones precisas ..., como sucede con los cañones de una 

flauta. El hombre es un ser formado para asociarse con todos aquellos 

que la naturaleza ha creado de la misma familia que él, y habría para él 

asociación y justicia, aun cuando el Estado no existiese. La familia, el 

hogar, es una especie de amistad, mientras que entre el dueño y el 

esclavo hay la misma amistad y unión que la que existe entre el arte y 

los instrumentos, y entre el alma y el cuerpo. Indudablemente, éstas no 

son precisamente amistades, ni esto es justicia, sino que es cierta cosa 

análoga y proporcional, el remedio que cura al enfermo, que nada tiene 

de normal ni de sano precisamente, sino que es cierta cosa análoga y 

proporcional a su estado. La afección entre el hombre y la mujer es, a 

la vez, una utilidad y una asociación; la del padre por el hijo es como la 

de Dios respecto del hombre, como la del bienhechor respecto del 

favorecido, en una palabra, como la del ser que manda por naturaleza 

respecto del ser que debe naturalmente obedecer. El afecto entre los 

hermanos descansa, sobre todo, como el de los compañeros, en la 

igualdad: 

"Sí, mi hermano es tan legítimo como yo; 

"Nuestro Padre común es Júpiter, mi rey." 

Estos versos del poeta se ponen en boca de los que sólo quieren la 

igualdad. Por consiguiente, en la familia es donde se encuentra el 

principio y el origen del amor, del Estado y de la justicia.

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245 

Recuérdese que hay tres especies de amistad; primero, amistad 

por virtud; después, por interés, y, en fin, por placer. Se ha visto 

también que hay dos grados en todas ellas, porque cada una descansa, 

o en la igualdad de los dos amigos, o en la superioridad de uno de 

ellos. El género de justicia, que se aplica a cada una, debe surgir 

claramente de todas nuestras discusiones precedentes. Cuando uno de 

los dos es superior, debe dominar la proporción. Pero esta proporción 

no puede ser ya la misma, sino que el superior debe figurar en ella en 

sentido inverso, de tal manera que la relación que se da entre él y el 

inferior se reproduzca, invirtiéndose entre todo lo que viene de éste 

inferior a él y todo lo que va de éI a éste inferior, siendo siempre esta 

relación la de un jefe que manda respecto de un súbdito que obedece. 

Si no existe esta relación entre ellos, habrá una igualdad puramente 

numérica, porque, en este caso, sucederá aquí lo que sucede 

ordinariamente con las demás asociaciones, que tan pronto reina en 

ellas la igualdad numérica como la proporcional. Si en una asociación 

han contribuido los asociados con una parte de dinero numéricamente 

igual, deben tener también en la distribución de beneficios una porción 

numéricamente igual, y si no contribuyeron con partes iguales, deben 

participar de una parte proporcional. Pero en la amistad el inferior 

tuerce la proporción y une en provecho suyo los dos ángulos por una 

diagonal, en lugar de tener uno sólo de los lados . Pero el superior 

parece tener entonces menos de lo que le corresponde, y la amistad y la 

asociación se convierten para él en una carga. Es preciso, pues, 

restablecer en este caso la igualdad de otra manera y rehacer la 

proporción destruida. El medio de restablecer esta igualdad es el honor 

que, como a Dios, pertenece al jefe llamado por la naturaleza a mandar 

y que le debe el que obedece. Es preciso, pues, que el provecho de una 

parte sea igual al honor de la otra. Pero la afección fundada sobre la 

igualdad es precisamente la afección civil y republicana. La afección 

civil sólo descansa en el interés, y así como los Estados sólo son 

amigos por este motivo, por la misma razón lo son, también, los 

ciudadanos entre sí:

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246 

"Atenas detesta a Megara y es ingrata con ella.” 

Y los ciudadanos no se acuerdan tampoco unos de otros desde el 

momento en que no se son útiles recíprocamente, como que esta 

amistad sólo dura el tiempo que dura una relación del momento. Esto 

nace de que en esta asociación política y republicana el mando y la 

obediencia no vienen de la naturaleza, ni tienen nada de real: se 

substituyen alternando. No se manda para hacer el bien, como Dios, y 

sí sólo para que reine la igualdad en los beneficios que se obtienen y en 

los servicios que se hacen. Por tanto, la elección política y republicana 

pide absolutamente descansar en la igualdad. 

La amistad por interés presenta también dos especies; una, que se 

puede llamar legal, y otra moral. La afección política y republicana 

mira, a la vez, a la igualdad y al provecho, corno sucede, con los que 

venden y compran, y de aquí el proverbio: "Las buenas cuentas hacen 

buenos amigos". Cuando esta amistad política resulta de una 

convención formal, tiene, además, un carácter legal. Pero cuando se 

fían pura y simplemente los unos de los otros tiene más bien el carácter 

de la amistad moral y de la que se da entre compañeros. Ésta, más que 

ninguna otra, es la que da lugar a recriminaciones; y la causa es porque 

todo esto es contrario a la naturaleza. La amistad por interés y la 

amistad por virtud son muy diferentes, y estos de que venimos 

hablando quieren unir, a la vez, las dos cosas; no se acercan unos a 

otros sino por interés; crean una amistad puramente moral, como si 

sólo les guiase un sentimiento de virtud, y a consecuencia de esta 

confianza ciega no han tenido el cuidado de contraer una amistad legal. 

En general, de las tres especies de amistad, en la de interés es en la que 

tienen lugar más recriminaciones y mas quejas. La virtud está siempre 

al abrigo de todo cargo. Los que sólo se unen por placer, después de 

haber recibido y dado cada cual su parte, se separan sin trabajo. Pero 

los que están sólo unidos por el interés no rompen tan prontamente, a 

menos que estén ligados por compromisos legales o por afecto de 

compañerismo. Sin embargo, en las relaciones que tienen por base el 

interés, la relación legal es la menos sujeta a disputas. La solución que,

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247 

en nombre de la ley, concilia a las dos partes tiene lugar en dinero, 

puesto que por el dinero se mide la igualdad en semejantes casos. Pero 

en una relación puramente moral, la solución debe ser completamente 

voluntaria. En algunos países rige esta ley: los que han contratado 

amistosamente no podrán acudir a los tribunales para hacer valer las 

convenciones voluntarias. Esta ley es muy sabia, puesto que los 

hombres de bien no acuden, naturalmente, a la justicia de los 

tribunales, y, como hombres de bien, han tratado los que se encuentran 

en este caso. En esta especie de amistad es muy difícil saber hasta qué 

punto pueden ser fundadas las mutuas recriminaciones, porque se han 

fiado uno de otro moral y no legalmente. Hay gran dificultad entonces 

en discernir con completa justicia quién tiene razón. ¿Deberá mirarse al 

servicio que se ha hecho, a su valor y a su cualidad? ¿O será preciso 

mirar más bien al que lo ha recibido? Porque puede suceder lo que dice 

Theognis: 

"Es poco para ti, diosa, y mucho para mí.” 

Puede hasta acontecer que sea para ambos absolutamente lo 

contrario y que puede repetirse aquel dicho bien conocido: 

"Para ti no es más que un juego; mas para mí es la muerte.” 

He aquí de dónde nacen todas las recriminaciones. El uno cree 

que se le debe mucho, porque ha prestado un gran servicio, y en un 

caso urgente ha servido a su amigo, o bien alega otros motivos, 

considerando sólo la utilidad del servicio que ha hecho, sin pensar en 

lo poco que le ha costado. El otro, por lo contrario, no ve más que lo 

que el servicio ha costado al bienhechor, y no el provecho que él ha 

sacado. A veces también acrimina el mismo que ha recibido el 

beneficio, y mientras él recuerda, por su parte, el mezquino provecho 

que ha sacado, el otro enumera los beneficios enormes que la cosa ha 

producido; por ejemplo, si exponiéndose a un peligro, se ha sacado a 

uno de un apuro, arriesgando tan sólo el valor de un dracma, el uno

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248 

sólo piensa en el peligro que ha corrido, mientras que el otro sólo 

piensa en el valor del dracma como si sólo se tratase de una restitución 

pecuniaria. Pero hasta en esto mismo hay motivos de disputa, porque el 

uno sólo da a las cosas el valor que tenían anteriormente, y el otro las 

aprecia por lo que valen de presente, y en este terreno no tienen trazas 

de entenderse, a menos que exista una convención precisa. 

La amistad o relación civil atiende únicamente a la convención 

expresa a la cosa misma; y la amistad o relación moral mira a la 

intención. Sin contradicción, esto es mucho más justo, y esta es la 

verdadera justicia de la amistad. La causa de que haya luchas y 

discusiones entre los hombres consiste en que, si la amistad moral es 

mas bella, la relación de interés es mucho más obligatoria y exigible. 

Los hombres comienzan a entrar en relación como amigos puramente 

morales, y como si no pensasen en la virtud; pero tan pronto como el 

interés particular de uno de ellos llega a encontrar oposición, dejan ver 

muy claramente que son muy distintos de lo que creían ser. Los más de 

los hombres sólo buscan lo bello como por añadidura y por lujo, y así 

buscan también esta amistad, que es más bella que todas las demás. 

Ahora conviene ver con claridad las distinciones que conviene 

hacer entre estos diversos casos. Si se trata de amigos morales, sólo 

deben mirar a la intención para asegurarse de que es igual por ambas 

partes, sin que tengan nada más que exigir el uno del otro. Si son 

amigos por interés o por lazos puramente civiles, pueden resolver la 

dificultad según se hayan entendido al principio sobre sus intereses. Si 

el uno afirma que la convención ha sido puramente moral y otro afirma 

lo contrario, no está bien el insistir, ya que sea inevitable que haya esta 

diferencia, y debe guardarse la misma reserva en uno que en otro 

sentido. Pero, aun cuando los amigos no estén unidos por un lazo 

moral, debe creerse que ninguno de ellos ha querido engañar al otro, y, 

por consiguiente, cada uno debe contentarse con lo que la suerte le ha 

proporcionado. Lo que prueba que la amistad moral sólo descansa en la 

intención es que, después de haber recibido uno grandes servicios, si 

no continúa el otro prestándolos igualmente a causa de la impotencia 

en que está de hacerlo, pero presta los que buenamente puede, es

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249 

indudable que cumple con su deber. Dios mismo acepta los sacrificios 

que se le ofrecen, teniendo en cuenta los recursos del que los hace. 

Pero, en cambio, al mercader que vende no bastaría decirle que no se le 

puede dar más, como tampoco al acreedor que ha prestado su dinero. 

Los cargos y recriminaciones son muy frecuentes en las 

amistades que no son perfectamente claras y rectas, y no es fácil 

discernir entonces cual de los dos tiene razón. Es cosa impropia aplicar 

una medida única a relaciones tan complejas, como sucede 

particularmente en las relaciones amorosas. El uno busca al que ama, 

sólo porque tiene placer en vivir con él; el otro a veces sólo acepta al 

amante porque es útil a sus intereses. Cuando uno cesa de amar, como 

se hace diferente, el otro no se hace menos diferente que él, y entonces 

regañan a cada paso. En este caso se encuentra la disputa de Pitón y de 

Pammenes y también la del maestro con el discípulo, porque la ciencia 

y el dinero no tienen una medida común. Esto sucedía a Pródico, el 

médico, con el enfermo que le daba un mezquino salario; y, en fin, al 

tocador de cítara con el rey. El uno, al acoger al artista, sólo buscaba el 

placer, y el otro sólo buscaba su interés al ir a la corte, y, cuando llegó 

el caso de pagar, el rey, como sólo debía al artista el placer que había 

disfrutado, le dijo: "Todo el placer que me habéis proporcionado 

cantando os lo he pagado ya por el placer que os han producido mis 

promesas". Sea lo que quiera de este chasco, puede verse sin dificultad, 

aun en esto mismo, cómo deben arreglarse las cosas. Es de necesidad 

referirlas siempre a una sola y única medida, no precisamente 

encerrándolas en un límite fijo, sino proporcionando las unas a las 

otras. La proporción es aquí la verdadera medida, en la misma forma 

que es la medida en la asociación civil y política. En efecto, ¿cómo 

podrá el zapatero mantener relaciones sociales con el labrador, si no se 

igualan sus trabajos mediante la proporción que se establezca entre 

ellos? En todos los casos en que no pueda hacerse un cambio directo, 

la única medida posible es la proporcionalidad. Por ejemplo, si uno 

promete dar ciencia y sabiduría y el otro dinero en cambio, es preciso 

examinar cuál es la relación que media entre la ciencia y la riqueza y 

en seguida cuál es el valor que dan uno y otro contratante, porque si el

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uno ha dado la mitad de su pequeña fortuna, y el otro ha dado sólo una 

parte mínima de una propiedad mucho mayor, es claro que el segundo 

ha perjudicado al primero. Aquí también la causa de la disidencia está 

en el principio respecto de los dos amigos; el uno sostiene que sólo 

están unidos por interés, mientras que el otro sostiene que es lo 

contrario y que en esta relación ha tenido algún otro motivo distinto de 

aquel.

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251 

CAPÍTULO XI 

CUESTIONES DIVERSAS SOBRE LA AMISTAD 

Una cuestión que puede presentarse también es la de saber a 

quién debe hacerse con preferencia un servicio, si a un amigo 

recomendable sólo por su virtud, o al que reconoce o puede reconocer 

lo que se hace por él. Esta cuestión equivale a preguntar sí debe 

hacerse el bien a su amigo antes que a un hombre que no tiene otro 

título para merecer vuestros beneficios que la virtud. Si por fortuna el 

amigo es un hombre virtuoso y al mismo tiempo es vuestro amigo, la 

cuestión no ofrece, como se ve, gran dificultad, a no ser que se exagere 

desmesuradamente una de estas cualidades y se rebaje la otra, 

suponiendo que este hombre es vuestro amigo íntimo, pero que es un 

hombre medianamente honrado. Si no se parte del supuesto de que la 

virtud es igual a la amistad, se presenta entonces una multitud de 

cuestiones delicadas; por ejemplo, si el uno ha sido vuestro amigo, 

pero que no debe serlo ya; que otro deba serlo, pero que no lo es en 

aquel acto; o bien, si uno lo ha sido, pero ya no lo es; y que otro lo sea 

al presente, pero que no lo haya sido siempre ni deba siempre serlo. Se 

comprende cuán difícil es hacerse cargo de todas estas argucias, y, 

como dice Eurípides en sus versos: 

"¿No tenéis más que palabras? Pues en palabras se os pagará; 

"Pero si mostráis obras, se os pagará un obras.” 

Lo cierto es que aquí es preciso obrar como uno obra con su 

padre No se da todo absolutamente a un padre, porque hay ciertas 

cosas que se reservan para la madre, por más que el padre sea superior. 

Tampoco se inmolan todas las víctimas sólo a Júpiter, ni recibe éste 

todos los homenajes de los hombres, sino únicamente los que le son 

debidos más particularmente. Asimismo, puede decirse que hay cosas 

que deben hacerse en obsequio del amigo, que nos es útil y que hay 

otras cosas que deben hacerse en obsequio del hombre de bien. Puede

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252 

alguno daros pan y satisfacer todas vuestras necesidades, sin que estéis 

obligado a vivir con él; y, recíprocamente, puede vivirse con alguno sin 

darle lo que él tampoco da en estas relaciones de verdadera amistad, y 

no hacer por él más de lo que hace el amigo por interés. Pero los 

amigos que, unidos por el mismo motivo, conceden todo a la persona 

que aman, hasta lo que no debían conceder, son hombres indignos de 

estimación. 

Las definiciones que se dan de la amistad ordinariamente se 

aplican todas, si se quiere, a la amistad, pero no a la misma amistad. 

Por tanto, debe quererse el bien para el amigo por interés, para el que 

ha sido vuestro bienhechor, y para el que es vuestro amigo, como lo 

exige la virtud. Pero esta definición de la amistad no comprende todo 

esto. Se puede muy bien desear la existencia de uno y vivir con otro, 

como se puede ver sólo en una relación el placer y en otra compartir 

las alegrías y las penas con su amigo. Pero todas estas pretendidas 

definiciones jamás se aplican todas a una sola y misma amistad. De 

aquí procede que las definiciones son numerosas, y que cada una 

parece aplicarse a una sola amistad, si bien no hay tal cosa. Tomemos, 

por ejemplo, la definición que pretende que la amistad consiste en 

desear la existencia del amigo. Pues bien, no es exacta, porque el que 

está en una posición superior o el que es bienhechor respecto de otro 

quiere también la existencia de su propia obra, lo mismo que se desea 

larga vida al padre que os ha dado el ser, sin hablar de lo que en justa 

reciprocidad se le debe. Pero no es con el favorecido con el que se 

quiere vivir, sino sólo con el que os gusta y os es agradable. Los 

amigos pueden tener disgustos entre sí siempre que aman las cosas más 

bien que al que las posee, porque, en el fondo, sólo son amigos de las 

cosas; por ejemplo, uno prefiere el vino, que le parece exquisito, al 

amigo que se lo da, y otro prefiere el dinero, porque el dinero le es útil. 

¿Deberemos indignarnos y acusar al amigo, porque ha preferido una 

cosa, que para él vale más, a una persona que vale menos a sus ojos? 

Se quejan de esto, sin embargo, las gentes sin advertir que en aquel 

momento se desearía encontrar al hombre de bien, mientras que antes 

sólo se buscaba al hombre agradable o al hombre útil.

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253 

CAPÍTULO XII 

DEL AISLAMIENTO Y DE LA VIDA EN COMÚN 

Para completar estas teorías es preciso estudiar qué es la 

independencia que se basta a sí misma, y compararla con la amistad, 

para ver sus relaciones y su valor recíproco, porque puede preguntarse 

si en el caso de que alguno sea absolutamente independiente y se baste 

a sí mismo en todo, podrá aún tener un amigo, si es cierto que sólo por 

necesidad se busca un amigo. Pero si el hombre de bien es el más 

independiente de todos los hombres, y si la virtud es la única condición 

de la felicidad, ¿qué necesidad tiene aquél de ningún amigo? El ser que 

se basta plenamente a sí mismo no tiene necesidad ni de gentes que le 

sean útiles, ni de los que sean benévolos con él, ni de la vida en común, 

puesto que puede ampliamente vivir solo y a solas consigo mismo. 

Esta independencia absoluta resalta, sobre todo con evidencia, en la 

Divinidad. Es claro que Dios, no teniendo necesidad de nada, no 

necesita amigos, ni los tiene, como no tiene tampoco ni poco ni mucho 

el carácter del dueño, que manda a esclavos. Por consiguiente, será el 

hombre más dichoso el que menos necesidad tenga de amigos, o, más 

bien, no tendrá necesidad de ellos sino en la misma proporción en que 

es imposible al hombre ser absolutamente independiente y bastarse a si 

propio en el aislamiento. El hombre muy virtuoso necesariamente ha 

de tener pocos amigos, y cada vez tendrá menos No trata de 

procurárselos, y no sólo se desentiende de los amigos útiles, sino 

también de los que serían dignos de ser escogidos para la vida común. 

También en este caso resulta con toda evidencia que no debe buscarse 

al amigo por el uso que pueda hacerse de él, ni por el provecho que 

pueda sacarse, sino que el único verdadero amigo es el que lo es por 

virtud. Cuando no necesitamos de nadie, buscamos siempre los que 

pueden gozar con nosotros de nuestros bienes, y preferimos los que 

están en posición de recibir nuestros beneficios a los que pudieran 

dispensárnoslos. Nuestro discernimiento es más justo cuando 

carecemos de alguna cosa; en esta última situación es cuando

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254 

experimentamos la necesidad de tener amigos dignos de vivir con 

nosotros. 

Para resolver bien esta cuestión, es preciso ver si hay algún error 

en todas estas teorías, y si la comparación de que nos servimos aquí 

nos oculta alguna parte de la verdad. Responderemos con perfecta 

claridad, explicando lo que es la vida como acto y como fin. 

Evidentemente, vivir es sentir y conocer, y, por consiguiente, vivir 

juntos es sentir juntos y conocer juntos. Pero sentirse a sí mismo y 

conocerse a sí mismo es para todo hombre la cosa más grata que existe, 

y he aquí por qué el vivir es un deseo que la naturaleza ha puesto en 

todos nosotros cuando nos ha creado, porque es preciso tener en cuenta 

que la vida no es, en cierta manera, otra cosa que un conocimiento. 

Luego, si se pudiese cortar la vida y el conocimiento en dos, y separar 

el conocimiento de manera que quedase aislado y en sí mismo 

únicamente, cosa, por otra parte, que no puede expresarse en el 

lenguaje, pero que, en realidad puede concebirse, desde este momento 

no habría ya ninguna diferencia en que otro ser viviese en vuestro lugar 

u ocupando vuestro puesto, aunque se prefiere, y con razón, el sentir y 

conocer uno mismo. Porque es preciso que vuestra razón acepte estas 

dos ideas a la vez: en primer lugar, que la vida es una cosa que se 

desea; y, en segundo, que el bien se desea igualmente, porque sólo así 

pueden los hombres tener la naturaleza que tienen. Luego, si en la serie 

coordinada de las cosas, uno de los elementos se encuentra siempre en 

la categoría del bien, es porque conocer y escoger las cosas participa de 

una manera general de la naturaleza finita. Por consiguiente, querer 

uno sentirse a sí mismo es querer existir en sí mismo de una cierta 

manera, de una manera especial. Pero, como de hecho no somos por 

nosotros mismos ninguna de estas facultades separadamente, sólo 

existimos gozando de estas dos facultades reunidas, la de sentir y la de 

conocer. Así, sintiendo, es cómo se hace uno sensible, sobre el punto 

mismo en que al principio se ha sentido en la manera con que se ha 

sentido, y en el tiempo en que se ha sentido. Asimismo, conociendo es 

cómo se hace uno capaz de conocer. Por esta causa, quiere uno vivir

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255 

siempre, porque se quiere conocer siempre; en otros términos, se desea 

ser uno mismo la cosa que se conoce. 

Desde este punto de vista podría parecer extraño el deseo que 

tiene el hombre, de vivir con sus semejantes en vida común, ante todo 

para atender a las necesidades que compartirnos con los demás 

animales, quiero decir, las de comer y beber, las cuales, 

ordinariamente, quiere el hombre satisfacer en compañía de alguien. 

¿Qué diferencia hay, en efecto, entre satisfacer estas necesidades juntos 

y satisfacerlas separadamente, desde el momento en que se  suprima de 

estas reuniones la palabra con cuyo auxilio nos comunicamos unos con 

otros? Los hombres independientes no pueden, por otra parte, 

conversar con el primero que llega. Y añado que no es posible que 

estos amigos que se suponen independientes y capaces de bastarse a sí 

mismos, aprendan nada en tales conversaciones, ni enseñan nada a los 

demás. Si uno aprende algo con respecto a sí mismo, es que no es todo 

lo que debe ser en punto a suficiencia personal; por otra parte, jamás es 

uno amigo del maestro que os instruye, puesto que la amistad es una 

igualdad y una semejanza. Sea de esto lo que quiera, es un gran placer 

el estar juntos, y gozamos más de nuestra felicidad haciendo partícipes 

de ella a nuestros amigos hasta donde podamos, y dándoles siempre lo 

mejor que tenemos. Por lo demás, con uno se comparten placeres 

puramente materiales, con otro los que proporcionan las artes, con un 

tercero los de la filosofía. Lo que se quiere, sobre todo, es estar con su 

amigo, porque, como dice el proverbio: "Es una cosa muy triste tener 

los amigos lejos de sí." Lo cual quiere decir que los que una vez son 

amigos no deben alejarse uno de otro. Por esta razón, el amor se parece 

tanto a la amistad. El amante desea siempre vivir con aquel a quien 

ama, no ciertamente como quiere la razón que se viva en común, sino 

tan sólo para satisfacer las exigencias de los sentidos y de la pasión. 

He aquí lo que dice el razonamiento que nos entorpece, pero he 

aquí también cómo pasan las cosas en la realidad y cómo 

descubriremos la causa de embarazo en que nos hemos visto envueltos. 

Indaguemos dónde está la verdad.

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256 

Es cierto, en primer lugar, que el amigo quiere ser, como dice el 

proverbio, "otro Hércules, otro yo." Sin embargo, es distinto de 

nosotros, está separado, y es difícil reunirse en un solo y mismo 

individuo. Este ser, que conforma perfectamente con nosotros por 

naturaleza, es otro que nosotros por su cuerpo, por más que sea 

semejante, y además es otro por el alma, y quizá difiere más en cada 

una de las partes de esta alma y de este cuerpo. No obstante, no por 

esto el amigo quiere ser menos otro yo mismo, separado de mí. Y así, 

sentir a su amigo es, en cierta manera, sentirse a sí mismo; como es 

conocerse a sí mismo el conocerle. Es, pues, una vivísima felicidad, 

que aprueba la razón, el gozar con su amigo hasta de los placeres 

vulgares y estar en su compañía, puesto que así le sentirnos siempre a 

él mismo sintiendo las cosas con él. Pero es una felicidad mucho 

mayor el disfrutar juntos placeres más elevados y más divinos. La 

causa de esta felicidad consiste en que es siempre más dulce 

contemplarse a sí mismo en un hombre de bien, que en uno mismo. A 

veces es un simple sentimiento, un acto o alguna otra cosa lo que reúne 

los corazones. Ahora bien, si es grato el ser uno dichoso, y si la vida 

común tiene la ventaja de poder obrar de concierto, la sociedad de los 

hombres eminentes, unidos por la amistad, es la cosa más grata del 

mundo. Consagrarse juntos a estas nobles contemplaciones o a estos 

delicados goces, tal es el fin de estas amistades; mientras que reunirse 

para comer en común o satisfacer las necesidades que la naturaleza nos 

impone es sólo un grosero placer. Pero cada uno de nosotros quiere 

realizar en esta comunidad el fin especial a que le es dado aspirar, y lo 

que más se desea cuando no se puede alcanzar la perfecta unión es 

hacer servicios a sus amigos y recibir otros en cambio. Es preciso 

confesar, pues, que el hombre está hecho para vivir en sociedad con 

sus semejantes, que realmente todos los hombres buscan la vida 

común, y que el hombre más dichoso y el mejor de todos es el que la 

busca con más empeño. 

Se ve, pues, que lo que en esta cuestión nos parecía de pronto 

poco conforme con la razón, era, sin embargo, una consecuencia 

bastante racional de la parte de verdad contenida en este razonamiento;

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257 

y, gracias a la comparación tan exacta que hemos hecho, hemos 

encontrado la solución que buscábamos. No; Dios no está hecho de tal 

manera que tenga necesidad de un amigo, y que pueda encontrar otro 

semejante a él. Pero debemos cuidar de no extremar este razonamiento, 

porque llegaríamos a arrancar el pensamiento mismo al hombre de 

bien. Dios, para ser dichoso, no tiene que estar sometido a las mismas 

condiciones que nosotros, porque es demasiado perfecto para poder 

pensar en otra cosa que en sí mismo. Por lo contrario, respecto del 

hombre, la felicidad sólo puede referirse a una cosa distinta que 

nosotros mismos, mientras que para Dios la felicidad no puede 

encontrarse sino en su propia esencia. 

Por otra parte, decir que debemos procurarnos muchos amigos y 

desearlos, y decir, al mismo tiempo, que tener muchos amigos es no 

tener ninguno, son dos cosas que no se contradicen, y de ambos lados 

hay razón. Como puede vivirse, a la vez, con muchas personas y 

simpatizar con aquellas, debe desearse mucho que tales personas sean 

tantas cuantas sea posible. Pero como esto es muy difícil, es necesario 

que esta comunidad efectiva de sensaciones y estas simpatías se 

concentren en un pequeño número de personas. Por consiguiente, no 

sólo no es conveniente tener muchos amigos, porque se necesitan 

siempre pruebas de su afección, sino que tampoco lo es gozar del 

afecto de tan numerosos amigos cuando se tienen. A veces queremos 

que el que amamos esté lejos de nosotros, si es ésta una condición para 

su felicidad; otras deseamos, por lo contrario, que participe de los 

bienes que disfrutamos; deseo de estar juntos, que es señal de una 

sincera amistad. Cuando es posible estar reunidos y de este modo ser 

dichosos, nadie duda en desearlo. Pero cuando es imposible, se hace 

entonces lo que hizo la madre de Hércules, que prefirió separarse de su 

hijo y verle convertido en un dios, a tenerlo cerca de sí y verle esclavo 

de Euristeo. El amigo podría, en este caso, dar la misma respuesta que 

de burlas dio un Lacedemonio a uno que le aconsejaba en medio de 

una tempestad que llamara a los Dioscuros en su auxilio. Es 

ciertamente propio del que ama el evitar que su amigo participe de 

todas las pruebas desagradables y penosas, así como es también lo

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258 

propio del amado tomar parte en ellas. Ambos tienen razón al obrar de 

esta manera, porque nada debe ser para un amigo más penoso, así 

como nada más dulce, que la presencia de su amigo. Por otra parte, en 

el terreno de la amistad no debe uno pensar únicamente en sí mismo, y 

por esto se desea evitar al amigo toda participación en el mal que uno 

sufre. Debe ser uno solo en la pena, y se tildaría de egoísmo al que 

comprara su placer a expensas del dolor de su amigo. Es cierto que los 

males son más ligeros cuando no es uno solo a padecerlos, y como es 

natural desea ser dichoso y tener compañía, es claro que se prefiere 

unirse a otro, aunque el bien que se espere sea menos grande, a estar 

separados gozando de un bien mayor. Pero como no se puede saber 

exactamente todo lo que vale la vida común, varían las opiniones sobre 

este punto. Unos creen que la amistad consiste en comunicarse todo sin 

excepción, porque es mucho más agradable, dicen, comer juntos, aun 

suponiendo que ambos tengan una comida igualmente buena. Otros, 

por lo contrario, no quieren que su amigo comparta su pena, y puede 

concederse que tienen razón, porque, llevando las cosas al extremo, 

llegaría a sostenerse que vale más sufrir horriblemente juntos que ser 

muy dichosos separadamente. 

Las mismas perplejidades, poco más o menos, siente el corazón 

de un amigo cuando está en la desgracia. A veces deseamos que 

nuestros amigos estén lejos de nosotros y no participen de nuestro 

dolor, cuando nada podrían hacer respecto de él. Otras veces se miraría 

su presencia como el más dulce consuelo que podría tenerse. Esta 

contradicción aparente no tiene nada de irracional, y se explica por lo 

que acabamos de decir. Hablando en absoluto, queremos evitar el ver 

un dolor cualquiera y hasta un simple embarazo que se refiera a 

nuestro amigo, por lo mismo que lo evitaríamos tratándose de nosotros 

mismos. Por otra parte, entre las cosas gratas de la vida, la más grata es 

ver al amigo por los motivos que hemos indicado, y verle sin 

sufrimiento, aun cuando uno mismo padezca personalmente. Pero, 

según que el placer arrastra a uno en este o en aquel sentido, así se 

inclina a desear la presencia del amigo o su ausencia. Esto es lo que, 

por una causa semejante, experimentan los corazones de una naturaleza

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259 

inferior; muchas veces en la desgracia que los envuelven desean que 

sus amigos no sean tampoco dichosos, para no ser solos en sufrir la 

calamidad que ha caído sobre ellos. Llegan a veces hasta matar con 

ellos a quienes aman ..., imaginándose, sin duda que sus amigos 

sentirán así más su mal ..., sea que en su desesperación recuerden más 

vivamente la felicidad que han gozado en otro tiempo, sea que teman 

permanecer siendo siempre desgraciados...

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260 

CAPÍTULO XIII 

DIGRESIÓN SOBRE EL DISTINTO USO QUE SE 

PUEDE HACER DE LAS COSAS 

Una cuestión de otro orden que puede suscitarse es la de si es 

posible emplear, a la vez, una cosa en el uso que sea propio de ella, y 

en otro uso distinto; o, en otros términos, si es posible servirse de ella 

directamente e indirectamente. Por ejemplo, el ojo es posible emplearlo 

desde luego para ver, y también torcerlo de manera que falsee la visión 

y que se vean dos objetos en vez de uno. Éstos son dos usos del ojo, el 

uno en tanto que es ojo, y el otro en tanto que este uso puede ser 

también del ojo. Así, hay otro empleo de las cosas que es 

completamente indirecto, como serían, por ejemplo, para el estómago, 

ya el vomitar, ya el comer. La misma observación podría hacerse 

respecto a la ciencia. Es posible servirse de ella a la vez de una manera 

exacta y de una manera errónea, así como, sabiendo escribir, bien 

puede uno a sabiendas escribir mal, y la ciencia, en tal caso, no es más 

útil que la ignorancia; puede decirse esto como de aquellas bailarinas 

que, cambiando el empleo habitual de la mano, convierten sus pies en 

manos, y sus manos en pies. En este concepto, si todas las virtudes son 

ciencias, como se ha dicho, será posible emplear la justicia a manera de 

injusticia. En lugar de justicia, se harían iniquidades, como con la 

ciencia de que se habló antes sólo se producía la ignorancia. Pero si 

esto es manifiestamente imposible, no es menos evidente que las 

virtudes no son ciencias como se pretende. Si cuando se saca de quicio 

de esta manera la ciencia no se obra realmente por ignorancia, y se 

comete sólo una falta voluntaria, que la ignorancia podría cometer 

también sin quererlo, no es posible tampoco que se obre con justicia 

como se obraría con iniquidad. Pero si la prudencia es realmente una 

ciencia, producirá algo de verdadero con la ciencia, y, como ella, 

cometerá errores voluntarios, porque puede suceder que por prudencia 

se obre imprudentemente, y que se cometan precisamente todas las 

faltas que el imprudente cometería. Pero si el uso de cada cosa fuese

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261 

absolutamente simple, y no pudiese emplearse una cosa sino en cuanto 

es lo que es, sólo se obraría prudentemente haciendo uso de la 

prudencia. 

Respecto a todas las demás ciencias, siempre hay una superior 

que determina la dirección principal de las subordinadas. Pero ¿cuál es 

la ciencia que dirige a esta misma ciencia soberana? No es la ciencia o 

el entendimiento; no es tampoco la virtud, porque esta ciencia madre 

emplea la virtud misma, puesto que la virtud del que manda consiste en 

hacer uso de la virtud del ser que obedece. ¿Cuál es, pues, esta ciencia 

reguladora? 

¿Sucede en este caso como cuando se dice que la intemperancia 

es un vicio de la parte irracional del alma, y que el intemperante, cuya 

razón sabe lo que hace, desciende al nivel del hombre corrompido que 

lo ignora? Cuando el deseo es demasiado violento, trastorna la razón, 

que cree entonces todo lo contrario de lo que debería pensar. Es claro 

que si la virtud se halla en esta parte del alma y la ignorancia en la 

parte irracional, las demás funciones se hallan igualmente trastornadas. 

Desde aquel acto se podrá emplear la justicia con iniquidad, y para 

hacer mal; y se empleará la prudencia para obrar imprudentemente. 

Pero entonces lo contrario no sería menos posible. En efecto, si se 

supone que el vicio, penetrando en la razón, pueda mudar la virtud que 

reside en la parte racional del alma y echarla en brazos de la 

ignorancia, sería bien extraño que la virtud, a su vez, no mudase la 

ignorancia que está en la parte irracional, y no la forzase a pensar 

prudentemente y a realizar el deber. Recíprocamente, la prudencia, que 

está en la parte racional, a conducirse prudentemente y a convertirse en 

lo que se llama la templanza. Por consiguiente, la ignorancia se haría 

prudente y sabia. 

Pero todas estas teorías son insostenibles, y, sobre todo, es 

absurdo creer que la ignorancia pueda nunca hacerse sabia y prudente. 

Nada semejante vemos por ningún lado, y la corrupción hace olvidar y 

trastornar todos los consejos de la medicina, y, en ocasiones, todas las 

reglas de la gramática. 

.......................................................................................................

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262 

La razón es que, en el fondo, el hombre injusto puede todo lo que 

puede el hombre justo, y, hablando en general, la potencia de no hacer 

está comprendida en la potencia de hacer. Podemos, pues, concluir de 

aquí que sólo las facultades de la parte racional del alma son, a la vez, 

prudentes y buenas, y que Sócrates tuvo razón al decir que nada hay 

más fuerte que la prudencia. Pero no estaba en lo cierto cuando decía 

que es una ciencia, porque es una virtud y no una ciencia, y la virtud es 

una especie de conocimiento completamente diferente de la ciencia 

propiamente dicha.

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263 

CAPITULO XIV 

DEL AZAR CON RELACIÓN A LA FELICIDAD 

No es sólo la prudencia, ni aun la virtud la que hace que todo 

salga bien; con frecuencia se habla de muchos que prosperan 

favorecidos sólo por el azar, como si una suerte dichosa pudiese hacer 

felices a los hombres tanto como la ciencia, y asegurarles las mismas 

ventajas. Es preciso, pues, que indaguemos si es cierto que este hombre 

es naturalmente dichoso y aquel otro desgraciado, y saber lo que hay 

realmente de cierto en este punto. No puede negarse que hay personas 

verdaderamente afortunadas; por muchas locuras que hagan, todo les 

sale bien en las cosas que dependen únicamente del azar. Triunfan 

hasta en aquellas que están sometidas a reglas ciertas, pero en las que 

la fortuna tiene una gran parte, como el arte de la guerra y el de la 

navegación. ¿Les salen bien las cosas, porque tienen ciertas facultades? 

¿O su prosperidad no depende absolutamente nada de lo que son 

personalmente? Se cree, por lo general, que a la naturaleza, que los ha 

hecho de cierta manera, es a la que debe atribuirse este ciego favor. Y 

así, la naturaleza, haciendo los hombres lo que son, establece entre 

ellos, desde el momento de nacer, profundas diferencias, dando a unos 

ojos azules y a otros ojos negros, porque tal órgano es de tal manera 

más bien que de tal otra. Pues en la misma forma, se dice, la naturaleza 

hace a unos afortunados y a otros desgraciados. 

Lo cierto es que no es la prudencia la que da la buena fortuna a 

las personas de que hablamos. La prudencia no es irracional, y sabe 

siempre la razón de lo que hace; pero esos hombres serían incapaces de 

decir cómo salen bien de sus empresas, porque esto sería obra de arte y 

de ciencia, y ellos no pueden elevarse tan alto. Además su incapacidad 

es bien evidente, no ya respecto a las demás cosas, porque esto no 

tendría nada de extraño, como no lo es que un gran geómetra como 

Hipócrates, inhábil e ignorante en todo lo demás, perdiera en un viaje, 

efecto de la sencillez de su carácter, una suma considerable con los que 

cobraban la cincuentena en Bizancio; sino que estas gentes tan

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264 

afortunadas son notoriamente insensatas en las cosas mismas en que 

tanto los la fortuna. En punto a navegación, los más hábiles no son 

halaga los más afortunados, porque a veces sucede como en el juego de 

dados, en el que uno no hace nada mientras que el otro hace una 

jugada, lo cual prueba bien que es naturalmente afortunado o amado de 

los dioses, o, en una palabra, que es una causa extraña a él la que le da 

el triunfo. Así, muchas veces una mala nave hace con más felicidad 

una travesía que otra, no a causa de lo que es el buque, sino 

únicamente porque tiene un buen piloto, y si este loco sale bien es 

porque tiene de su parte el destino, que es un excelente piloto. 

Confieso que es sorprendente que Dios o el destino amen a un hombre 

de esta clase antes que al hombre más de bien y más prudente. Si para 

que los imprudentes salgan bien de sus empresas es preciso que los 

ayuden la naturaleza, o la inteligencia, o una protección extraña, y se 

supone que ninguna de estas dos últimas influencias viene en su 

auxilio, resulta que sólo la naturaleza es el origen de la felicidad de 

tales hombres. La naturaleza es la causa de esta serie de fenómenos que 

suceden siempre de las misma manera, o por lo menos, que se verifican 

ordinariamente de tal manera más bien que de tal otra. Pero el azar 

precisamente es todo lo contrario, y cuando se logra una cosa contra 

toda razón, al azar es al que se atribuye; y puesto que sólo el azar es el 

que favorece a uno, no puede atribuirse su fortuna a esta causa que 

produce fenómenos inmutables o, por lo menos, los fenómenos más 

ordinarios y más constantes. Por otra parte, si uno triunfa porque está 

organizado de una manera dada, como el que tiene los ojos azules, que 

en general no tiene una vista perspicaz, entonces no es ya el azar la 

causa de tal fortuna, v sí la naturaleza; y es preciso decir que la 

naturaleza, no el azar, le ha favorecido. Por consiguiente, es preciso 

confesar que los que se dicen favorecidos por la suerte no son 

verdaderamente favorecidos por ella, nada le deben en realidad, y no 

procede atribuir al azar más bienes que los producidos por el azar 

mismo. ¿Habrá de deducirse de aquí que no interviene para nada el 

azar en las cosas humanas? ¿O que si interviene no es causante de 

nada? No, sin duda. Necesariamente, el azar existe, y necesariamente

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265 

es causa de ciertas cosas; y todo lo que debe decirse es que el azar es 

para ciertas gentes causa de bien o causa de mal. 

Si se quiere suprimir completamente la intervención del azar, 

sosteniendo que nada influye en el mundo, y que, como no vemos a, 

por real que ella sea, atribuimos al azar el hecho que  no podemos 

comprender, en este caso se puede definir el azar diciendo que es una 

causa cuyo fundamento se oculta a la razón humana; y, de este modo, 

se hace de ella, en cierta manera, una verdadera naturaleza. Entonces 

se suscita una nueva cuestión al tenor de esta hipótesis, y se puede 

preguntar: ¿si el azar ha favorecido a estos hombres una vez, por qué 

no ha de decirse que él los ha favorecido también en otra, puesto que 

han prosperado igualmente? Un mismo éxito debería reconocer una 

misma causa. El buen éxito, por tanto, no procederá para ellos de la 

fortuna, sino cuando se repite el mismo éxito en cosas en que los 

resultados posibles son infinitos o indeterminados. Esto será, sin duda, 

un bien y un mal; pero no será posible saberlo a causa de aquella 

misma infinidad, porque si fuera obra de ciencia los hombres 

aprenderían a ser dichosos, y todas las ciencias, como decía Sócrates, 

no serían, en el fondo, más que felices casualidades. ¿Dónde está 

entonces el obstáculo que impida el que consiga el mismo éxito 

muchas veces seguidas la misma persona, no porque sea de necesidad, 

sino porque suceda como cuando se tiene la fortuna de echar siempre 

los dados del lado favorable? Y bien, ¿no hay en el alma del hombre 

tendencias que proceden, unas de las reflexión razonada, y otras, que 

son las primeras de todas, de un instinto sin razón? Si es obra del 

instinto natural desear lo que place, todo debería entonces conducir 

naturalmente al bien; si, pues, hay personas que tienen una feliz 

organización y que son, por ejemplo, naturalmente cantores, sin saber 

cantar, en la misma forma hay personas que por un favor de la 

naturaleza triunfan en sus empresas sin el auxilio de la razón. La 

naturaleza tan sólo los conduce, y, sabiendo desear las cosas que es 

preciso desear, el momento, las condiciones, el tiempo, el lugar y la 

manera en que deben desearlas, salen triunfantes por inhábiles que sean 

y por desprovistos de razón que se hallen; corno podrían hacerlo los

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266 

que están en posición de dar a los demás lecciones en punto a 

conducta. 

Así, debe decirse que los hombres son felices cuando salen bien 

en sus empresas en la mayor parte de los casos, sin que la razón entre 

para nada en ellas, y los hombres dichosos en esta forma lo son por el 

simple hecho de la naturaleza. 

Por lo demás, cuando se habla de suerte feliz, de fortuna, es 

preciso tener presente que esta palabra tiene cosas que se hacen a la 

vez por simple instinto y mediante reflexión y resolución para 

ejecutarlas; y hay otras que se hacen, por lo contrario, de una manera 

diferente. Si en las últimas se logra un buen éxito, habiendo calculado 

mal decimos que es una fortuna; como lo decimos en los casos en que, 

calculando, es el éxito menos feliz. Puede, pues suceder que éstos 

deban su fortuna sólo a la naturaleza, porque, consagrándose a lo que 

debían consagrarse, su instinto y su deseo les han proporcionado el 

triunfo, pero no por eso su cálculo era menos pueril y absurdo. Lo que 

los ha salvado es que su cálculo pudo ser falso, pero la causa que 

provocó este cálculo, a saber, el instinto, estaba en lo exacto, y por su 

exactitud salvó al imprudente. Es cierto que en otras ocasiones es el 

deseo el que ha inspirado el cálculo, y que no por eso dejan de salir 

mal las cosas. Pero, en los demás casos, ¿cómo puede admitirse que el 

buen éxito se atribuya únicamente a la feliz dirección que la naturaleza 

ha dado al instinto y al deseo? Si tan pronto la felicidad y el azar son 

dos cosas diferentes como se confunden, es preciso admitir que hay 

muchas clases de éxito. 

Pero como se ven a cada paso personas que salen bien en sus 

empresas contra todas las reglas de la ciencia y contra las previsiones 

más racionales, es preciso suponer que otra es la causa de su 

prosperidad. ¿Es o no cuestión de felicidad o favor de la fortuna, 

cuando el razonamiento del hombre sólo ha deseado lo que debía de 

desear y en el momento que debía hacerlo? El feliz resultado en este 

caso no puede tomarse por un favor porque el cálculo que se ha 

formado no ha estado desprovisto de razón, y el deseo no ha sido 

puramente natural; y si no se sale con la empresa es porque alguna

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267 

causa ha venido a malograrla. Si se cree que debe atribuirse el buen 

éxito a la fortuna es porque a la fortuna se achaca todo lo que pasa 

contra las leyes de la razón; y este resultado, en particular, era 

contrario a las reglas de la ciencia y al curso ordinario de las cosas. 

Pero como ya hemos intentado hacer ver, no procede realmente de la 

fortuna o del azar; y si lo parece, es por una apariencia engañosa. Toda 

esta discusión no tiende a probar que no hay otra felicidad que la que 

es resultado de la naturaleza, sino a probar tan sólo que los que parecen 

tenerla no logran siempre sus propósitos como resultado de un azar 

ciego, sino que lo deben también a la acción de la naturaleza. Esta 

discusión tampoco tiende a demostrar que el azar no es causa de nada 

en este mundo, sino sólo de que no es causa de todo lo que se le 

atribuye. 

Es cierto que se puede caminar más adelante y preguntar si no es 

el azar el que hace que se deseen las cosas en el momento en que es 

preciso desearlas y de la manera que deben desearse. ¿Pero no equivale 

esto a hacer al azar dueño absoluto de todo, puesto que se le hace 

dueño de la inteligencia y de la voluntad? Por mucho que se reflexione 

y se calcule, no se ha calculado el calcular antes de calcular, y es un 

principio distinto el que nos ha hecho obrar. No se ha pensado en 

pensar antes de pensar; consideración que puede extenderse hasta el 

infinito. Entonces ya no es el pensamiento el principio que hace que se 

piense, ni es la voluntad el principio que hace que se quiera. ¿Qué 

queda, pues, en pie, como no sea el azar? Todo se hará y dependerá 

únicamente del azar, si es éste un principio universal fuera del cual no 

puede existir ningún otro. 

Pero, con respecto a este otro principio, es posible aun preguntar 

por qué está hecho de tal manera que pueda hacer todo lo que hace. 

Esto equivale a preguntar cuál es en el alma el principio del 

movimiento que la hace obrar. Es perfectamente evidente que Dios está 

en el alma del hombre, como está en el Universo entero, porque el 

elemento que está en nosotros es, puede decirse, la causa que pone 

todas las cosas en movimiento. Ahora bien, el principio de la razón no 

puede ser la razón misma: es algo superior. ¿Pero qué puede ser

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268 

superior a la ciencia y al entendimiento como no sea Dios mismo? La 

virtud no es más que un instrumento del entendimiento, y por esto los 

antiguos han podido decir: "Es preciso reconocer que son afortunados 

los hombres cuando realizan felizmente sus empresas a pesar de su 

evidente sinrazón, y cuando sería para ellos un peligro el calcular lo 

que hacen. Tienen en sí mismos un principio que vale más que todo el 

talento y todas las reflexiones del mundo." Otros tienen la razón para 

guiarse, pero no tienen este principio que conduce a los hombres 

afortunados a lograr un éxito feliz. Ni aun el entusiasmo, cuando lo 

sienten, les proporciona el triunfo que desean, mientras que los 

primeros triunfan, siendo irracionales como son. Ni aun cuando se trata 

de hombres reflexivos y sabios, que ven de una ojeada y como por una 

especie de adivinación lo que es preciso de hacer, hay que atribuir 

exclusivamente a su razón esta decisión tan segura y tan pronta. En 

unos, es el resultado natural de la experiencia; en otros es el hábito de 

aplicar de este modo sus facultades a la reflexión. Este privilegio sólo 

pertenece al elemento divino que hay en nosotros; él es el que ve 

claramente lo que debe ser, lo que es, y todo lo que queda aún obscuro 

para nuestra razón impotente. Por esta razón, los melancólicos tienen 

visiones y sueños tan precisos. Una vez que la razón ha desaparecido 

en ellos, aquel principio parece tomar más fuerza; sucediendo lo que 

con los ciegos, cuya memoria, en general, es mucho mejor, porque 

están libres de todas las distracciones que causan las percepciones de la 

vista, y por esto conservan mejor el recuerdo de lo que se les ha dicho. 

Así pueden, evidentemente, distinguirse dos clases de fortuna: 

una es divina, y el hombre que tiene este privilegio prospera por un 

favor especial de Dios, marcha derecho al fin, conformándose 

únicamente con el impulso del instinto que le conduce; otra que logra 

buen éxito obrando contra el instinto; pero ambas están igualmente 

privadas de razón. La felicidad que viene de Dios puede sostenerse y 

continuar más, mientras que la otra nunca dura.

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CAPÍTULO XV 

DE LA BELLEZA MORAL 

En todo lo que precede hemos tratado de cada virtud en 

particular, y hemos explicado separadamente el carácter y el valor de 

cada una de ellas. Ahora debemos analizar con la misma detención la 

virtud que se forma de la reunión de todas las demás, y que, hemos 

llamado por excelencia la hombría de bien, la perfecta virtud, que es 

tan bella como buena. 

Es preciso reconocer que cuando se merece en realidad el 

precioso título de hombre de bien es porque se poseen necesariamente 

todas las demás virtudes particulares. Absolutamente lo mismo sucede 

en cualquier otro orden de cosas. Por ejemplo, sería imposible tener el 

conjunto del cuerpo perfectamente sano, si alguna de las partes no 

estuviere sana. Es de toda necesidad que todas las partes del cuerpo, o, 

por lo menos, la mayor parte y las más importantes estén en el mismo 

estado que el conjunto. Ser bueno y ser perfectamente virtuoso no son 

sólo palabras distintas, sino que son cosas que en sí son diferentes. 

Todo lo que es bueno tiene siempre un fin deseable únicamente por él 

mismo, pero no hay belleza y honestidad en otros bienes que en 

aquellos que, siendo ya deseables por sí, son, además, dignos de 

estimación y de alabanza. Son aquellos bienes cuyas consecuencias, 

que se muestran en las acciones que ellos inspiran, son tan laudables 

como ellos mismos. Y así, la justicia, laudable de suyo, no lo es menos 

por los actos que nos obliga a practicar. Los hombres prudentes 

merecen nuestros elogios, porque la prudencia los merece también. La 

salud, por lo contrario, no da lugar a nuestra estimación, como no dan 

lugar a ella las consecuencias que ella produce. Tampoco obtiene 

nuestra estimación un acto de fuerza, porque la fuerza no lo merece. 

Éstas son cosas muy buenas, sin duda, pero no dignas de nuestra 

estimación ni de nuestras alabanzas. Si se quisiera, se podría 

comprobar esta teoría por inducción en todos los demás casos. El único 

hombre a quien debe llamarse bueno es aquel para quien subsisten

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270 

realmente siendo buenas las cosas que por su naturaleza lo son. En 

efecto, los bienes más disputados, y que se consideran como los 

mayores de todos, la gloria, las riquezas, las cualidades del cuerpo, la 

buena fortuna, el poder, son bienes por su naturaleza. Pero pueden 

también ser perjudiciales a algunos individuos, a causa de la 

disposición en que tales individuos se encuentren. Un loco, un bribón, 

un libertino, ningún provecho podrían sacar de ellos; a la manera que 

un enfermo no podría tomar con provecho la comida de un hombre que 

gozara de plena salud; como un cuerpo raquítico o mutilado no podría 

llevar el vestido de un cuerpo vigoroso y completo. 

Es uno moralmente bello y virtuoso, es decir, perfecto hombre de 

bien, cuando sólo busca los bienes bellos por sí mismos, y practica las 

bellas acciones exclusivamente porque son bellas, entendiendo por 

acciones bellas la virtud y los actos que la virtud inspira. 

Pero hay otra disposición moral que gobierna a veces las 

ciudades, y de la que conviene hacer aquí mención. Se la encuentra 

entre los espartanos, y muy bien podrían tenerla, a su ejemplo, otros 

pueblos. Esta disposición moral consiste en creer que si es 

indispensable tener la virtud, es únicamente con la mira de estos 

bienes, que son bienes naturales Esta convicción forma, ciertamente, 

hombres virtuosos, porque poseen los bienes según la naturaleza; pero 

no puede decirse que tengan la belleza moral en toda su perfección. No 

tienen las virtudes que son bellas esencialmente y en sí; no tratan de ser 

bellos moralmente, al mismo tiempo que virtuosos. Y no sólo son 

incompletos bajo este concepto, sino que, además, las cosas que no son 

naturalmente bellas y que sólo son naturalmente buenas, se convierten 

a sus ojos en bellas. Las cosas que se hacen no son verdaderamente 

bellas sino cuando se las hace y se las busca en vista de un fin que es 

igualmente bello. He aquí por qué estos bienes naturales se hacen 

bellos sólo en el hombre que posee la belleza moral; ahora bien, lo 

justo es bello, y lo justo está en proporción del mérito; y el hombre de 

bien, en el sentido que indicarnos aquí, merece todos estos bienes. 

También puede decirse que lo conveniente es bello, y por tanto 

conviene que el hombre dotado de todas estas virtudes tenga fortuna,

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271 

buen nacimiento y poder. Todos los bienes de este orden son, a la vez, 

útiles y ellos para el hombre que posee la belleza moral y la virtud 

perfecta, mientras que todas estas condiciones están como fuera de su 

sitio en la mayor parte de los demás hombres. Los bienes que son 

buenos en sí no son buenos para ellos; sólo lo son para el hombre de 

bien, porque se convierten en bellezas en el individuo, que es 

moralmente bello, como que con su auxilio ejecuta sin cesar las 

acciones que son en sí las más bellas del mundo. Por lo contrario, el 

que se imagina que sólo deben poseerse las virtudes para adquirir los 

bienes exteriores, sólo indirectamente practica acciones bellas. Por 

tanto, la belleza moral, la hombría de bien, es la única virtud 

verdaderamente completa. 

AJ hablar del placer, hemos hecho ver lo que es y explicado de 

qué manera es bueno. Hemos probado que las cosas absolutamente 

agradables son también bellas, y que las cosas absolutamente buenas 

son igualmente agradables. El placer sólo se encuentra en la acción; 

por consiguiente, el hombre verdaderamente dichoso vivirá en medio 

del más vivo placer, y la opinión común en este punto no se engaña. 

Pero así como el médico tiene una pauta fija a que referirse para 

estimar el medicamento que debe curar el cuerpo enfermo o el  que no 

le curaría, y para discernir el tratamiento que, debe aplicarse en cada 

caso, y la verdadera dosis, mayor o menor, con la que puede o no 

alcanzar la curación, así el hombre virtuoso necesita tener para sus 

actos y preferencias una regla que le enseñe hasta qué punto debe 

buscar las cosas que, buenas por naturaleza, no son, sin embargo, 

dignas de estimación, cual es la  disposición moral en que debe 

mantenerse y la medida que debe aplicar a sus deseos, para no buscar 

con exceso el aumento o la disminución de su fortuna y de su 

prosperidad. Más arriba ya hemos dicho que el verdadero límite en este 

punto es el que  indica la razón; pero es como si se dijera que, en punto 

a alimentación, debe tomarse la regla que prescribe la medicina y la 

razón ilustrada por sus consejos. Ésta, indudablemente, es una 

verdadera recomendación, pero poco clara. Aquí, como en todo lo 

demás, es preciso vivir sólo para la parte que en nosotros mismos

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272 

manda; es preciso organizar la vida y la conducta, tomando por base la 

energía propia de esta parte superior de nosotros mismos, a manera que 

el esclavo arregla toda su existencia en consideración a su dueño, y 

como cada uno debe hacerlo en vista del poder especial a que su deber 

le somete. El hombre, según las leyes de la naturaleza, se compone de 

dos partes, una que manda y otra que obedece; y cada una de ellas debe 

vivir según el poder que le es propio. Pero este poder mismo es 

también doble. Por ejemplo, uno es el poder de la medicina y otro el de 

la salud; el primero trabaja en obsequio del segundo. Esta relación se 

encuentra en la parte contemplativa de nuestro ser. No es Dios, sin 

duda, el que le manda por órdenes precisas, pero es la prudencia, la que 

le prescribe el fin a cuya realización debe aspirar. Ahora bien, este fin 

supremo es, doble, como lo hemos explicado en otra parte..., porque 

Dios no tiene necesidad de nada. Nos limitaremos a decir aquí que la 

elección y el uso de los bienes naturales de las fuerzas de nuestro 

cuerpo, de nuestras riquezas, de nuestros amigos, en una palabra, de 

todos los bienes, serán tanto mejores cuanto más nos permitan conocer 

y contemplar a Dios. Ésta es nuestra mejor condición y la regla más 

segura y más preciosa para conducirnos; al paso que la condición más 

horrible en todos conceptos es la que, ya por exceso, ya por defecto, 

nos impide servir a Dios y contemplarle. Ahora bien, el hombre tiene 

en sí esta facultad, y la mejor disposición de su alma es aquella en que 

se encuentra cuando siente lo menos posible la otra parte de su ser, en 

tanto que es inferior. 

Esto era cuanto teníamos que decir sobre el fin último de la 

belleza moral y de la hombría de bien, y sobre el verdadero uso que el 

hombre debe hacer de los bienes absolutos. 

.......................................................................................................

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273 

DE LAS VIRTUDES Y DE LOS VICIOS 

(APÓCRIFO) 

CAPÍTULO PRIMERO 

DIVISIÓN GENERAL DE LAS VIRTUDES Y DE LOS VICIOS. 

DIVERSAS PARTES DEL ALMA A QUE SE REFIEREN LOS 

VICIOS Y LAS VIRTUDES SEGUN LA TEORIA DE PLATON. 

Las cosas bellas son dignas de alabanza; las cosas villanas y 

vergonzosas merecen reprobación. Entre las cosas bellas, las virtudes 

ocupan el primer rango; y entre las villanas lo ocupan los vicios. Puede 

alabarse igualmente todo lo que produce la virtud, todo lo que la 

acompaña, todo lo que la obliga a obrar, todo lo que ella engendra, así 

como debe reprobarse todo lo que es contrario. 

En la triple división del alma que admite Platón, la virtud de la 

parte racional del alma es la prudencia; la virtud de su parte apasionada 

es la dulzura con el valor; la virtud de su parte concupiscible es la 

templanza con la moderación que sabe dominarse; en fin, la virtud del 

alma toda entera es la justicia unida a la generosidad y a la grandeza de 

alma. El vicio de la parte racional es la sinrazón; el de la parte 

concupiscible es la relajación, la intemperancia que no es dueña de sí; 

y, en fin, el vicio del alma entera es la injusticia, junto con la 

liberalidad y con la bajeza.

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274 

CAPÍTULO II 

LA PRUDENCIA, LA DULZURA, EL VALOR, LA 

TEMPLANZA, LA CONTINENCIA, LA JUSTICIA, 

LA LIBERALIDAD, LA GRANDEZA DE ALMA. 

La prudencia es la virtud de la parte racional del alma, y es la que 

prepara todos los elementos de nuestra felicidad. La dulzura es la 

virtud de la parte apasionada, y es la que impide el extravío de la 

cólera. El valor es aquella virtud de la misma parte del alma que nos 

hace desechar los terrores que inspira la muerte. La templanza es la 

virtud de la parte concupiscible que nos hace insensibles al goce de los 

placeres culpables. La continencia es la virtud de esta misma parte que, 

con el auxilio de nuestra razón, sujeta los deseos que nos arrastran 

hacia los placeres culpables. La justicia es la virtud del alma que nos 

obliga a dar a cada uno lo que le corresponde, según su mérito. La 

generosidad es aquella virtud del alma que nos enseña a gastar lo 

conveniente en cosas bellas y grandes. La magnanimidad es aquella 

virtud del alma que nos enseña a soportar, cual conviene, la buena y la 

adversa fortuna.

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275 

CAPÍTULO III 

LA IMPRUDENCIA, LA IRASCIBILIDAD, LA 

COBARDÍA, LA INCONTINENCIA, LA 

INTEMPERANCIA, LA INJIJSTICIA, LA 

ILIBERALIDAD, LA BAJEZA DE ALMA. 

La sinrazón es el vicio de la parte racional, y es la causa de la 

desgracia de los hombres. La irascibilidad es el vicio de la parte 

apasionada que se deja llevar, sin hacer la menor resistencia, por la 

cólera. La cobardía es el vicio de esta misma parte que nos hace 

accesibles al terror, sobre todo al que produce la muerte. La 

incontinencia es el vicio de la parte concupiscible que nos arrastra a los 

placeres culpables. (No haya nada sobre la intemperancia, pero, si 

quieres, puedes definirla de esta manera)  La intemperancia es el vicio 

de la parte concupiscible que nos obliga a ceder contra razón al deseo 

ciego de gozar de los placeres culpables. La injusticia es el vicio del 

alma que hace que los hombres pretendan más de lo que se les debe. La 

liberalidad es el vicio del alma que nos lleva a adquirir ganancias, 

cualquiera que sea su origen. En fin, la pequeñez de alma o 

pusilanimidad es el vicio que nos hace incapaces de soportar cual 

conviene la buena o la mala fortuna, los honores o la obscuridad.

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276 

CAPÍTULO IV 

DE LOS CARACTERES PROPIOS Y DE LAS 

CONSECUENCIAS DE CADA UNA DE ESTAS 

VIRTUDES: LA PRUDENCIA, LA DULZURA, EL 

VALOR Y LA TEMPLANZA. 

Lo propio de la prudencia es deliberar, discernir el bien y el mal, 

distinguir siempre en la vida lo que debe buscarse y lo que debe 

evitarse, usar con discernimiento de todos los bienes que se poseen, 

escoger las relaciones amistosas, pesar bien las circunstancias, saber 

hablar y obrar a tiempo, y emplear convenientemente todas las cosas 

que son útiles. La memoria, la experiencia, la oportunidad, son 

cualidades que nacen todas de la prudencia, o que, por lo menos, son 

su resultado. Unas obran como causas al mismo tiempo que aquélla, 

como la experiencia y la memoria; y otras son, en cierta manera, partes 

de ella, como el buen consejo y la precisión de espíritu. 

La función de la dulzura consiste en saber soportar con calma las 

acusaciones y los desdenes, en no precipitarse con furor a actos de 

venganza, en no dejarse llevar fácilmente de la cólera, en no tener hiel 

en el corazón, y en huir de las querellas, porque la dulzura mantiene al 

alma pacífica y tranquila. 

Lo propio del valor consiste en no entregarse fácilmente a los 

terrores que inspira la muerte, en mostrarse confiado en los peligros, en 

acometer con noble audacia los que se arrostran, en preferir una muerte 

gloriosa a la vida que pudiera salvarse a costa de la honra, y en 

procurar salir victorioso. El valor sabe igualmente soportar las fatigas y 

las pruebas de todas clases y prefiere siempre lo que es verdaderamente 

varonil. Las consecuencias del valor son una audacia debida, la 

serenidad de espíritu, la confianza y, en ocasiones, la temeridad, y, 

además, el amor a las fatigas y a las pruebas que es preciso sufrir. 

Lo propio de la templanza consiste en no dar demasiado valor a 

los goces y a los placeres del cuerpo, en permanecer inaccesible a los

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277 

atractivos de todo deleite y de todo placer vergonzoso, en temer hasta 

la legítima satisfacción que pueden producir; en una palabra, en 

mantenerse siempre y durante toda la vida contento y vigilante, así en 

las cosas pequeñas como en las grandes. Los compañeros y 

consecuencias de la templanza son el orden, la reserva, la modestia y la 

circunspección.

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278 

CAPÍTULO V 

(Continuación.) 

CONTINENCIA, JUSTICIA, LIBERALIDAD, 

GRANDEZA DE ALMA 

Lo propio de la continencia, siempre dueña de sí misma, es saber 

domar, mediante la razón, el deseo fogoso que nos arrastra a los goces 

y a los placeres reprensibles, sufrir y soportar con inflexible constancia 

las privaciones y los dolores que existen por ley de la naturaleza. 

Lo propio de la justicia es saber distribuir las cosas según el 

derecho de cada uno, mantener las instituciones de su país, obedecer a 

los usos que tienen fuerza de ley, observar religiosamente leyes 

escritas, decir siempre la verdad donde quiera que sea necesario y 

cumplir religiosamente los compromisos contraídos. La justicia tiene 

por objeto primero los dioses, después los genios, luego la patria y los 

padres, y, por fin, los que han dejado de existir. 

Todos estos deberes constituyen la piedad, que es una parte de la 

justicia o, por lo menos, una consecuencia de ella. Otras consecuencias 

de la justicia son la santidad, la sinceridad, la buena fe y el odio a todo 

lo que es malo. 

Lo propio de la liberalidad consiste en hacer sin dificultad los 

gastos que exigen las acciones loables, Saber emplear generosamente 

su fortuna en todas las ocasiones en que el deber lo exige, prestar 

auxilio y socorro al que lo merece en todos los casos importantes, y no 

hacer ninguna ganancia ilícita. El hombre liberal procura que su 

habitación esté tan decente como su persona; sabe también tener una 

multitud de cosas que son de lujo pero que son honrosas y capaces de 

procurar una distracción agradable, aunque no tengan, por otra parte, 

una gran utilidad, como mantener, por ejemplo, animales que tengan 

algo de raro y de sorprendente. Los resultados habituales de la 

liberalidad son lo agradable del carácter, la tolerancia, la benevolencia 

para todo el mundo y hasta la compasión, aparte de la afección que se

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279 

tiene a los amigos, a los huéspedes, y, en general, a todos los hombres 

de bien. 

Lo propio de la grandeza de alma es soportar como es debido la 

buena y la adversa fortuna, los honores y la obscuridad, no pagarse 

demasiado del lujo, ni de tener numerosos criados, ni del fausto, ni de 

las victorias alcanzadas en los juegos públicos; y, en fin, tener un alma 

grande y elevada a la vez. El magnánimo no es hombre que haga 

grandes sacrificios por salvar su vida, ni que la ame con exceso. 

Sencillo de corazón y generoso, puede soportar el daño que se le hace 

sin desear vivamente la venganza. Las consecuencias de la 

magnanimidad son la sencillez y la veracidad.

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280 

CAPÍTULO VI 

DE LOS CARACTERES PROPIOS Y DE LAS 

CONSECUENCIAS DE LOS DIFERENTES VICIOS. - 

SINRAZÓN, IRASCIBILIDAD, COBARDÍA, 

INCONTINENCIA, INTEMPERANCIA. 

Lo propio de la sinrazón es formar mal juicio de las cosas, 

reflexionar mal, escoger mal las compañías, emplear mal los bienes 

que se tienen y formar falsas ideas acerca de lo bello y de lo bueno que 

hay en la vida. Acompañan generalmente a la sinrazón la ciencia, la 

ignorancia, la torpeza y la falta de memoria. 

Pueden distinguirse tres especies de irascibilidad: el arrebato, la 

amargura, el furor concentrado. El hombre irascible no puede sufrir el 

más pequeño descuido, tiene gusto en castigar, ama la venganza, y la 

menor cosa o la menor palabra despiertan su furor. Las consecuencias 

habituales de la irascibilidad son la excitación del humor y su 

movilidad, la amargura del lenguaje, el dar importancia a las cosas más 

pequeñas que molestan a uno, y experimentar todos estos sentimientos 

pronto y por poco tiempo. 

Lo propio de la cobardía es sentir toda clase de temores sin 

discernimiento, y sobre todo el de la muerte o el de las enfermedades 

corporales, y creer que vale más salvar la vida a cualquier precio que 

perderla con honor. Los compañeros de la cobardía son la molicie, la 

falta de acción varonil, el temor a todas las fatigas y el amor ciego a la 

vida. El cobarde tiene también una cierta circunspección y una especie 

de horror instintivo a todas las discusiones. 

Lo propio de la relajación es entregarse sin discernimiento al goce 

de placeres peligrosos y culpables, imaginarse que la verdadera 

felicidad consiste en estos bajos goces, complacerse en echarlo todo a 

risa, en las ocurrencias felices y en las burlas; en una palabra, 

mostrarse tan ligero en sus dichos como en sus hechos. Los 

compañeros de la relajación son el desorden, la impudencia, la falta de

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281 

respeto a sí mismo, el amor a los excesos, la pereza, la negligencia de 

todas las cosas, el abandono y la disolución. 

Lo propio de la intemperancia, que no sabe dominar, es buscar el 

goce de los placeres a pesar de las advertencias de la razón que los 

prohibe; saber que valdría cien veces más no gustar de ellos, y sin 

embargo gustarlos; saber que debería hacer siempre cosas bellas, y sin 

embargo alejarse del bien para abandonarse al placer. Los compañeros 

de la intemperancia son la molicie, los remordimientos y casi todas las 

consecuencias de la relajación.

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CAPÍTULO VII 

(Continuación.) 

INJUSTICIA, ILIBERALIDAD Y PUSILANIMIDAD 

La injusticia es de tres especies: la impiedad, la avidez sin límites 

y la insolencia. La impiedad es el olvido culpable de lo que se debe a 

los dioses, a los genios, y también a los muertos, a los padres y a la 

patria. La avidez hace relación a los contratos de toda clase, en los que 

trata uno siempre de atribuirse más provecho que el que le 

corresponde. La insolencia es este sentimiento que arrastra a los 

hombres a tener un placer en insultar a los demás, y he aquí lo que 

justifica el dicho de Eveno sobre la insolencia, que dice: 

"Aunque ningún provecho se saca, no se es por eso menos culpable." 

La injusticia se complace en violar todas las costumbres 

tradicionales y legales, en desobedecer a las leyes y a las autoridades, 

en mentir, perjurar, faltar a todos sus compromisos, y burlarse de la 

propia fe. Los compañeros habituales de la injusticia son la calumnia 

que denuncia, la jactancia que engaña, una falsa filantropía que 

disimula, la perversidad en el corazón y la falacia en los actos. 

También hay tres especies de iliberalidad: el amor al lucro, que 

no retrocede delante del pudor, la avaricia que lo escatima todo y el 

ahorro sórdido que no sabe gastar. El amor al lucro vergonzoso es este 

sentimiento que arrastra a los hombres a ganar sin respeto a nada y a 

tomar más en cuenta el provecho que se saca que la vergüenza de que 

uno puede cubrirse. La avaricia evita gastar hasta en los casos en que 

sería un deber el hacerlo. En fin, el ahorro sórdido es este sentimiento 

en virtud del que, cuando todos los demás hacen gastos, uno los hace 

mal y de una manera mezquina y exponiéndose a perder más que 

ahorra, por no saber hacer oportunamente lo que debería hacer. La 

iliberalidad consiste en poner, el dinero por encima de todo, no ver 

jamás el deshonor donde aparece algún provecho, dando así lugar a

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283 

una vida de agiotaje digna de esclavos, vida de mendigos andrajosos 

constantemente extraños a toda ambición noble, a toda generosidad. 

Las consecuencias habituales de la iliberalidad son: el disimulo, que 

oculta siempre los recursos con que se cuenta, la dureza de corazón, la 

pequeñez de alma, la bajeza sin límites y sin dignidad, y la misantropía 

que detesta al género humano. 

El hombre de alma pequeña o pusilánime no sabe soportar ni los 

honores ni la oscuridad, ni la buena fortuna ni la adversa; se llena de un 

necio orgullo en medio de los honores; se exalta por la menor 

prosperidad; no sabe, en su vanidad, soportar el más ligero percance; 

toma el menor tropiezo por un desastre y una ruina; se queja de todo y 

no sabe sufrir nada. El hombre de alma pequeña dará el nombre de 

ultraje y de afrenta al más pequeño descuido que se haya cometido con 

él, y que quizá no tendrá otro origen que la ignorancia o el olvido. La 

pequeñez de alma va siempre acompañada de la timidez del lenguaje, 

de la manía de quejarse, de la desconfianza que desespera de todo, y de 

la bajeza que degrada los corazones.

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CAPÍTULO VIII 

CARACTERES GENERALES Y CONSECUENCIAS DE LA 

VIRTUD Y DEL VICIO 

Hablando en general, lo propio de la virtud es procurar al alma 

una buena disposición moral, darle movimientos tranquilos y 

ordenados, y por consiguiente una armonía perfecta entre todas las 

partes que la componen. Y así un alma bien constituida parece el 

verdadero modelo de un Estado y de una ciudad. La virtud hace bien a 

los que lo merecen; ama a los buenos; no se complace en castigar a los 

malos, ni en vengarse de ellos; se complace, por lo contrario, en ejercer 

la piedad, la clemencia y el perdón. Los compañeros habituales de la 

virtud son: la probidad, la hombría de bien, la rectitud de corazón y la 

serenidad que sólo alienta buenas esperanzas. Además hace que 

amemos, a nuestra familia, a nuestros amigos, a nuestros compañeros, 

a nuestros huéspedes; en fin, nos hace amar a los hombres y todo lo 

que es bello. En una palabra, todas las cualidades que nos proporciona 

son dignas de alabanza y de estimación. Las consecuencias del vicio 

son las absolutamente contrarias. 

FIN DEL TRATADO DE LAS VIRTUDES Y DE LOS VICIOS